
“Chile es una república unitaria”, nos enseñaban en las clases de Educación Cívica en la escuela. “Unitaria” suena ciertamente mejor que lo que la estructura político-administrativa realmente es: centralizada. Éste, como muchos supuestos que los chilenos aceptamos mansamente por generaciones, la rebelión ciudadana en Aysén está hoy echando por tierra. Y a todo eso debemos decir ¡enhorabuena!
Naturalmente la centralización de las instituciones del Estado no se da así porque sí, factores económicos, de pugna de poderes y predominio de unos sectores sociales y regionales sobre otros llegan a determinar la estructura que resulta más funcional a los intereses en juego. Cuando se produjo el proceso independentista, Chile, como otros países de la región, se vio confrontado también a la disyuntiva entre adoptar una forma federal o unitaria, aunque la alternativa federalista en verdad nunca llegó a concretarse por la simple razón que los polos regionales capaces de desafiar el predominio de Santiago no eran suficientemente fuertes. Concepción fue uno en esos comienzos. Luego en 1828 el líder liberal José Miguel Infante llegó a dictar una constitución federal. La contrarrevolución conservadora de José Joaquín Prieto y la acción de Diego Portales finalmente dieron su golpe de gracia a los intentos federalistas, imponiendo la constitución de 1833 de claro sello centralizador. Aunque más tarde en el mismo siglo 19 hubo desafíos al predominio santiaguino principalmente de Copiapó que llegaría a ser un importante centro de actividad minera, la centralización se impuso sin mayor contrapeso hasta nuestros días.
La cuestión sobre si el Estado debería ser federal o unitario fue motivo de sangrientos enfrentamientos civiles en la vecina Argentina en cambio. Al final el sistema federal fue adoptado en aquel país, como también en Brasil, México y otros pocos países latinoamericanos, aunque en los hechos esos estados terminaron siendo también tremendamente centralizados y su ciudad capital monopolizando el poder económico y político. Argentina es un buen ejemplo de ello, Raúl Scalabrini Ortiz en su Historia de los ferrocarriles argentinos, explica como la red ferroviaria fue construida de manera de converger sobre la capital dejando incomunicadas a provincias vecinas en función del modelo exportador de granos y carnes desde el interior a través de la metrópolis porteña.
El centralismo en la estructura política latinoamericana también respondía a condicionantes sociales, el centralismo de Lima por ejemplo, reflejaba el contraste de la costa—preferentemente blanca o mestiza—versus la sierra indígena. El centralismo de Buenos Aires retrataba la dicotomía entre la ciudad-puerto, blanca, mirando a Europa, mientras daba sus espaldas al interior mestizo e indígena.
Bien se puede decir que las estructuras federales en América Latina siempre fueron débiles, porque prácticamente vinieron “desde arriba”, desde las negociaciones que caudillos regionales podían imponer, pero sin un real soporte en la base misma de las poblaciones que constituirían los nuevos países. El estado central de algún modo existía antes que las regiones. Todo lo contrario de la experiencia de los estados que se constituyeron en América del Norte, Estados Unidos y Canadá, donde en verdad fueron los poderes regionales (estados en Estados Unidos, provincias en Canadá) los que dieron vida al estado central. En el caso de Estados Unidos, ello fue producto de la necesidad que las trece colonias tuvieron en 1776 de unir sus esfuerzos para enfrentar al poder militar del Imperio Británico; en el caso de Canadá en 1867, como producto del esfuerzo de las cuatro provincias originales de unirse para evitar ser absorbidas o invadidas por su vecino del sur. En estos dos casos el federalismo vino desde abajo, desde las necesidades—militares, económicas u otras—tal como eran percibidas por la población en esa coyuntura histórica. Y por eso mismo en estos dos países el sistema federal o la descentralización ha operado relativamente bien. Lo que no ha sido el caso en América Latina.
Pero los aires descentralizadores ciertamente empiezan a cambiar todo eso y el caso chileno no puede estar al margen de ese ambiente general por dar mayores atribuciones a los niveles regionales y locales de gobierno.
