La economía neoliberal ha sido también discurso. Su instalación, expansión y dominio se ha basado en el lenguaje, que ha penetrado desde el habla política, social, hasta doméstica. El mercado deificado desde los púlpitos empresariales y financieros decantó durante décadas hasta inundar las transacciones comerciales desde las bolsas de valores a los mercados persas, desde las peluquerías a los burdeles. El libre mercado, levantado cual paradigma de la misma naturaleza, de las potencialidades humanas y divinas, ha moldeado ya a varias generaciones y condicionado sus relaciones sociales.
El libre mercado, entidad sublime e irrefutable, que ha lanzado a la economía chilena, sus números, estadísticas y gráficos, a transitar y exhibirse por los templos del gran comercio mundial, lo ha hecho sobre el exceso y el error. Un efecto molesto para los grandes negocios, que durante más de una década apareció como una avería incómoda, un crujido aflorado desde el fondo del modelo. El sistema, que tantas ganancias y elogios obtenía, funcionaba sobre su desperfecto, su deterioro, su inminente colapso.
La gran avería está hoy bien expresada en la indignación callejera. Hoy, ante la evidencia de su colapso, ante sus partes y piezas fracturadas y fundidas, hasta los otrora santones y publicistas del modelo claman por su reforma. El discurso furibundo de las calles se cuela por los pasillos empresariales y políticos para resurgir filtrado, tal vez adulterado. Si aquel lenguaje privado, que ha sido el discurso económico liberal, fue durante décadas el habla pública, hoy, al enfrentar su crisis, se nutre del habla común para rehacerse. Las tribunas del poder, ante la inestabilidad de sus dogmas, se apresuran en apropiarse del lenguaje público que hoy surge desde la incomodidad y la rabia.
Las cúpulas del poder han perdido su batalla en el lenguaje: el libre mercado derivó en lucro, las ganancias privadas en estafas, el crecimiento en desigualdad. La defensa a ultranza del libre mercado, tal como se levantó durante décadas como herramienta para el crecimiento y el desarrollo, hoy es una batalla perdida. El país no solo nunca alcanzó el desarrollo, sino que se fragmentó en numerosos países, con una gran mayoría de la población aún anclada en el Tercer y tal vez Cuarto mundo. La competición en las grandes ligas, el salto al desarrollo, ha sido una entelequia necesaria para aquella retórica política embozada a veces como trabajo de técnicos o como una nueva forma de gobernar. Ambas estrategias terminaron por hundirse bajo su propio peso.
Bien sabemos que aquel discurso disfrazado como técnico, que levantó a los mercados como el soplo más benéfico de la naturaleza, ha sido útil a grandes empresarios y sus operadores políticos. Lo técnico resultó una sagaz política en tiempos de apatía política.
Hoy podemos observar como se diseña un nuevo discurso económico, esta vez como si fuera uno político. El ingreso de Pablo Longueira al ministerio de Economía es una clara expresión del proceso de mutación del lenguaje económico, el que intenta mantener intacta la economía. De la aparente asepsia técnica a la evidencia de la política. En suma, retórica para mantener lo esencial, que son las ganancias privadas.
Oímos hablar hoy de regulación, de más Estado en la economía, de la conducción política de la economía. Un nuevo lenguaje bien modulado por el nuevo titular de Economía tras una reunión con los grupos controladores del retail. Longueira dijo a la prensa que les había leído la cartilla.
A los pocos días de esa reunión apareció en El Mercurio una columna de opinión del abogado ultraderechista y miembro del Opus Dei Gonzalo Rojas. Su artículo, titulado “Empresarios: mucho cuidado”, transparenta las recientes acciones y declaraciones de Longueira. Rojas se pregunta: “¿Cabe alguna duda de que hoy la percepción, incluso desde el interior del propio Gobierno, es que todos los grandes empresarios -grupos económicos nacionales o empresas transnacionales- son sospechosos de malas prácticas y de egoísmos atávicos?” Al no matizar con ninguna duda esta percepción, el columnista advierte que para revertirla es necesario que la política ingrese a la economía: “Si no se quiere causar un gran daño a Chile, a la noción de emprendimiento, a la libertad económica y, por cierto, al electorado del Gobierno que cree en esos principios, empresarios y políticos tienen que sentarse en serio a conversar”. Una manera elegante para decir que a partir de ahora los políticos guiarán a los empresarios.
Porque lo necesitan, les dice paternalmente: “Quizás la Confederación y sus ramas no estén completamente conscientes del peligro que las acecha, precisamente porque las percepciones sutiles sobre los ambientes sociales escapan con frecuencia a la capacidad de análisis de quienes trabajan, casi exclusivamente, con los datos duros que arrojan los balances”.
La derecha política ha ingresado a la conducción económica para salvar a los empresarios y sus mercados. Cómo. Borrando, tachando, pero también enredando. Incorporándole el discurso político, que es también populista y corporativista, por no decir de inspiración fascista.
PAUL WALDER