Diciembre 7, 2024

Los tangos del señor embajador Ampuero

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ampuero500México DF.- En toda época se ha visto a muchos escritores, poetas e intelectuales  haciendo musarañas al poder de turno, de tal modo que ciertas conductas ya no llaman la atención.

 

Es relativamente conocida la novela de Roberto Ampuero, nuevo embajador de Chile en México,  “El último Tango de Allende”. Al respecto es bueno que se sepa que  el autor fue en sus años mozos un flamante militante de la izquierda chilena, primero comunista y luego mapucista, en fin, que realizó un amplio recorrido por diversos partidos políticos. Esto no es curioso ni es el único caso. Lo curioso es que hoy desempeñe el cargo de embajador de un gobierno de derecha como lo es el de Piñera.


Pero también es conocido que Ampuero posee tantos botones de mandarín como son necesarios para el cargo en cuestión. Consecuentemente con ello acaricia a sus patrones escribiendo a su gusto un libelo sobre Allende.


Lo primero que llama la atención es su título, que posiblemente ha sido pensado considerando al tango como algo ligero, dramático en extremo, o cercano a un dramón. Primera falta de respeto, debida a la ignorancia, al atribuirle semejante significado al tango, declarado “Patrimonio Cultural de la Humanidad”, y que sugiere la necesidad de que el embajador se instruya al respecto. Pues el señor Ampuero actúa como señala André Guide que hace alguna gente en los hoteles: limpiarse los zapatos con las cortinas.


El autor de la novela sostiene, ni más ni menos, que Salvador Allende se inventó “tangos” o dramones  en su vida, como por ejemplo el  morir defendiendo la decencia e integridad humana en el Palacio de La Moneda de Santiago de Chile.


Así las cosas, Ampuero, embajador de la derecha chilena, seguramente piensa y expresa que “otros tangos” de Allende fueron creer en “el socialismo a la chilena”, en la nacionalización de las riquezas básicas, el resguardo de los recursos naturales, en la educación gratuita para todos los niños y jóvenes chilenos, en la soberanía nacional, en la construcción de la Patria Grande que es América Latina, en la emancipación de los jodidos, etc.


Y aquí deja caer el embajador esa frasecita aparentemente tan condescendiente, bondadosa y justiciera pero que pretende minimizar el papel revolucionario que desempeñó Allende  y el ejemplo de su conducta para los pueblos. Describe  Ampuero a Allende,  cavilando antes de morir en La Moneda, convertido en un ser humano “con sus sensibilidades, sus temores, sus sueños, su sensación de fracaso: y ese personaje es mucho más grande que el político”.


No cabe duda que hay que ayudar a Ampuero a rectificar y señalarle que lea o escuche el mensaje de Allende el día del golpe, ese de….”se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre….” Y que luego explique debidamente cómo es posible que esas palabras de despedida que Allende ofrece a los trabajadores y a los pueblos del mundo expresen  su sensación de fracaso.


Lo que propone el señor embajador es que hay que olvidar al revolucionario, al hombre  que impulsó la lucha por la justicia para todos, para que nadie se muera de hambre ni de enfermedades curables, al que enseñó que la riqueza insolente y la felicidad de unos pocos en el capitalismo, se sostiene necesariamente en la miseria, el dolor, la tristeza, la humillación, y en la explotación ejercida por esos pocos sobre los jodidos del mundo, sobre los de abajo. Y entonces aplaude “al personaje que es mucho más grande que el político”.


Es indudable que la cultura busca horizontes más amplios y profundiza en la fecundidad creadora, pero no en la abyección. De ahí que nadie pueda pedirle a la historia un producto puro y por lo tanto aburrido pero no obstante, en literatura es válido “pedirle peras al olmo”, y en eso se está.


No, señor embajador. Salvador Allende no es un personajillo de novela. Es un hombre extraordinario y consecuente hasta el final, que vive entre los pueblos del mundo  e inspira a todos los latinoamericanos.  No le falte usted el respeto, que no puede ser utilizado para satisfacer vanidades ajenas.  

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