En cierto modo, como algunos han apuntado, el fenómeno de la globalización puede algo tener que ver en todo esto, no como causante, pero sí como elemento coadyuvante al proceso. En efecto, el estado-nación, la configuración moderna del Estado que data más o menos de los tiempos renacentistas, después de la Segunda Guerra Mundial se ve amenazado, por así decirlo, por dos factores, uno externo: la fuerza de la globalización misma que con sus organismos supranacionales, el poder de las transnacionales y la imposición de reglas internacionales como el libre comercio por ejemplo, ha socavado los poderes soberanos del Estado. El otro factor sería interno, y se referiría a la irrupción—con mucha fuerza—de poderes regionales, a veces basados en aspectos nacionales o étnicos: vascos, catalanes, gallegos y otras minorías nacionales reivindicando sus derechos culturales y lingüísticos aplastados por la dictadura franquista y también por el poder central castellano; los escoceses y en menor medida los galeses reclamando parecidas reivindicaciones culturales al interior del Reino Unido, o, en el caso escocés, contemplando incluso separarse y constituir su propio estado soberano; o aquí en Canadá, el sentimiento—hoy en decadencia pero no necesariamente muerto—de quienes quisieran separar a Quebec del resto del país en base fundamentalmente a diferenciaciones culturales y étnicas con la mayoría anglo-sajona-céltica.
Es interesante hacer notar que en Europa en general, es la estructura centralizada la que predomina (en Europa occidental las únicas excepciones serían Suiza, Alemania, y de algún modo por razones lingüísticas y culturales, Bélgica), pero sentimientos regionalistas se empiezan a hacer sentir no sólo en España y Gran Bretaña—donde las dirigencias políticas han abordado el tema haciendo concesiones: creación de comunidades autónomas en España y restauración de un parlamento, aunque con facultades limitadas en Escocia, y una asamblea legislativa aun más limitada en Gales—sino también en un estado con un altísimo grado de centralización como Francia.
En algunos casos este clamor de descentralización puede provenir de “naciones sumergidas” como se las ha llamado, dentro de las cuales podría perfectamente incluirse a las minorías indígenas de Chile, los mapuches, los rapa nui y los aymaras del norte. En otros casos puede tratarse de intereses económicos regionales. Recuérdese que hasta hace unos años el gran clamor en Bolivia provenía de la rica región de Santa Cruz que junto a otros departamentos de ese país demandaba autonomía e incluso llegaba a amenazar con separarse, un poco al estilo de Quebec. El gobierno del presidente Evo Morales abordó ese potencial conflicto muy hábilmente, nunca oponiéndose a la idea de la autonomía, pero sí extendiéndola a las naciones indígenas en cada territorio departamental con lo cual diluyó la tendencia centrífuga de los poderes sociales y económicos a nivel departamental.
Cuando aquí en Canadá el separatismo quebequense también vio crecer su apoyo, la población aborigen de la provincia hizo ver que si el electorado blanco votaba a favor de la separación, los indígenas también tenían derecho a votar por separarse de un Quebec separado. Lo que por cierto introducía un interesante aunque complejo nuevo elemento en la ecuación. Lo que habla también que todo este proceso de reestructuración de los poderes y atribuciones del gobierno central y las regiones puede ser mucho más complicado que lo que puede verse a primera vista.
En el caso chileno, excepto por las demandas de mayor autonomía del pueblo (nación) mapuche, la crítica al centralismo no se origina en factores étnicos sino más bien en las condiciones que históricamente el centro político ha impuesto al resto del país. El caso de Aysén, es sencillamente la expresión más evidente y objetiva de cómo el centro político y económico del país se beneficia de las materias primas y si el proyecto Hidro Aysén es finalmente llevado a cabo, de los recursos energéticos de esa región, sin dejar mayores beneficios allí para sus habitantes, los que por el contrario, tienen que soportar situaciones de altos precios para sus alimentos y para el combustible, esto último a pesar que en la región vecina se produce petróleo y gas natural. Eso además que por sus condiciones geográficas la región sufre notables condiciones de aislamiento respecto del resto del país.
