La salud de los jefes de Estado suele ser una información muy sensible, a tal punto que la ocultan como si fuese un secreto militar. Sin embargo, como los secretos militares, el misterio dura menos que la frescura de las rosas. Son famosos los casos en que algún presidente enfermo, o un primer ministro doliente, intentó engañar a la opinión pública con partes médicos tan falsos como inútiles. Pero la verdad, tarde o temprano, termina por salir a la luz del día. Conocido es el culto del secreto que practicaron los soviéticos. Nada debía filtrar de los arcanos de la estructura de poder, de los mecanismos de decisión y aún menos de la vida privada de los dirigentes. Sin embargo…
Con ocasión de una visita de Estado a Dinamarca, Leonid Brezhnev se hospedó en el Hotel de Inglaterra, situado en el centro de Copenhague. Alexandre de Marenches, director del SDECE, -los servicios secretos franceses-, encontró un ingenioso método para obtener un balance médico del líder soviético: alquiló la suite que se encontraba justo abajo de la que ocupaba Brezhnev, e hizo desmontar todo el sistema de evacuación de aguas servidas con el propósito de recoger las heces y la orina del Secretario General del Partido Comunista de la Unión Soviética. Las muestras, convenientemente analizadas por los laboratorios de París, le permitieron a los franceses determinar con exactitud el real estado de salud de Brezhnev, sin pedirle ni siquiera el RUT ni exigirle un bono Fonasa.
Parte de las deyecciones del Secretario General les fueron enviadas a la CIA que, a su vez, se dio el dudoso gusto de analizar lo que Gabriel García Márquez no hubiese dudado en llamar “mierda”, por muy proveniente de un eminente sistema digestivo que fuese.
Este escatológico capítulo de la Guerra Fría es comentado en un libro cuyo título lo dice todo: “CIA Analysts Process, An Expose – How CIA Analysts Sabotage US Intelligence” (Breaker McCoy Editor – 2007), con algunas frases para el bronce, como las que siguen:
“No hace falta un psicólogo de mucha experiencia para detectar la psicopatología institucional representada por un interés patentado en la materia fecal de un enemigo”. “Eso demuestra la necesidad de expresar el profundo convencimiento de que la Agencia que examina la mierda de sus adversarios siente que está en el mismo nivel”.
En su día, la salud de Mao Tsé Dong también hizo correr mucha tinta, y la pertinacia con la que los líderes de los socialismos reales se empeñaban en creer que eran eternos no hacía sino aumentar la curiosidad por el estado de salud de una gerontocracia que no abandonaba el poder sino en una cajita de pino.
En occidente, un cáncer obcecadamente disfrazado de gripe terminó por llevarse al presidente francés Georges Pompidou. Aun cuando se le veía inflado como una montgolfière por culpa de los corticoides, ningún periodista osó siquiera mencionar que Pompidou estaba agonizando a ojos vista. Por su parte, el presidente François Mitterrand soportó estoicamente un cáncer durante 14 años, mientras hacía publicar partes médicos que lo mostraban en la plenitud de sus medios. Cada vez que alguno de sus consejeros le mencionó la posibilidad de dimitir, respondió con altivez que no cedería ni un minuto de su mandato.
En los EEUU nadie se interrogó nunca sobre el hecho de saber en qué momento Ronald Reagan comenzó a sufrir los efectos del mal de Alzheimer. Habida cuenta de su costumbre de dejarle el trabajo del gobierno a sus asesores, probablemente nadie se dio cuenta hasta muy tarde. Cuando Georges W. Bush llegó a la Casa Blanca con Dick Cheney como vicepresidente, la prensa yanqui mencionó que este último, sobreviviente a la sazón de tres crisis cardíacas, necesitaba un corazón nuevo. Y precisó que Bush requería un trasplante de cerebro. No obstante, habida cuenta de lo que se vio más tarde, o le trasplantaron el cerebro de uno de los Tres Chiflados o bien la operación resultó un fracaso. Fidel, que volvió del más allá, nunca ha permitido que se filtre un informe clínico de sus padecimientos, porque al parecer se trata de una información crítica para la seguridad de Cuba.
Juan Pablo II fue otro numerito. En sus últimos meses de vida, tratado dizque con esencia de abacaxi, no sostenía su cayado de pastor de almas sino que pendía de él. Nunca el Vaticano entregó la más mínima información a propósito del estado de su tripa, ni de ninguno de sus órganos.
Como quiera que sea, desde ayer todos quieren saber si Hugo Chávez presenta alguna leucoplaquia, o un indicio de hiperpigmentación, signos de ictericia o eritemas evidentes. Aún cuando Hugo Chávez ha sido el único mandatario del mundo que ha informado a su pueblo de su verdadero estado de salud, sus opositores quieren que el propio Chávez les diga que se va a morir. Y no entiendo por qué el presidente venezolano no les da en el gusto: todos nos vamos a morir algún día, -excepto Fidel-, de modo que no tiene sentido negarlo.
De ese modo, esa masa de demócratas adoradores de la libertad de prensa que poseen quienes poseen los medios de prensa podría dormir tranquila. Creyendo que va a ganar unas elecciones que ya perdió.