El ex agente de la CNI, Carlos Herrera Jiménez, acusado a doble cadena perpetua por dos asesinatos, no ha hecho nada nuevo al acusarse de haber sido un tonto útil para ejecutar “miserables homicidios dispuestos por torpes jefes militares”, contra “personas (que) nunca fueron traidores a la patria, sino que sólo pensaban distinto”.
Agrega que los “que dieron las órdenes y hasta hoy esconden la cara”.
Nada nuevo bajo el sol. Herrera fue un militar envilecido usado por mandos cobardes que luego de haber usado esas carnes de cañón, lo dejaron a su suerte, mientras ellos, viven en la más completa libertad e impunidad.
Pero mientras Herrera fue un heroico agente secreto, creyó tener el mundo en sus manos cuando se desplazaba en sus automóviles de vidrios polarizados, con placas que abrían todas las puertas y armados hasta los dientes.
Eran los tiempos de gloria de ese grupo de humanos que se envileció hasta el genocidio, envalentonados por las arengas patrióticas y guerreras de sus mandos. Hoy, con el estímulo terrible de sentir dos cadenas perpetuas sobre los hombros, Herrera dice algo que sólo algunos tontos no saben: de la cobardía de sus superiores, de la inocencia de sus víctimas, de sus crímenes encubiertos como acciones gloriosas del Ejército jamás vencido.
Hoy, él y varios de sus compañeros, lamentablemente no todos, enfrentan condenas de prisión como los chivos expiatorios que sus jefes heroicos enviaron al altar de los sacrificios para seguir gozando ellos de plena impunidad.
Nada nuevo en la historia de los criminales que alguna vez constituyeron los servicios de seguridad, el feroz brazo exterminador de los generales, los grandes empresarios y los políticos solapados.
Es el futuro que le espera a Peña.
Tarde o temprano, quienes han utilizado su supuesta sagacidad investigativa, que no es otra cosa que una trastocada manera de entender el trabajo judicial, será dejado a la vera del camino por los que un día lo adularon, financiaron y encubrieron para hacer el trabajo fino de la represión.
No va a pasar mucho en que nos enteremos que Peña ha quedado en la más despampanante cesantía. Su figura, transformada en el epítome de la operación sucia, del montaje cobarde, de la acción subrepticia, no querrá ser vista ni de cerca por aquellos que sirvió hasta ahora. Hasta no mucho más.
Es que Peña no ha considerado que él con su corta figura no es parte de Ellos. Es no más que un funcionario que estuvo en el momento menos preciso en el lugar menos adecuado.
Y, con la falta que tiene de reconocimiento, sucumbió al elogio, a la oferta interesante, a la perspectiva de ser alguien más que un abogado mediocre, un fiscal de tercera.
Peña no sabe, no le alcanzan sus luces, que esos a los que sirve, no lo consideran de sus fueros, de sus alcances genealógicos, ni mucho menos de sus alcurnias y fortunas. Y cuando ya no le sirva a los propósitos que manan de un profundo convencimiento ideológico de que esos que reclaman son el enemigo que hay que destruir, Peña quedará al borde del despeñadero.
Y no habrá sido el primero, ni será el último. Todos los prepotentes en todas las épocas, han necesitado de peñas que hagan el trabajo sucio, sobre todo aquel del que cuesta liberarse de sus máculas.
Cuando llegue el momento de los quiubos, cuando los jefes actuales de Peña sean conminados a decir quien fue, dirán al unísono fue Peña. Y lo que quedará será un reguero de responsabilidades administrativas que no sacan ni una roncha y uno que otro culpable que deberá arrastrar condenas y baldones, entre ellos Peña.