En cierto modo en la relación entre el centro político y administrativo de Chile (la Región Metropolitana) y el resto de las regiones se reproduce el modelo que caracteriza a la relación entre las potencias dominantes y las áreas periféricas del planeta. Como en ese tipo de relación, las regiones periféricas de Chile sufren también un considerable deterioro en los términos de intercambio. Aysén es probablemente el caso más emblemático en este sentido, ya que sólo cabría preguntarse adonde van a parar los beneficios de la industria pesquera ubicada en esa región para darse cuenta de este fenómeno. De aprobarse y finalmente construirse las represas hidroeléctricas en esa región esa situación de abierta explotación de recursos de un área del país para el notorio beneficio de otras se haría aun más obvio.
El esquema centralizado está en crisis, pero como es también el caso de la educación y otros aspectos que los movimientos sociales han estado poniendo en el tapete en el último tiempo, la solución integral al problema sólo puede venir con una reforma completa al sistema administrativo chileno, lo cual requiere—el lector ya lo puede adivinar—un cambio de constitución.
En efecto, la constitución pinochetista de 1980 en lo que hace a estructura político-administrativa simplemente siguió el modelo centralizador existente en la ley fundamental de 1925 la que a su vez lo heredaba de la constitución conservadora de Mariano Egaña de 1833. La dictadura reestructuró el país en base a regiones, las que a su vez fueron divididas en provincias y estas en comunas, eliminándose por superfluos los antiguos departamentos y subdelegaciones, lo cual a decir verdad introdujo una forma más racional de administración. Pero siendo por definición centralizador, el régimen militar no iba a dotar a las regiones con más atribuciones que las que antes de 1973 tenían las intendencias provinciales, es decir, ser meras extensiones burocráticas del poder central.
Bajo el gobierno de Ricardo Lagos y luego bajo el de Michelle Bachelet se plantearon iniciativas tales como la creación de parlamentos regionales (en la actualidad existen los llamados consejeros regionales pero cuya función no parece clara) o la elección popular de los intendentes regionales, en lugar de ser designados por el presidente de la república como establece la constitución actual.
De concretarse—ya lo digo que requeriría de una enmienda a la constitución—serían medidas que contribuirían a darle el grado de autonomía necesario para el desarrollo de las regiones. Como la actual constitución pinochetista sin embargo requeriría tantos cambios, es evidente que al final lo más racional es no seguir parchándola como si se tratara de un viejo neumático, sino derechamente ir a la redacción de una nueva constitución mediante el mecanismo de una asamblea constituyente donde puedan estar representados de manera democrática los intereses de las distintas regiones, no sólo a través de sus parlamentarios sino a través de constituyentes que representen directamente a los movimientos sociales en cada región.
Por cierto algunos sectores más conservadores (incluso en las filas de la actual oposición) probablemente no querrán ir muy lejos en esto de la descentralización. Objetarán por ejemplo, que un sistema donde las regiones puedan tener sus propias fuentes de ingreso necesariamente va a resultar en desigualdades entre regiones con elevados ingresos (como las que se beneficiarían de los yacimientos mineros) contra otras que no tendrían tales ingresos y que serían por eso mismo más pobres (regiones como Chiloé), un estado unitario estaría mejor posicionado para distribuir los recursos de manera más justa alegan estos sectores. Bueno, el ejemplo de Chile en este mismo instante desmiente esa aseveración. Tras doscientos años de existencia el estado chileno ha beneficiado considerablemente a su centro político y financiero por sobre las regiones periféricas. El argumento de la desigualdad de recursos se desmiente fácilmente con la puesta en marcha por parte del gobierno central de mecanismos de compensación, por ejemplo aquí en Canadá el gobierno federal que es que recolecta la mayor parte de los impuestos directos e indirectos, asigna a través de un fondo de compensación lo que aquí se llama “equalization” (no exactamente “igualación” sino más bien “equiparidad”) por la cual se transfiere a las provincias y territorios una cierta cantidad en proporción a los habitantes y en directa relación a lo que ciertos servicios cuestan en cada región, de modo que al final en cada provincia o territorio, cada niño que asiste a la escuela o cada persona que necesite atención médica pueda recibir un servicio de similar calidad. Un similar sistema de compensación, una vez establecida la descentralización, puede implementarse en Chile, después de todo, la descentralización no significa que el gobierno central pase a quedar sin funciones. Justamente una de ellas debería ser la de adjudicar esos recursos de equiparación de acuerdo a criterios estadísticos objetivos y verificables claro está.
