El liderazgo de la Concertación debiera explicarle también a sus bases y al país el porqué –además de buscar la impunidad penal, moral y política de quienes cometieron o encubrieron crímenes contra la humanidad, de acuerdo al Informe Rettig- pretendieron restarle toda importancia a dicho Informe en cuanto a su difusión y debate público y, especialmente, le negaron su inserción en el sistema educativo escolar.
En relación a su falta de difusión se creó el mito de que ello había sido el producto de un impacto traumático causado en la sociedad chilena por el asesinato de Jaime Guzmán. No hay duda que dicho impacto facilitó la tarea, pero también fue claro que aquel fue un objetivo gubernativo predeterminado. Así, el informado analista político concertacionista, Ascanio Cavallo, escribió un día antes de ese crimen: “El Gobierno se reservó la última palabra mediante una declaración formalmente exacta: el informe es ‘incontrovertido’ en materia de hechos; es decir, no se ha desmentido lo que en él se revela. Con esta constatación se reafirma también una voluntad de punto final. No es un misterio que en las últimas semanas, y aún antes de la entrega oficial del Informe Rettig, los contactos entre altos funcionarios de Gobierno y altos oficiales de las Fuerzas Armadas permitieron detectar la coincidencia en esto: nadie desea seguir agitando esta agua. Todos iban a decir cosas muy duras en estos días, pero por última vez” (La Epoca; 31-3-1991).
Lo anterior fue confirmado también por Rafael Otano: “Para el club político, aquello (la publicación del Informe Rettig) fue como un trámite necesario, pero que había que dejar atrás. Alababan el documento, comprendían su trascendencia histórica, pero deseaban que el informe fuera el principio del rápido cierre de un ciclo doloroso… La vida seguía y se quería dejar esas páginas atrás. Los miembros de la Comisión en las reuniones sociales y políticas recibían felicitaciones por el trabajo realizado, había hacia ellos unos momentos de efusión, pero al cabo de diez minutos ya no eran protagonistas. Los personajes importantes de los distintos ámbitos se sentían algo incómodos en su presencia y cambiaban de tema. La ‘taquilla’ no quería oír hablar de más horror” (Crónica de la transición; Edit. Planeta, 1995; pp. 171-2).
Tanto fue así, que el gobierno de Aylwin se impuso una tarea de solo dos semanas para difundir el informe “en todas las regiones”. En el primer acto en tal sentido efectuado el 23 de marzo en Rancagua, el Ministro Secretario General de Gobierno, Enrique Correa, enfatizó que “no es el ánimo del Gobierno el convertir este tema en un debate eterno de la sociedad chilena”. Además, haciéndose cargo finalmente del carácter no compartido de los contenidos del informe, Correa “advirtió que el Gobierno no quiere una verdad oficial y que tenemos que acostumbrarnos a que en la sociedad chilena existan diversas interpretaciones de los hechos” (Las Ultimas Noticias; 24-3-1991). Es decir, como si en la Alemania de postguerra se hubiese dicho que no importaba que se interpretara negativa o favorablemente el Holocausto…
A tal grado llegó la falta de interés del Gobierno en la difusión del Informe, que éste ¡ni siquiera se inscribió en el Registro de Propiedad Intelectual!, quedando fuera de las bibliotecas públicas; hasta que en 1996, la Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación (que sucedió a la Comisión Rettig, en la investigación de casos de ejecutados políticos y detenidos desaparecidos) antes de cerrarse, y dándose cuenta de tal “olvido”, procedió a sacar una nueva edición del Informe, inscribiéndolo como es debido.
Análoga desidia manifestó el gobierno de Frei Ruiz-Tagle con el Informe complementario publicado por aquella Corporación en donde se acreditaban 899 víctimas fatales adicionales del período dictatorial. Su libro de más de 600 páginas pasó prácticamente inadvertido en el país, ya que dicho gobierno lo presentó en un acto sin ningún relieve efectuado el jueves 22 de agosto de 1996. A tal punto que El Mercurio se pudo dar el lujo de dar una breve información de que se realizaría dicho acto en su edición del 22. Y luego, el viernes 23 apareció una crónica que empezaba al final de la página 1 del Cuerpo C y continuaba en la página 10. Y eso fue todo. Nunca más ninguna información sobre ello, ni comentario editorial, ni entrevistas y ¡ni siquiera fue reseñado en la Revista Noticiosa Semanal del domingo siguiente! ¿Cuántos chilenos sabrán que hubo una suerte de segundo Informe Rettig?
Por otro lado, la propuesta del Ministro de Educación, Ricardo Lagos, de utilizar el Informe Rettig como texto de estudio escolar fue rápidamente desechada, ante la clara oposición de la UDI (Ver El Mercurio; 7-3-1991). Pero dicha falta de voluntad no fue solo la expresión de una eventual consideración prudencial del momento. Constituyó una política sistemática llevada adelante por los sucesivos gobiernos de la Concertación y que compartieron ministros de Educación de gran influencia política como Jorge Arrate, Mariana Aylwin, Sergio Bitar y Sergio Molina. Además, Jaime Castillo Velasco tampoco tuvo resultado alguno cuando fue a solicitarle en 1999 al ministro de Educación de la época (José Pablo Arellano), que se incorporara a la educación escolar la edición actualizada de una síntesis del Informe Rettig elaborada por la Comisión Chilena de Derechos Humanos y la Fundación Ideas (Nunca más en Chile. Síntesis corregida y actualizada del Informe Rettig; Edit. Lom, 1999).
Ni siquiera los gobiernos de la Concertación introdujeron en el currículum escolar una asignatura de derechos humanos. Solo se formuló dicho tema como uno de los “objetivos transversales” de la educación escolar; lo que en la práctica –y teniendo en cuenta la falta de atribuciones reales con que quedó el Ministerio de Educación a partir de la dictadura- dejó su desarrollo (o más bien la falta de él, como ha sido en realidad) a discreción de la autoridad de cada establecimiento educacional.