Leí con emoción un artículo de Angela Davis –sí, la misma que en los lejanísimos años 60 fue figura y símbolo de la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos–, no sólo por saberla viva, sino porque sus reflexiones me parecieron frescas, abiertas a lo que hay de nuevo en las movilizaciones de los indignados del mundo, pero especialmente en las comunidades de resistencia que se han asentado en las plazas de Nueva York, Oakland o Los Ángeles.
Frente a un mundo que mitifica la voz de la juventud (aunque no la escuche) resulta gratificante que una antigua militante de la izquierda radical no repita el estribillo de sus tiempos y se mantenga atenta a descubrir en los hechos las lecciones que la pura nostalgia o el esquematismo no dejan ver.
Angela se sabe parte de una corriente histórica cuya vitalidad depende, sobre todo, de su capacidad de ir a la raíz de los grandes problemas sociales en conexión con la gente real, la que escapa a las abstracciones de los modelos explicativos, pero no desdeña la reflexión intelectual como palanca para la acción. Cuenta que estando en una reunión para examinar los vínculos entre las ideas filosóficas de Marcuse y los movimientos de los 60, se entera de que los indignados habían instalado 300 tiendas de campaña en la plaza del ayuntamiento de Filadelfia, muy cerca de donde tenía lugar el congreso.
Según Angela, ahora dedicada a combatir el complejo industrial carcelario de Estados Unidos, nada podía expresar de manera más plástica y enérgica la pertinencia en el siglo XXI de la obra de Herbert Marcuse que dicha coincidencia, de modo que sin pensarlo dos veces, junto con los demás asistentes, más de mil personas, nos unimos espontáneamente a una marcha nocturna que desfiló por las calles hasta juntarse con los acampados.
Y estando allí, como en otras épocas, sin micrófono, Angela tomó la palabra para preguntarse en voz alta qué había de distinto en aquella demostración que sorprendía al mundo por su inesperada vitalidad. “En el pasado –dijo en la plaza–, la mayoría de los movimientos han apelado a comunidades concretas (trabajadores, estudiantes, comunidad negra, latinas/latinos, mujeres, colectivos LGTB, pueblos indígenas) o han cristalizado en torno de cuestiones específicas como la guerra, el medio ambiente, los alimentos, el agua, Palestina o el complejo penitenciario industrial. Con el fin de reunir a quienes estaban vinculados a estas comunidades y movimientos, hemos tenido que comprometernos en difíciles procesos de formación de coaliciones, negociando el reconocimiento por el que se afanan comunidades y reivindicaciones”. En cambio, este movimiento. se imagina a sí mismo como la más amplia comunidad de resistencia: el 99% frente al 1%, constituido por la ínfima minoría de opulentos (los grandes bancos, las instituciones financieras, los ejecutivos de empresa de altos salarios, etc…) Podría argumentarse –dice– que el 99% debería actuar con el fin de mejorar las condiciones de quienes constituyen los escalones inferiores de esta comunidad potencial de resistencia, lo que significaría trabajar a favor de quienes más han sufrido a causa de la tiranía del 1%, pero el gran desafío, la pregunta que subyace es cómo lograr y mantener la unidad de esa comunidad formada por el 99 por ciento sin clausurar la diversidad sin la cual el todo carece de sentido.
Hay responsabilidades de importancia ligadas a esta decisión de forjar una comunidad de resistencia así de expansiva. Decimos no a Wall Street, a los grandes bancos, a los ejecutivos de las grandes empresas que ganan millones de dólares al año. Decimos no a la deudas contraídas para poder estudiar. Estamos aprendiendo a decir no al capitalismo y al complejo penitenciario industrial. Y aunque la policía de Portland, Oakland y Nueva York se ponga en acción para sacar a los activistas de sus campamentos, decimos no a los desahucios y la violencia policial. Ahora, explica Davis, los activistas reflexionan intensamente sobre cómo podríamos incorporar la oposición al racismo, la explotación de clases, la homofobia, la xenofobia, la discriminación de los discapacitados, la violencia contra el medio ambiente y la transfobia a la resistencia del 99%. Por supuesto, hemos de estar preparados para poner en tela de juicio la ocupación militar y la guerra. Y si nos identificamos con el 99%, habremos de aprender también a imaginar un nuevo mundo, en el que la paz no sea simplemente la ausencia de guerra sino, antes bien, una remodelación creativa de las relaciones sociales globales”.
Imaginar una comunidad semejante implica desterrar formas de asociación ya superadas y descubrir caminos inéditos para la comunicación horizontal que no se conviertan en espacios cerrados, pues, como plantea Angela, la cuestión más apremiante a la que se enfrentan los activistas es cómo labrar una unidad que respete y celebre la inmensas diferencias dentro del 99%. “¿Cómo aunar esfuerzos en una unidad que no sea simplista y opresiva sino compleja y emancipatoria, reconociendo, en palabras de June Jordan que ‘somos nosotros aquellos a los que esperábamos’?” A final de cuentas, creo yo, de eso se trata cuando hablamos de la izquierda: de unir a la mayoría en una causa común sin decretar la unanimidad de sus componentes.
A la memoria de Javier Pradera y Francisco Cobos Dueñas
PD. La sentencia de la Suprema Corte de Justicia que da la razón a Letras Libres en la controversia con La Jornada, inatacable por definición, ha dejado sin resolver las cuestiones de fondo que estaban en juego. En primer término, como lo señaló el editorial del diario, lejos de sentar límites claros entre el ejercicio de la libertad de expresión y el derecho de terceros a la honra y el buen nombre, pervirtió los términos del debate público, estableció inmunidades de hecho, legitimó la mentira y legalizó la calumnia. No hay que olvidar que en el origen del caso se halla la afirmación de que La Jornada es cómplice del terror y de estar al servicio de asesinos hipernacionalistas, en alusión a ETA, la banda armada que acaba de anunciar el principio del fin de la violencia. No se trata, por supuesto, de un desacuerdo político entre periodistas o de una simple opinión al filo de los acontecimientos, sino de una grave caracterización calumniosa que sin duda afecta de manera asaz negativa al medio, a sus colaboradores y, en definitiva, a sus lectores. En suma, una suerte de legalización de la calumnia… en nombre de la libertad de prensa. Parece claro que la americanización del país sigue un curso inflexible. No sólo se adoptan las prácticas mercadotécnicas a la competencia electoral, sino que ahora se equipara nuestra visión del honor y la libertad de expresión al modelo estadunidense. (Fragmento de la columna De Ida y Vuelta, publicada por el autor en El Correo del Sur, La Jornada de Morelos, 27/11/2011)