Hay quienes objetaron en su momento la propuesta de establecer parlamentos regionales aduciendo que sería muy caro y que además no habría suficiente gente con la capacidad para ejercer esos cargos en las regiones. Por cierto la primera objeción es puramente monetaria, pero la democracia cuesta dinero, en todo caso los beneficios de tener un sistema de asambleas regionales superan las dificultades de su costo. Por lo demás en este mismo instante los ministerios y actuales intendencias han establecido también costosas estructuras burocráticas sobre las cuales ni siquiera hay un suficiente control. Respecto de la segunda objeción no sé si ni siquiera valga la pena responderla: uno mismo ve en estos días a los dirigentes de la protesta social en Aysén, gente de trabajo, gente comprometida con su región, pero además, gente con un discurso muy bien articulado. ¿Quién dice que solamente los políticos educados en la capital o en las grandes ciudades pueden asumir responsabilidades de dirección? Estoy seguro que muchos de esos voceros de la movilización social aysenina en un futuro podrían ser muy buenos dirigentes o parlamentarios en una estructura autónoma de gobierno regional, si así lo quisieran.
Un genuino proceso de regionalización, que sea consagrado en una nueva constitución debe romper también con algunos conceptos e intereses centralizadores en otras áreas de la sociedad. En estados federales como Canadá o Estados Unidos, aquellos servicios que están más cercanos a la ciudadanía como la salud y la educación son de responsabilidad de las provincias o estados respectivamente, en Chile ellas deberían corresponder a las regiones.
Esto es importante porque como digo puede contradecir algunos patrones de pensamiento aun centralizadores. En otras palabras, no es posible reconstruir un Servicio Nacional de Salud como existió hasta que la dictadura lo desmanteló ni tampoco volver a un centralizado Ministerio de Educación, desde cuyas oficinas en la Alameda se decidía de los nombramientos de profesores y administradores, de los programas de estudio y hasta de las adquisiciones de mobiliario para las escuelas y liceos desde Arica a Punta Arenas, con los consiguientes errores, retrasos burocráticos y no pocas intervenciones abiertamente corruptas.
Por cierto se pueden establecer programas nacionales en salud como el AUGE o sistemas de atención también nacionales como FONASA, pero la provisión de esos servicios y la contratación y regulación de los agentes que lo proporcionen, debería estar en manos de las regiones. ¿La razón? Tratarse de un nivel de gobierno más cercano a la gente, a un grado más pequeño y por lo tanto más focalizado, aunque por otro lado más grande que el nivel municipal como es ahora, lo que permitiría proyectar políticas a una escala mayor pero a su vez reflejando las especificidades de la respectiva región.
Estas últimas razones también fundamentan que la educación quede en manos de los gobiernos regionales. Decididamente la municipalización no funciona, como bien lo han hecho notar las movilizaciones estudiantiles del año pasado. Pero como ya señalaba, sería un error intentar volver al centralizado sistema de antes. Por lo demás la mayor parte de las declaraciones del movimiento estudiantil han hecho claro que no buscan ese paso atrás tampoco, aunque aun no está del todo claro la instancia que se hiciera cargo de la regulación de la educación lo que se piensa es alguna forma de control regional sobre ella.
Lo mismo cabría para las universidades. Aquí sectores conservadores incluso entre maestros y otros especialistas en educación aun muestran un incomprensible apego a la idea de “universidad nacional”, un concepto decimonónico que no tiene nada que ver con la universidad moderna. En los hechos ningún país, excepto por aquellos de muy pequeña extensión territorial como San Marino, tienen una universidad para toda la nación. Las demandas y complejidades de las sociedades hacen que las universidades tengan que ser necesariamente entes integrados a su comunidad más inmediata, en el caso de Chile tendría que ser la región donde la universidad esté situada, incluso en el caso de la Región Metropolitana la actual Universidad de Chile que ya tiene tres o cuatro sedes simplemente tendría que dividirse como lo fue la venerable Universidad de París, atendiendo a la diversidad de las comunas donde se ubican.
