Marzo 24, 2025

El profesor, la toga del juicio Baltasar Garzón, y Miguel de Unamuno

franquismo_victimas2

franquismo_victimas2Christopher Hitchens en el prólogo de su última obra Arguibly reflexiona sobre qué significa la llegada de la época de madurez en la personas y afirma que llega un tiempo en donde la vida deja de ser interpretada únicamente por los principios que uno tiene, sino también por la experiencia que permite moldear y entender, así como tornar más reales esos principios.

 


En el caso de algunos profesores vinculados al derecho internacional y a los derechos humanos la ecuación de principios y experiencia nos ha llevado a un compromiso con nuestro tiempo y contexto. En particular en España y los países de América Latina, a los que viajamos con frecuencia para trabajar con magistrados, fiscales, policía, ejército y en las cátedras y cursos de maestrías y doctorado con profesores universitarios para impulsar una más firme consolidación de los estándares internacionales de derechos humanos y una mayor vigencia del Estado de derecho.

 

Nuestro instrumento de trabajo es un sistema intelectual –una entelequia- que trata de proporcionar esferas de libertad, dignidad y seguridad a las personas; ese instrumento es el Derecho, el derecho internacional de los derechos humanos.

El pasado martes, 7 de febrero de 2012 en el Tribunal Supremo de España, en la causa penal por la investigación de los Crímenes de lesa humanidad del Franquismo contra el Magistrado Baltasar Garzón tras 17 años como profesor universitario decidí ponerme por vez primera la toga, y sentarme a su lado, en el banquillo de los acusados.

Debo señalar que desconozco con detalle las otras dos causas – la causa por la orden de interceptar las conversaciones entre cliente imputado y abogados en el caso Gürtel y la causa del Banco Santander- y hoy, sabemos el fallo condenatorio conocido esta semana, que acepto como parte de la dinámica natural del Estado de derecho y de la legitimidad de nuestro sistema jurídico, manifestada a través de la sentencia del Tribunal Supremo. No obstante lo anterior, no dejo de preguntarme por aspectos relacionados con los tiempos procesales –que sea el Juez Instructor el primer condenado por la trama Gürtel– y la desproporción que estimo en la pena impuesta, 11 años de inhabilitación.

Confieso que decidí asistir a la vista y sentarme en el banquillo junto con el profesor y letrado Manuel Ollé Sesé, porque conozco a Baltasar Garzón personalmente tras haber colaborado académicamente en un libro de protección de derechos humanos redactado por varios autores y en la que fui el editor y director de la obra, y porque sin duda entiendo que la admisión a trámite y los autos posteriores del magistrado Garzón sobre los crímenes de lesa humanidad cometidos por el Régimen Franquista durante la Guerra Civil y la posguerra, no son sólo ajustados a derecho porque se deriva del propio contenido del crimen de lesa humanidad –es decir la obligación de conocer y reparar a las víctimas independientemente del tiempo transcurrido, persona que perpetró el delito y lugar del mismo–, sino además porque el derecho internacional de los derechos humanos tras 1993 no deja dudas en este sentido a través de diversa jurisprudencia y resoluciones de organismos de derechos humanos como el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas.
Era una acción consecuente e imprescindible de un Estado de derecho como el que rige el régimen jurídico español, y del que por tanto, se presume un espacio de justicia, ética y civilidad. El pasado martes, durante las cuatro declaraciones de los testigos que se sucedieron, el magistrado del Tribunal Supremo que presidía la Sala permitió sin ninguna limitación que los testigos respondieran ampliamente a las cuestiones que les referían los abogados de la defensa y la acusación. Y entonces al comenzar el relato de los testigos, me di cuenta que no estaba en la causa A, B, ó C, o cualquier otra, sino simplemente en la causa de las víctimas, de todas y cada una de las víctimas, y apunté obstinadamente en mi cuaderno la frase de Walter Benjamin “Para las víctimas el estado de excepción es permanente”.

