Cuando el 19 de enero el FBI en coordinación con otras policías cerró el sitio de descargas Megaupload y detuvo a sus operadores la guerra del ciberespacio entró en una nueva etapa. De la amenaza al ataque selectivo. El sitio cerrado era utilizado por millones de usuarios en el mundo para subir y descargar música, programas y películas gratuitas. Una acción policial, pero coordinada desde el establishment político y judicial estadounidense a favor de sus grandes corporaciones de la industria cultural, un área que aún controlan capitales norteamericanos.
Esta acción inicial estuvo ayer complementada con la detención en Santiago de un estudiante de Arte de la Universidad Católica por subir películas a un sitios de descargas argentina. La denuncia, dijo un inspector de la PDI, viene de la filial chilena de la multinacional del espectáculo HBO.
Las acciones policiales son un mensaje de sus auspiciadores: persigue, detiene y procesa el FBI y sus clones en países acólitos de Estados Unidos a los operadores de los sitios y aterroriza a otras webs similares, que han comenzado a desconectar sus servicios de descargas. La denuncia es violación a los derechos de autor, que habría redundado en pérdidas millonarias a sus propietarios, principalmente la industria de Hollywood.
Es lo que la industria tipifica como piratería, que es el robo de la propiedad intelectual. Sucede con los medicamentos patentados y con cualquier artículo de marca pirateado, que en nuestro país la PDI requisa con frecuencia. Pero la industria cultural tiene otras consideraciones que le impiden ser normalizadas como un producto o servicio comercial más, discusión que también se extiende a los medicamentos o, por cierto, a las mismas semillas y los alimentos. Si en estos casos atendemos a una tensión entre comercio y derechos humanos básicos como la salud y la alimentación, en el caso de la cultura, su comercialización se estrella con la libertad de expresión. Al patentar toda la creación humana estamos asistiendo a un freno a la comunicación, al mismo habla, hoy canalizada por múltiples medios electrónicos. El uso personal y compartido de un filme, de una pieza musical, de un verso patentado, incluso de una noticia, estaría vulnerando los derechos comerciales inscritos desde los fundamentos de la Organización Mundial de Comercio a los diferentes TLCs.
Chile es uno de los pequeños pero tenaces asistentes neoliberales que tiene Estados Unidos en América Latina, condición que quedó sancionada con la suscripción del Tratado de Libre Comercio. Bajo este documento, que obliga a la adaptación progresiva de la institucionalidad local a la voluntad comercial de las grandes corporaciones norteamericanas, la piratería debiera ser perseguida y erradicada, situación que para las empresas es aún insuficiente.
Pese al cierre de Megaupload, el entramado legal aún no está maduro. Así es como en enero el Congreso estadounidense hizo público su respaldo a leyes más potentes contra la piratería. Una es la llamada Stop Online Piracy Act (Alto a la Piratería en Línea, SOPA por sus siglas en inglés) y la ley de Protección a la Propiedad Intelectual (PIPA). Con esta dupla, el temor y la censura apagarían internet.
Hacia finales de enero ocurrió algo sorprendente: sitios gigantescos, tanto en usuarios como en capitales, se sumaron a una campaña mundial contra la aprobación de estas leyes. Google, Facebook, Wikipedia y muchos otros o desconectaron sus servidores o colocaron carteles de protesta en sus portales. No es que Google o Facebook defiendan per se la libertad de expresión: simplemente es su negocio.
Tras el rechazo de estos mega sitios el Congreso estadounidense dijo que congelaría los proyectos. Pero no se trata de una marcha atrás. La industria cultural y sus asesores sondean otros caminos, como lo es la intrincada red de TLCs bajo el alero de EE.UU. La ONG Derechos Digitales denunció negociaciones del gobierno chileno para suscribir el Acuerdo de Asociación Transpacífico, un tratado de libre comercio en el que aparece Chile. Bajo este paraguas legal, se reproduciría a nivel local algunas de las peores amenazadas de SOPA.
Pero no todo está dicho. Con leyes como estas, la censura política se diluye en la brumosa línea que la separa de la comercial. Esta legislación sería el perfecto argumento para el cierre y persecución de expresiones políticas incómodas en la red. La redada hace unas semanas contra activistas de Anonymous en varias capitales del mundo, varios de ellos en Santiago, inaugura esta nueva forma de acoso y caza de las corrientes libertarias.
PAUL WALDER
Una versión de esta columna fue publicada en la revista Punto Final