Si en referencia a la literatura Máximo Gorka dijo una vez “pinta tu aldea y serás universal”, parafraseando aquello uno podría decir de las universidades chilenas “eduquen, hagan investigación y extiéndase en su región y serán nacionales”. En otras palabras, siendo actores claves en la vida de las regiones estarán cumpliendo una función que en última instancia tendrá una dimensión nacional.
Señalo esto porque en mi última visita a Chile me enteré que la Universidad de Valparaíso tiene una sede en Santiago (¿).¿Cuán absurdo puede ser distraer recursos públicos en poner una sede en la región que cuenta con el mayor número de universidades de todo Chile?
Le descentralización, si es que ha de ser real, debe pues cambiar también hábitos de pensamiento originados a partir de la premisa—cuestionable por cierto—de que “Santiago es Chile”. Las protestas en Aysén están indicando que el modelo centralizador en vigencia hasta ahora enfrenta una fuerte oposición, al fin de cuentas no sólo allí sino en muchas otras partes de Chile. No cabe duda que incluso la ubicación geográfica de Santiago, equidistante de sus extremos norte y sur, ha contribuido a legitimarla como centro administrativo y político del país. Esa disposición geográfica que por cierto no puede cambiarse, la hace una capital ideal. Por lo demás nadie ha pensado en cambiar la capital a otra parte, no se trata aquí de crear una Brasilia, algo que se justificaba en el contexto brasileño de mover el centro político al interior del país, o del frustrado proyecto de Raúl Alfonsín de mover la capital argentina a Viedma, en el sur de ese país. Nada de eso, Santiago está muy bien como capital, simplemente de lo que se trata es de introducir mecanismos de autonomía para las ahora 15 regiones, más las naciones autóctonas y a partir de ahí dejar que la propia dinámica social haga florecer el desarrollo regional.
El hecho de haber movido el Congreso Nacional a Valparaíso, aunque muchos la consideran una medida más bien populista, puede contribuir a la descentralización. En los hechos Valparaíso puede llegar a potenciar algo que ya se avizora: ser el polo cultural de Chile. Incluso la sede del Ministerio de la Cultura se halla en esa ciudad. Hace unos años tuve oportunidad de estar en Valdivia cuando Stephen Hawking dio una conferencia pública con el auspicio del Centro Científico de esa ciudad. ¿Cómo estaría hacer de esa ciudad el polo de la actividad científica chilena?
Ciertamente muchas otras iniciativas pueden surgir para darle aun mayor vida a las regiones, hasta ahora sumidas en una condición de periferia de la cual se beneficia la capital. Afortunadamente la inesperada rebelión en Aysén ha puesto este tema de un modo tan dramático como antes fue el de los mapuches o el de la educación pública. Situaciones todas que vienen a sumarse a los muchos dolores de cabeza que debe estar teniendo el presidente Sebastián Piñera, aunque si le vale de algún consuelo, todas estas crisis—y probablemente otras que se avecinen—no surgen necesariamente como respuestas a su propia gestión gubernamental (aunque por cierto algunos de sus ministros no han mostrado la más inteligente actitud para resolverlas y más bien las han agravado) sino que vienen como resultado del cansancio de la ciudadanía con un modelo político y económico que cualquiera en Chile ya percibe como injusto e inaceptable. Claro está, cambiar el modelo económico neoliberal y llamar a una asamblea constituyente para redactar una nueva constitución no está en su programa de gobierno por lo que mientras tanto, las movilizaciones seguirán, podrán cambiar los motivos, las demandas o los sectores sociales detrás de ellas, pero el descontento ciudadano es palpable y observable, incluso desde muy lejos, con mi telescopio virtual.