Apunté las frases y expresiones que ya había leído y escuchado en las vistas en los procesos de violaciones masivas de derechos humanos en Chile, Argentina, Colombia, Perú, Guatemala y El Salvador. La sintaxis era implacable y el sujeto y la acción inexorablemente idénticos; sólo variaban los lugares y los nombres de las personas; al escuchar en directo los testimonios de una mujer navarra, un cordobés, un catalán y un vallisoletano, constaté que sólo cambiaban los acentos y los lugares del crimen, pero la narración era la misma. La misma narración y sucesión de hechos que coincidían con los crímenes acontecidos en los países a ambos lados del Atlántico.

Recobré espacios de reivindicación cívica y humana que se encontraban sordos en mi memoria. Apunté con caligrafía alterada al escuchar los testimonios“… ellas eran…, ellos son personas…”, “…por miedo nunca decidimos actuar …y acudí a la Audiencia Nacional en auxilio de la Justicia..” y sobre todo cuando uno de los testigos, de la edad de mi padre, nacido durante la Guerra Civil afirmó sin temblarle la voz “…soy hijo de desaparecido y toda mi vida ha sido condicionada por esta hecho.”

Y entonces, antes de que concluyera la sesión sucedieron por mi mente ideas que me golpearon con denuedo. Pensé que curiosamente España ha sido una referencia mundial por reivindicar la memoria de las víctimas a través de la jurisdicción universal implementada por la Audiencia Nacional; pero sí, las víctimas de Chile, Argentina, Guatemala y otros, pero no las españolas. Por ejemplo, mi trabajo en el terreno en Colombia, junto a profesores, jueces y magistrados es una continua cantinela sobre democracia y derechos humanos y, en particular, que el Estado de derecho se ha convertido en el elemento espiritual de las sociedades democráticas que aspiran a conformar sociedades más justas e integradoras, y es un elemento imprescindible para alcanzar cotas de desarrollo, es decir, un espacio de opción de derechos y oportunidades. El juez británico Tom Birgham lo recreó de una manera definitiva al señalar que “Tengo la impresión que el respeto por el Estado de derecho es lo que más se aproxima a una religión secular universal”. Pensaba que el Estado de derecho es una aspiración de dignidad no exenta de tensión y que constituye uno de los elementos más claros del sistema democrático. Me vino a la mente lo que presencié hace 20 años cuando mis compañeros de estudios italianos en Lovaina empezaron a llorar cuando recibieron la noticia que el juez Giovanni Falcone había sido asesinado por la mafia siciliana el 23 de mayo de 1992. Sus lágrimas de derrota y vergüenza tenían que ver con la visión de Falcone que entendía la justicia y el derecho en clave de compromiso cívico y moral en la construcción de una sociedad más equitativa e integradora, pero que la mafia acababa de silenciar. Su creencia en la mejora de la condición humana se cifraba en el valor transformador de la ideas y de los compromisos cívicos que crea el derecho de una democracia: “Los hombres pasan, las ideas permanecen, y permanecen con sus implícitas tensiones morales, que continuarán a caminar a hombros de otros hombres”. (“Gli uomini passano, le idee restano, restano le lore tensioni morali, continueranno a caminare sulle gambe di altri uomini” ).

Pensaba que el Estado de derecho internacional -el derecho internacional de los derecho humanos- representa un intento por parte de la comunidad internacional y una aspiración ética y moral que reafirma que la conquista y ejercicio de los derechos humanos simboliza en sí una de las formas de progreso más importantes de la condición humana, especialmente porque progreso de la condición humana significa el acceso al ejercicio de derechos por parte de los grupos vulnerables y excluidos, normalmente las mujeres, niños, poblaciones indígenas, los pobres y marginales, las minorías, y sobre todo de las víctimas.

Los derechos humanos son los derechos del otro y un compromiso con la causa de la justicia. Y pensé que al igual que Isaac Newton, para tener esta visión -de derechos humanos y de las víctimas- los profesores, juristas y ciudadanos teníamos que habernos subido a los hombros de algunos gigantes que nos habían permitido ver y comprender los nuevos horizontes. Yo me apoyé en los hombros del compromiso y acciones de personas como Baltasar Garzón y de los hombres y mujeres de la Audiencia Nacional, del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional, porque creí que eran no sólo los hombres y mujeres del derecho, sino que con sus trabajo –a través de providencias, autos y sentencias también eran los hombres y mujeres de la justicia que habían incorporado una nueva oportunidad para las víctimas en este marco nuevo de legalidad.

