Septiembre 20, 2024

Gardel y Camiroaga: la muerte del zorzal

carlos-gardel

carlos-gardelA ver, partamos por algún lado. No es fácil hablar de toda una vida en un par de páginas, sobre todo para los que no somos escritores. Y, más, no hacerlo en lunfardo sino que en castellano, para que nos entendamos.  Pero partamos por lo grueso.

 

 

 

Mi vida duró justamente 45 abriles. Pudieron haber sido muchos más, no me afectaba ninguna grave enfermedad, mi pasar era más que cómodo –algo lujoso- y la gente, sin duda, quería seguir viéndome. Casi no podía salir a la calle, era un asedio dulce. Mi figura era la más popular del país, sin duda, la que mejor caía entre la gente. La que menos rechazo provocaba.

 

Pero pasó lo del avión. Era simplemente una escala. Viajábamos una veintena y la súbita caída fue cercana a esa pista de aterrizaje. Nadie supo exactamente lo que pasó. ¿Una mala maniobra del que piloteaba? ¿Los vientos que siempre golpean más fuerte –no se sabe por qué- más pegados a la superficie que en las alturas? ¿La gasolina? ¿Lo estrecho de la pista? ¿Lo breve? ¿Hubo irresponsabilidad de los organizadores del viaje? No hay que pedirle razones a la muerte, ni a la vida, ni a la naturaleza. Lo “racional” es un invento de los seres humanos. Puedo volver a decir, copiando, “A veces el destino se equivoca de trampa”.

No fue fácil encontrar mis restos. Eran parte de una argamasa con los de los demás, y estaban ya esparcidos, como en definitiva. Al final, un puñado de cenizas  se enterró en el cementerio más importante y popular de la capital. Hubo que traerme, junto a otros, en una urnita especial, en avión, desde muy lejos. Vinieron  también, y poco antes, los de un amigo que me acompañaba. Hubo un sinfín de homenajes. El funeral se demoró mucho tiempo y fue majestuoso, multitudinario, con millones de pétalos de rosas, en hombro y olor de multitudes.

Cuando se muere así suele nacer un mito.

El Presidente de la República no me quería mucho aún cuando yo no era un opositor claro y mi público preferido era el de las dueñas de casa, pero tuvo que rendirme también un homenaje. El duelo nacional ya existía desde el momento en que se supo la tragedia del avión. Un poeta popular escribió entonces “Un pueblo lo lloraba/ y cuando el pueblo llora/ que nadie diga nada/ porque está dicho todo”.

Y todo eso a pesar de los pesares de no pocos. En mi vida, como es normal, no hubo unanimidad y la crisis y el fascismo ya se conocían en mi país y estaban allí siempre agazapados.

 

Pertenecí a un país que me amó y que limita por un lado con la Cordillera de los Andes y por el otro con el mar. Eso lo marca.

Siendo yo muy pequeño se quebró la unión de mi padre con mi madre. A uno de ellos no lo vi más ni en mi niñez ni en mi juventud. Rehizo su vida lejos, en otro continente y con otra gente. Tal vez por eso siempre me pareció el matrimonio un vínculo débil irremisiblemente condenado al hastío y el fracaso. Los seres humanos no estamos hechos para él y al final, entonces, es una carga de la que hay que desprenderse. Prefiero pensar en ellas como lo más hermoso y necesario de nuestra vida pero buscar la fidelidad posible en otros seres. Los pájaros, los caballos. Mi amor por los caballos, mi devoción por la naturaleza más primitiva va por ahí. Esa decisión mía, la de ver a las mujeres con una cercana distancia, trajo también el rumor malevo de que fui un cornelio, y de que me acostumbré a  polvorearme el rostro y engominarme el pelo.

Mi voz y mi estampa llegaron, diría que todos los días, a los hogares y fueron muy apreciadas, en especial por las mujeres de mi edad.

Más de una vez tuve que cuidarme y hacer ejercicios porque tenía tendencia a engordar y llegué a pesar un centenar de kilos. Cuidé mi físico y mi voz.

No fui un buen estudiante y mi juventud prefiero mantenerla en el misterio, aunque nunca caí en excesos.

Muy temprano empecé a actuar y la fama tardó poco en llegar. Unos veinte años estuve en primer plano. De alguna manera llegué a ser parte de un sueño colectivo: el del que llega a creer en los personajes de la pantalla. Alenté allí, sin querer, el mito de que la gente buena, por ser buena, puede llegar a tener poder y fama.

Cuando lo del accidente, está claro, tenía una gran parte de la vida por delante y me esperaban éxitos mayores. Por ello también el dolor, en algunos, fue muy profundo. Volvieron a acordarse de la precariedad y el fin.

Y no sólo una sino muchas pebetas, hermosas, rubias, finas, pequeñas, frágiles como el cristal, me esperaron en vano, con un café, en una sala fría contigua a otra pista de aeropuerto, a la que nunca llegué.

Bueno, perdonen la letra pero Alfredo Lepera ya no está. Desapareció conmigo, a los 35, y nunca más lo he visto a ver.

Hace unos años él escribió: ¡Qué importa perderme mil veces la vida…¡para qué vivir!

 

Charles Gardes (o Gardeux), hijo de Berthe. (1890-1935).

 

 

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