El liderazgo de la Concertación debiera explicarle también a sus bases y al país porque las revelaciones de la Comisión Rettig, en lugar de constituir un paso hacia la justicia y una auténtica reconciliación, pretendieron usarse como paliativos para escamotear la sanción de los crímenes contra la humanidad allí consignados.
De partida, la propia creación de la Comisión Rettig tuvo que vencer –de acuerdo a Ascanio Cavallo- la oposición que Edgardo Boeninger y Enrique Correa (ministros de la Secretaría General de la Presidencia y de Gobierno, respectivamente) le plantearon a Aylwin, en el sentido que “creará más dificultades, que es un riesgo muy grande, que la cosa se puede desbordar” (La historia oculta de la transición; Edit. Grijalbo, 1998; p. 20). Luego, en una cena en que el general Jorge Ballerino invitó a Boeninger y Correa, el Ejército representó su malestar por la creación de la Comisión, enfatizando que “lo peor que podría ocurrir es que identifique responsables… Correa y Boeninger asienten: les parece que éste es el mensaje central de la reunión… la ‘verdad innominada’ será la frontera. No hay más que decir” (Cavallo; pp. 21-24).
Además, la propia denominación oficial de la Comisión (de Verdad y Reconciliación) indicaba implícitamente que con ella se pretendía escamotear la justicia. En la misma línea se expresó el Presidente del Senado, Gabriel Valdés, cuando poco antes de la emisión del Informe de la Comisión expresó: “Yo no tengo ninguna duda de que el Informe va a ser conocido por el país, por las Fuerzas Armadas y no va a pasar nada. El país va a saber más verdades. Las verdades en que estuvimos todos. Creo que es un paso fundamental y después de eso vendrán los necesarios acuerdos, porque este año tenemos que aclarar la verdad, pero también dentro del año poner punto final” (La Tercera; 4-1-1991); y que 1991 “debe ser el año de cambio de hoja, tanto para conocer la verdad de lo ocurrido con los derechos humanos conculcados, así como para preparar el advenimiento de la reconciliación nacional” (El Mercurio; 20-2-1991).
Por otro lado, el Presidente del PS, Jorge Arrate, que tan enfáticamente había reiterado, hacía poco más de un mes, su posición a favor del retiro de Pinochet, señalaba ahora que su permanencia en la Comandancia en Jefe “es un tema que está resuelto por la Constitución y en manos del Presidente de la República y del propio Comandante en Jefe del Ejército. Nosotros no intervenimos en atribuciones que son exclusivas del Presidente o del Consejo de Seguridad Nacional” (Las Ultimas Noticias; 23-1-1991).
Asimismo, senadores de Gobierno y oposición –Sebastián Piñera (RN), Ignacio Pérez (RN), Laura Soto (PPD) y Máximo Pacheco (PDC)- comenzaron a preparar una “Propuesta para la Paz en Chile”, con el objetivo de neutralizar los efectos confrontacionales que se suscitarían con las revelaciones del Informe en el mes de marzo. Ella cristalizó en febrero en un documento suscrito por todos los partidos con representación parlamentaria, con excepción del PPD, que señalaba que “la tarea de la reconciliación entre los chilenos debe sustentarse en la verdad y la justicia. El país necesita conocer la verdad de lo ocurrido para, a partir de ella, comenzar a restañar las heridas. No basta con una verdad parcial, sino que se requiere enfrentar toda la verdad con sus hechos y antecedentes. Luego vendrá la justicia, en el marco del ordenamiento jurídico (léase, no anulando la ley de amnistía) para sancionar a los culpables y declarar la inocencia de quienes corresponda” (El Mercurio; 9-2-1991).
Sin embargo, quienes con mayor claridad expresaron la intención gubernativa de que luego de las revelaciones del Informe se abandonara la búsqueda de justicia, fueron el Ministro del Interior, Enrique Krauss, y el Subsecretario de la cartera, Belisario Velasco. Este último afirmó a comienzos de febrero que “lo que el Gobierno espera, como conclusión de este informe, es que precisamente con el conocimiento de la verdad haya reconciliación en el país” y que “Chile necesita un perdón generoso para que haya reconciliación en el país” (La Epoca; 4-2-1991).
A su vez, Krauss expresó a mediados de febrero en un artículo periodístico que “entendiendo que la justicia representa básicamente un deber social primordial, es importante desechar la idea de que a través de ella lo que se pretende es la venganza (…) En el esquema natural de las relaciones entre los hombres no es la única forma de indemnizar los padecimientos de que se ha sido víctima reproducirlos en el ofensor. El legislador, comprendiendo la necesidad de recomponer la trama de la relación entre los hombres, ha concebido formas indirectas que cumplen el mismo propósito. Se trata de reivindicaciones de orden moral, que se proyectan incluso al plano financiero, gracias a las cuales los ofendidos encuentran una satisfacción justificada, necesaria y respetable de los agravios soportados. De esa manera, no sólo se sanciona a quien ha quebrantado la norma básica de convivencia, sino también se calma la asignación de justicia concebida como una necesidad socialmente compartida”. Y terminó concluyendo que “en los momentos claves que se empiezan a vivir y en que el Presidente de la República debe cumplir con una seria responsabilidad, voluntariamente aceptada, en orden a generar las condiciones de reencuentro y reconciliación entre los chilenos, es conveniente recordar esta concepción elemental en virtud de la cual la justicia no tiene solamente un sesgo reivindicativo. La justicia también es alcanzable por vías reparadoras indirectas y, en esa perspectiva, las fórmulas de solución para el doloroso y dramático trance de los derechos humanos en nuestro país pueden tener un amplio campo de desarrollo y concreción” (Las Ultimas Noticias; 17-2-1991).
Es decir, Krauss racionalizó el abandono programático de los objetivos de justicia, ideando conceptos inéditos y estrafalarios como el de “justicia-justicia” (reparación material a las víctimas) y de “justicia-venganza” (sanción efectiva a los victimarios)… Podría decirse que, al menos, ya no se blandía el tramposo argumento de que aunque se quería, no se podía anular el decreto-ley de autoamnistía porque no se tenían las mayorías necesarias; que -no nos olvidemos- habían sido solapadamente regaladas por el liderazgo de la Concertación en el marco de la negociación constitucional de 1989…