La dedicación patológica con que efectivos de Carabineros atentan contras las personas está fundada, más allá de la brutalidad como condición de entrada, por la oferta de inmunidad que el ordenamiento jurídico chileno permite. Todo lo que haga un paco está cubierto con un manto de impunidad que data desde siempre.
Del mismo modo, cuando un oficial explica las aberraciones hechas por su personal, adjudicándolas a la obligación constitucional de salvaguardar el orden público, la propiedad, el imperio de la ley, la moral, las buenas costumbres y, en último término, la seguridad nacional, se abusa del idioma descaradamente.
Durante el período estéril de la Concertación se permitió que la policía siguiera usando ese principio de impunidad, responsable de sangrientos hechos en un pasado no muy remoto. Durante la dictadura, cada agente policial fue un disciplinado funcionario que vio en cada uno de los civiles, sobre todo en los abiertamente contrarios al régimen, un enemigo que había que anular por las vías que fueran necesarias.
El Cuerpo de Carabineros tiene en ese aspecto una no despreciable saga de crímenes abominables. Y en cada una de las oportunidades en que se ha logrado esclarecer los hechos en que policías asesinaron, secuestraron, degollaron y torturaron la respuesta inicial ha sido siempre la misma: recibíamos órdenes.
Hoy no es tan distinto y esa realidad lejos de abismar, está pasando a ser algo parecido a la cordillera: está ahí y de tanto estar ahí, ya casi nadie repara en ella.
La represión es hoy una circunstancia normal. Que Carabineros dispare balines de todo tipo, a diestra y siniestra, que gasee poblaciones en las que hay hombres, mujeres, niños, ancianos, que golpee lo que se mueva delante de sus visores, ha pasado a ser una denuncia que por repetida ya no causa lo que debería: un escándalo de proporciones.
Quienes dan las órdenes soterradas y cobardes, ocultos en los búnker y oficinas secretas, se han propuesto evitar que el ejemplo peligroso de la pequeña, noble y valiente ciudad de Aysén, se extienda como un reguero por el resto del país.
Magra, triste, penosa, miserable conclusión de quienes gobiernan amparados en una lógica que no es democrática, que no podría serlo por la naturaleza de quienes mandan.
Habrá que concluir que respecto de esa gente vil que se gana la vida castigando personas, habrá que considerar un parágrafo especial en lo que se entienda por las bases de un nuevo gobierno, de verdad democrático y respetuoso de la gente: en primer lugar, concebir una policía que jamás atente contra quienes deben ser protegidos por ellos.
Y a continuación, las medidas terapéuticas para salvar a aquellas personas que han sido transformadas en sujetos enfermos capaces de convencerse que ese que está ahí al frente, y que reclama derechos que les son propios, es un enemigo al que debe aniquilar.
Una policía que opere en modo democrático, es decir bajo un estricto control civil, observando por sobre todo el respecto del derecho de las personas, debe ser producto de un acuerdo transversal de todo sector democrático que crea en este principio, y que no esté de acuerdo en esconder la basura debajo de la alfombra, al modo de los gobiernos de lo que se conoció como Concertación.
Y, a la vez, debe establecerse el acuerdo de juzgar a cada uno de los policías que, amparados en órdenes inmorales, hayan causado daño a las personas que hacen uso de su derecho a expresar su bronca, su decepción y sus exigencias.
En especial, a los oficiales que hacen saber su opinión política y de clase mediante el uso criminal de elementos de castigo masivo y después, aparecen en la televisión justificando lo que en un país decente debería ser un escándalo.
Hará falta una re socialización de esas personas que son destinadas por su origen o condición socioeconómica a enrolarse en esos aparatos de represión y castigo. No es posible que se entienda como normal un trabajo que en los hechos significa causarles dolor a otras personas. Nadie en su sano juicio podría entenderlo como un trabajo decente.
Y habrá que estimular ejercicios de memoria mediante artilugios que permitan saber quienes dieron las órdenes y quienes las cumplieron. Una especie de muro en el que consten, para vergüenza y desprecio, los nombres de quienes se han amparado por demasiado tiempo en leyes inmorales.
Porque eso de escudarse en que yo sólo recibí órdenes, no puede ser nunca más razón para atentar contra un ser humano indefenso