En Capitalism – A Love Story, el cineasta Michael Moore desarrolla la tesis de que el capitalismo es en si mismo inmoral, Karl Marx por su parte desdeñaba toda referencia ética en su denuncia del capitalismo; para el padre del socialismo moderno todo era una cosa de ajustes históricos: el capitalismo que evidentemente había desencadenado poderosas fuerzas productivas y había creado enormes riquezas, era—ya en la segunda mitad del siglo 19—un obstáculo para el desarrollo de la sociedad. Por eso dejaría lugar a un nuevo ordenamiento que en definitiva debería culminar en la sociedad sin clases ni estado, el comunismo.
Sea que hoy en día el rechazo al capitalismo venga de quienes lo objetan moralmente, o que lo hagan desde el paradigma clásico del materialismo histórico, o—como ha surgido más recientemente—desde la perspectiva de los efectos que el sistema tiene sobre el medio ambiente, aquello en que todas estas visiones podrán coincidir es en los efectos sociales, económicos y hasta psicológicos que el capitalismo tiene. Lo curioso es que incluso muchos que ni siquiera tienen una visión política anticapitalista apuntan a lo negativo de esos efectos, aunque todavía no vean que eso que critican o condenan en verdad es producto del capitalismo. Así por ejemplo, se lamentan de que la sociedad está muy violenta, de que cunde la mezquindad y la codicia, y hasta de que se ha perdido el buen gusto en materia de comidas y entretenimiento; pero pocos se detienen a pensar que la violencia no sólo se manifiesta en el ámbito de los marginales sino también en los hogares de clase media y alta, y que sus propios hijos se nutren de la violencia cotidiana en la forma de los videojuegos (y en estos días la Corte Suprema de EE. UU. dictaminó que restringir el acceso a videojuegos violentos era contrario a la constitución de ese país), que el caso de La Polar en Chile es sólo una expresión—probablemente la más exagerada—de la codicia rampante de todo empresario por el solo hecho de serlo, y si se quejan de mal gusto es porque lo que vende es lo chabacano, sea en la televisión, el Internet o las comidas rápidas de McDonald’s.
El afán de lucro es como la imaginación, no tiene límites. Adam Smith, el gran pensador del liberalismo clásico efectivamente veía que al perseguir su propio interés, de una manera indirecta el hombre de negocios, empresario o capitalista, como se lo quiera llamar, creaba riqueza y beneficiaba a los otros. Como Marx, Smith no veía aquí ningún condicionante ético en el funcionamiento de la economía, por el contrario, era el egoísta deseo de prosperar el que llevaba al empresario a crear trabajo, invertir y crear riqueza. Los beneficios de la libre empresa eran un subproducto que nunca había estado en el plan del capitalista, simplemente se daban casi del mismo modo como una inundación podía traer beneficios al aportar nuevos nutrientes a las tierras anegadas…
Smith por cierto escribió sus tesis en el siglo 18, Marx hizo lo suyo en el 19, y ahora en el siglo 21 bien podemos ver que ese sencillo juego de libre competencia que regulaba los precios y salarios como Smith lo creía, ya no tiene mucho asidero, básicamente porque no hay más libre competencia sino una tendencia monopólica u oligopólica que se proyecta vertical y horizontalmente gracias al proceso de globalización en prácticamente todos los principales rubros de la producción de bienes y servicios, desde la fabricación de aviones a la de bebidas gaseosas, pasando por la distribución de información y entretenimiento.
Tanto se ha afianzado el afán de lucro como elemento clave de la motivación de las personas, que por lo que he constatado en mis propios estudiantes cuando discutimos estas cosas, no se lo ve como un condicionamiento social, sino más bien como lo que a modo de cliché se llama la “naturaleza humana”. En un lenguaje más coloquial: “joder a los demás sería cosa de la naturaleza humana”, los vivarachos de La Polar simplemente hicieron eso (lo malo para ellos sería que por exagerar en su desmedido afán de ganancia el número de víctimas de su juego también superó el límite de lo “permisible”, todo lo cual contribuyó a que al final resultaron pillados y el escándalo estallara).