En esa fase de la vida donde la experiencia matiza los principios, y en la que ya empiezas a entender aquello, que por mucho que nos contasen hasta que no te ocurriese en carne propia no llegabas a aprehenderlo, como saber qué es ser padre -cuando todavía no lo eras- , o echar en falta al padre –cuando ese espacio de tiempo y humano no lo puedes ni imaginar– hasta que todo eso acontece, la vida no se ancla a la tierra con una forma y un color específico. En ese específico momento pensé en mis amigos y colegas con quienes trabajo a ambos lados del Atlántico promocionando y defendiendo esta visión del derecho que constituyó una revolución de nuestro tiempo. Y ya sabemos que las revoluciones son todas imposibles, hasta que se convierten en inevitables. Esa revolución de derechos humanos nos han dejado un legado, y lo que está aconteciendo confirma la afirmación del profesor Fabián Salvioli, que “los derechos humanos llegaron para molestar, y también para quedarse”.

John Ruskin entendía la acción humana como eventual generadora de un legado llamado civilización. Ese legado de cada civilización puede ser medido por sus palabras (words), hechos o acciones (deeds) y obras artísticas (arts). Y el derecho que aplicamos hoy, que contiene los tres elementos señalados por el escritor británico serán también nuestro legado de civilidad o inequidad. Lo que está pasando en nuestro tiempo, en nuestro sistema jurídico en 2012 es definitivo para luego, en el futuro, poder interpretar nuestra civilidad.

Constatamos cada día que los derechos humanos y la democracia son como las religiones: hay que refrendarlas cada día, creer en ellas y reforzarlas, porque de lo contrario desiste su intensidad y vigencia. Y por eso me vino a la mente Miguel de Unamuno y su San Manuel Bueno Martir, porque este profesor que escribe estas líneas espera que su país esté a la altura de la visión de dignidad y amparo a las víctimas que representa el derecho internacional de los derechos humanos –que es derecho interno español–, y no le ocurra como al personaje de Unamuno, a quien la tozudez de los hechos y la injusticia que le rodeaba le hizo perder la creencia en lo que representaba y en las cosas que defendí como valores, pero que sigue abocado, por responsabilidad, a trasladar el compromiso y humanidad que significa el Estado de derecho, cuya máxima aspiración es acceder al momento mágico y humano de la justicia.
Como lector ávido de literatura he aprendido a tratar de no fijarme en la biografía del escritor, sino en la calidad y trascendencia de la obra que crea. Sería muy importante que en España que es un país generoso y solidario, pero también cainita y madrasta con sus hijos, –donde unos celebran brindado con alegría en el ágora pública, y otros se sienten humillados y violentados por las resolución de nuestro Tribunal Supremo– deberíamos entender que lo realmente cuenta es la labor próvida, anónima y silenciosa que esos funcionarios realizan para legitimar nuestro sistema jurídico –desde el Juzgado de Instrucción al Tribunal Supremo– que tiene todavía deberes pendientes, como el de garantizar un debido proceso y acceso a la justicia para todos, y no meramente un derecho al proceso donde se diluyen las expectativas de una ciudadanía, a quien que le resulta muy difícil comprender lo que está aconteciendo en nuestros tribunales, y en particular a nuestras víctimas. Otra víctima, Primo Levi, reivindicó un espacio público para la memoria de las víctimas, pues el escarnio para ellas es múltiple: primero cuando son asesinadas y una vez mas cuando se las olvida. Es una triste paradoja que el juicio contra el magistrado Baltasar Garzón ha sido la única oportunidad en nuestra democracia que las víctimas han tenido voz y memoria en sede judicial y no podemos olvidar que la revolución copernicana que arriba mencionaba, es precisamente porque el epicentro de ese universo jurídico son las víctimas, los más vulnerables.

Madrid, 11 de febrero de 2012

* Joaquín González Ibáñez ha sido profesor Fulbrigth-Schuman en American University-Washington College of Law y es Co-director del Instituto Berg.

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