Aunque parezca increíble, por estos días se ha generado una celebración en educación, algo contenida pero celebración al fin y al cabo ¿el motivo?: los resultados de la prueba Simce 2011. Que subió el promedio en matemática y que se estrechó la brecha es lo que repitieron los titulares, seguidos por entusiastas comentarios de las autoridades y de “especialistas” en educación.
Lo curioso es que ambas novedades hacen referencia sólo a datos parciales, focalizados en un sector de aprendizaje y en un nivel de enseñanza, el resto -puntos más puntos menos- es lo de siempre: inamovibles niveles de desigualdad entre grupos socioeconómicos y entre tipos de instituciones, conformando una pirámide de exclusión que pequeños avances no logran revertir. De hecho, al año siguiente nos comunicarán otras buenas noticias –aunque haya bajado lo que antes había subido-; porque con los números siempre se pueden ver cosas favorables. Incluso, a nadie pareciera importarle lo que ocurre con los datos del Simce en Ciencias e Historia, sólo porque aparentemente carecen de relevancia comunicacional.
Sin embargo, el problema de fondo no es ese, no se relaciona con el uso comunicacional de los resultados, sino con la asociación unilateral entre resultados Simce y calidad de la educación, que es lo que está a la base del discurso triunfalista.
Precisamente, el problema tiene que ver con lo que estamos entendiendo por educación y cómo definimos la calidad de esta. De hecho, por la vía de la medición a través de esta prueba, lo que está ocurriendo es el empobrecimiento sistemático de la formación escolar que se les está entregando especialmente a los sectores populares y, con ello, se hace una contribución efectiva a la profundización de las desigualdades sociales y culturales en Chile.
La razón es que la política pública, con los recursos de todos, está avalando la mantención de una situación en que la amplitud formativa presente en los proyectos educativos de los sectores altos de la sociedad, contrasta de manera abismante con la gigantesca restricción que existe en las escuelas de los sectores sociales bajos, una restricción que es cada vez mayor producto de la presión ejercida por el Simce.
Efectivamente, Arriba hay recursos, capital social y cultural, proyectos educativos multidimensionales, personalizados, con equipos multiprofesionales y una basta gama de experiencias educativas. Abajo, hay escases de recursos, bajo capital cultural y social y proyectos educativos que, en pos del Simce, apuestan a lo mínimo, a los resultados en dos pruebas externas, restringiendo significativamente la multidimensionalidad y la potencial riqueza de las otras experiencias formativas.
Hay que señalarlo claramente, arriba, en las alturas, las habilidades funcionales son un efecto derivado del capital cultural disponible, que los proyectos educativos se encargan de mantener y acrecentar, apostando a una formación amplia, con variedad de experiencias y en los más diversos ámbitos. Allí el puntaje Simce es un subproducto, un sucedáneo de la educación que por todos lados reciben; subir o bajar levemente en torno al eje de los 300 puntos, la verdad es que representa un hecho anecdótico.
Abajo, en el mejor de los casos, hay entrenamiento para el desarrollo de habilidades funcionales, sin contexto social, cultural y político, sin reflexión crítica y sin producción creativa, con una clara reducción del currículum en términos de prioridades y una restricción progresiva de las posibilidades de incrementar el capital cultural que traen por nacimiento.
El drama de esto es que bajo el pretexto de acortar la distancia con los de arriba, se limita la vida escolar de los de abajo, desnaturalizando la labor educativa en toda su amplitud, como si alcanzar a los de arriba en el Simce fuera equivalente a conseguir calidad de la educación, cuando en realidad es todo lo contrario. Indiscutiblemente se empobrece la formación cuando se restringe y funcionaliza.
Ya nadie se impacta porque la Jornada Escolar Completa terminó transformándose en un ejercicio de reforzamiento, con más de lo mismo, quitándole tiempo a otras expresiones del desarrollo de los sujetos que, como lo indican los estudios recientes, terminan impactando positivamente en el rendimiento académico. En fin, nadie se escandaliza con la transferencia de cuantiosos recursos públicos al sector privado con este propósito.
Pero no deja de ser sorprendente, a modo de ejemplo, lo que ocurre con Lenguaje y Comunicación. Para responder al Simce, hoy se centra todo en la comprensión lectora, sacrificando la expresión oral y escrita, con lo determinantes que son ambas para el desarrollo integral del lenguaje y para la propia comprensión lectora. Así tratado este sector, la enseñanza y el aprendizaje se limitan a incorporar una habilidad pasiva, puramente receptora, que finalmente sólo asegura la funcionalidad de la conducta cognitiva, sin gatillar la movilización de la cultura de los sujetos y promoviendo el abordaje técnico por sobre la producción de sentido.
De ese modo, la comprensión lectora –y la educación escolar- queda puesta al servicio de un orden social que no tendría porqué motivar necesidades de cambio. Así, esta suerte de ideología de la comprensión lectora, se constituye en los hechos en una estrategia de la elite para producir un comportamiento social en el que se garantice el cumplimiento de las instrucciones y funciones que la vida socio-laboral requerirá para amplios sectores de la población, sin mayor cuestionamiento ni problematización. Es la eficacia escolar, como realización de lo técnico sin negociación del sentido sobre las finalidades que se deben buscar como sociedad. Esa es la calidad de la educación que se promueve, aquí pareciera estar la razón de la fiesta: que finalmente habrá cientos de miles de niños que a futuro puedan “comprender” las instrucciones, en un orden social naturalizado eclipsado por el espejismo de la movilidad social.
Porque pretender que la reducción en promedio de unos puntos los resultados de esta prueba es sinónimo de reducción de la brecha social, es una mera conclusión publicitaria, sin ningún sustento o simplemente una broma macabra.
No abordar la convivencia, la ciudadanía y la reflexión crítica del mundo en que vivimos, mientras gana la intolerancia, la homologación cultural, la estigmatización, la violencia y la exclusión, es renunciar a un mínimo de calidad educativa. Ese es, finalmente, el proyecto de país por el que nos quiere conducir la educación instrumental, para después vender diarios con las catarsis colectivas que producen los propios horrores de una educación al servicio de una minoría.
Miguel Caro R.
Profesor
Director de Educación Universidad ARCIS