Tal modo de razonar no es enteramente nuevo por cierto, aunque alcanza su más concreta realización en este mundo del neoliberalismo. Ya Trasímaco, un sofista griego había dicho que “la justicia no beneficia al agente (el que hace una acción), la injusticia sí lo beneficia, y sólo el tonto porque no sabe o sólo el débil porque no se atreve, actúan de modo de beneficiar a otros y no a ellos mismos…” Casos emblemáticos que se toman muy en serio esta propuesta sofista abundan, La Polar es la expresión chilena más reciente de esta curiosa y amoral máxima. Aquí en Norteamérica otro caso emblemático ha sido el de Conrad Black, también como muchos de los empresarios chilenos hoy involucrados en el caso La Polar, un “self-made man” lleno de ambiciones y sin conocer la palabra “escrúpulo”.
Black se inició como periodista y editor en la ciudad de Sherbrooke, al sureste de Montreal, en Quebec, Canadá. Con una larga serie de movidas especulativas de por medio, hacia fines de los 90 Black controlaba uno de los mayores conglomerados mediáticos del mundo, dueño de la mayor cadena de periódicos en Canadá, de importantes diarios en Gran Bretaña y Estados Unidos, y del más importante diario en lengua inglesa publicado en Israel. Posesionado de una gran fortuna aunque no de mucho pedigree, se propuso resolver esto último también, consiguiendo mediante sus conexiones en Londres (y presumiblemente previo algún desembolso cuantioso, la nobleza británica ya no es lo que fuera en sus años gloriosos y ahora es posible para cualquier hijo de vecino, con las conexiones y el dinero necesario claro está, adquirir un título nobiliario) Black consiguió ser nombrado “Lord”. Como por ley los ciudadanos canadienses no pueden recibir títulos de nobleza, Black no tuvo problema en renunciar a su propia nacionalidad a fin de lograr su ansiado título.
Como solía decir ese gran humorista argentino “Zorro” Iglesias, “¿de qué le sirvió todo eso?” Lord Black, al mejor estilo de los estafadores “rascas” terminó en prisión—cumplió un año de una sentencia de seis—y ahora se halla ante la posibilidad cierta de volver a prisión por nuevos cargos hechos contra él por la procuraduría de Estados Unidos en Chicago. En juego hay millones de dólares de numerosos fraudes, robos de fondos de accionistas y otras movidas por el estilo.
Alguien podrá decir que esto de querer tener cada vez más dinero es simplemente una adicción, el que tuvo su primer millón quiere hacer otro, eventualmente llegar a ser multimillonario. Se desencadena así una lógica perversa en la que poco importa quienes queden en el camino. Con arrogancia aquellos que hacen estas jugadas se referirán a ellos como “losers” (perdedores), y hacer dinero será la sola meta válida. No hay otra, no puede haber otra.
Creo que Marx tenía razón en no poner el énfasis en el aspecto ético del capitalismo, la ética para él era una ideología, en el sentido de “falsa conciencia” por lo que eso no era el tema central para él ni el fundamento de su crítica al sistema capitalista, pero en el mundo de la lucha política de hoy los argumentos sobre el deterioro ético que el capitalismo comporta no están de más, en especial considerando que mucha gente perjudicada por las acciones de sujetos como los “frescos” de La Polar, valga la correlación metafórica, han sido a su vez manipulados a partir de visiones supuestamente éticas de esta sociedad: uno debe responder por sus deudas, se trata de una cuestión de honorabilidad, se les ha dicho. Posiblemente si son cristianos se les ha enseñado que la usura es un pecado.
Por cierto los frescos y sinvergüenzas en todas partes, Lord Black en Norteamérica o los que montaron el esquema para esquilmar a los clientes de La Polar, siempre pueden recurrir al viejo sofista Trasímaco antes mencionado, pero si se ha de buscar compañía filosófica para esto que llamamos la actividad financiera prefiero quedarme con Aristóteles.
En su texto Política, Aristóteles hacía una distinción entre lo que llamaba oikonomikos lo que pudiéramos llamar la economía familiar y el intercambio que a partir de ella pudiera generarse, la que consideraba esencial para la subsistencia de una sociedad, y chrematisike lo que se refería al comercio o intercambio para hacer ganancia o especular. El filósofo consideraba esta última actividad como “totalmente desprovista de virtud” y no vacilaba en llamar “parásitos” a aquellos que la practicaban.
No estaría de más que alguien desenterrara esas palabras escritas hace más de veintitrés siglos y se las arrojara a los muchos parásitos que hoy día en Chile despojan a quienes hacen un trabajo efectivamente productivo. Y nótese que para esto ni siquiera es necesario recurrir a Marx que siempre puede causar algún temor, mucho antes que él Aristóteles ya había advertido sobre esos sujetos, así llamados hombres de negocios: manga de parásitos más bien.