La crisis financiera europea no tiene fondo y apunta hacia el cumplimiento de las predicciones más extremas, aquellas censuradas por la gran prensa y negadas, cual comentario insano, por financistas y gobernantes. Pero en un mundo enloquecido, controlado por los mercados y toda laya de especuladores, las únicas posibles verdades hay que sondearlas entre algunos académicos honestos, entre activistas e imparciales observadores. En la superficie, en los medios de comunicación corporativos, la información fluye con el mismo sesgo e interés que un aviso publicitario.
El curso que ha seguido la maraña financiera es mantener, por el tiempo que sea posible, un modelo que ha favorecido de forma inmensurable a las grandes finanzas y corporaciones. Mantenerlo a costa de lo que venga, que son alzas de impuestos a las personas, recortes salariales, eliminación de todos los beneficios sociales y represión, hasta el momento dosificada. Mantenerlo, si cabe, a costa de la clausura de toda la economía.
Es eso precisamente lo que vivimos en estos días. Si el tosco y desteñido discurso oficial intenta enmascarar la catástrofe económica con más y más endeudamiento, hay otras fuentes que revelan el inminente colapso global. Todas las miradas más o menos agudas están observando no solo el hundimiento de una variante extrema del capitalismo, sino de algo aún más pesado: el sistema capitalista mismo, por lo menos en su versión original occidental, aun cuando también ya comienzan a llegar oscuras noticias desde China. Lo que hace décadas, incluso años, parecía un delirio anticapitalista, hoy se destapa como una rara y cruda realidad.
Las políticas oficiales están cristalizadas y sus gestores enceguecidos. El poder financiero, fundido con el poder político, ha cooptado también a los mismos Estados burgueses. La institucionalidad es una extensión de los poderes más ocultos que se resisten a cualquier merma, modificación y suspensión. El poder financiero, que ha buscado su amplificación bajo el discurso del crecimiento económico y el progreso, hoy, extraviado por su propio fracaso, sólo busca la supervivencia. Lo hará aun cuando en el proceso destruya al cuerpo económico y a todo el tejido social.
Este proceso podemos observarlo en el sentido maldito que tienen los rescates financieros, los que degradan a rescatadores y rescatados. El poder financiero, imbricado por todas las ranuras políticas y económicas, es como un virus que sólo vela por su propio beneficio. A corto plazo, enferma al sistema económico y productivo, a todos los trabajadores y ciudadanos; a mediano plazo, lo hará con los mismos Estados.
Tenemos el ejemplo inmediato de la crisis europea. ¿Cuál es el destino de los rescates financieros a los países del sur de Europa? Simplemente, sostener una banca insolvente. ¿Quienes han de pagar esos rescates? Todos los ciudadanos europeos, incluso los griegos, portugueses y españoles a través de sus impuestos o mediante recortes salariales y eliminación de la seguridad social: políticas públicas para mantener un statu quo económico que favorece al sector financiero.
Esta es la primera degradación. La otra tal vez tardará un poco, pero sin duda llegará. Los recortes salariales y las alzas de impuestos debilitan el consumo y la producción, lo que coloca en un círculo vicioso recesivo a la economía supuestamente rescatada. Algunos observadores y organismos ya le han dicho a la Unión Europea y Alemania que detengan los rescates, aun cuando ya ha aparecido en el horizonte un nuevo candidato. Si Italia sigue el mismo rumbo que España, lo que es bastante posible, el problema ya no estará solamente entre los rescatados, sino en el rescatador.
Cuando el gobierno español quiso convertir el salvavidas financiero que le entregaba la Unión Europea en un gran triunfo, mucha gente sabía que aquello era un engaño, una gran mentira. Lo dijo de inmediato el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz, para quien la “economía vudú” o la magia no resulta cuando no se tiene un proyecto de saneamiento económico. Tampoco le creyó a los españoles el ministro de Hacienda chileno, Felipe Larraín, y ninguno de los zorros y aves de rapiña de los mercados financieros. A las pocas horas del rescate, el riesgo país español siguió subiendo.
El problema financiero de occidente no tiene salida. Cuando Stiglitz habla de la “economía vudú” se refiere también a políticas económicas que han demostrado reiteradamente su fracaso. Es cosa de ver qué ha pasado con la economía estadounidense después de los gigantescos rescates a los bancos de inversión en 2008. Lo que hacen esos gestores económicos es administrar una especie de bestial bicicleta financiera que oculta la falta de producción y empleo. Puro ilusionismo que puede desaparecer, así como un resplandor en el aire, de la noche a la mañana.
Aquí todo se viene abajo. Es un asunto de tiempo. Desde el fin de la segunda guerra mundial Europa no vivía una degradación como la que hoy padece, una percepción que también comparten los estadounidenses. Hay desencanto y frustración con un sistema económico incapaz de cumplir con sus promesas. Se está sin trabajo, sin dinero, llenos de deudas. Sin un presente y, lo que es aún peor, sin esperanza en un futuro.
Cuando los financistas y oficiantes del mercado dicen que hay bancos demasiado grandes para dejarlos caer, lo que hacen es infundir miedo en los gobiernos y ciudadanos sobre un eventual caos económico y político. Pero cuando el sistema capitalista no tiene ya mucho más que ofrecer, cuando acumula deudas y dolor, lo mejor es abandonarlo antes que el estallido sea demasiado grande. La sanación económica será difícil, pero aún más lo será la gran conflagración.
PAUL WALDER
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 760, 22 de junio, 2012