El gran capital y las grandes corporaciones, con la ayuda de los organismos financieros internacionales y los gobiernos de turno, prepararon el terreno para la gran escena final. El paroxismo neoliberal incluía en su teorema el crecimiento y las ganancias perpetuas. Un proceso de crecimiento, pero inorgánico, enfermo. Crecer, expandirse, pero como un tumor, a costa del cliente, de los mercados, de los inversionistas.
Los activos tóxicos de las subprimes circulando como una metástasis financiera por todo el planeta, las deudas incobrables de La Polar, repactadas, recicladas, remozadas y amplificadas, atrayendo a pequeños inversionistas y a fondos de pensiones. El Rey Midas sucumbió bajo su exceso, bajo su obsesión y ambición, pero sin duda por su figurado triunfo. Cuando parece que todo ha sido dominado, cuando hasta las pérdidas han mutado en riqueza, la bazofia en oro, no estamos en la gloria del capital, sino en su ruina.
La Polar, Falabella, Cencosud, Ripley, han conocido este crecimiento perpetuo, que les llevó a buscar nuevas fronteras en su aventura latinoamericana. Conquista de mercados, acumulación de ganancias, nuevas marcas en los ranking empresariales. Falabella y Cencosud, sobre la base de la fruición por el consumo, que ha sido también la nueva utopía de políticos y oficiantes del mercado, han pasado a encabezar los primeros lugares de los grupos económicos chilenos. Y lo han hecho sobre el mercadeo, sobre la publicidad, sobre el crédito y otras ilusiones. Han levantado sus prodigios financieros sobre lo superfluo, lo inútil. Sobre el accesorio improductivo, sobre el tumor socioeconómico.
El consumo sin freno es el alimento del retail y su obesidad: una despensa compuesta de cándidos pero hoy ya debilitados consumidores. Aquella supuesta disciplina de pago del consumidor chileno se ha estrellado con la realidad, que es empobrecimiento, carestía, insolvencia. El cumplimiento del mito liberal del crecimiento sin límites de las ganancias ha llevado adosada también su perversión, que ha sido faenar y despostar aquel mercado. Si esta política extrema vale para el retail y los servicios financieros, también calza con la industria productiva: su psicosis por la ganancia conduce a la desolación, como sucede con los recursos naturales y con el medio ambiente.
La concentración excesiva de la riqueza es un proceso que conduce a la destrucción social y económica. Como un agujero negro, que ya ha absorbido todo su entorno y finalmente hace implosión: colapsa hacia su interior. Lo que queda es la ruina, el vacío, el mal.
El filósofo Jean Baudrillard escribió un visionario ensayo hacia comienzos de los años noventa sobre los fenómenos extremos titulado La Transparencia del Mal. Y en uno de sus pasajes, se refiere al Teorema de la Parte Maldita, que es la consecuencia terrorífica de la producción ininterrumpida de positividad. Porque si la negatividad engendra la crisis y la crítica, la positividad hiperbólica engendra la catástrofe. Los cataclismos financieros de los últimos años y el actual son la consecuencia de aquel síndrome del crecimiento perpetuo, de la riqueza infinita. Es el efecto de una obsesión mantenida de manera enfermiza por la ambición. Un trastorno ansioso, compulsivo y colectivo.
La Parte Maldita surge cuando no hay ni dosis, ni freno, ni crisis. Es la exageración de todos los procesos, es la obsesión del triunfo, elevado cual único paradigma del mercado. La gran corporación ya no dosifica, ya no vislumbra límites y obstáculos porque los ha vencido todos. Y allí está su destrucción. Igual que un cuerpo biológico que ha eliminado sus parásitos, gérmenes y otros enemigos biológicos, colapsa por su inmunodeficiencia.
Cualquier intento de redención de la parte maldita, dice Baudrillard, de redención del principio del Mal, sólo puede instaurar paraísos artificiales. Estos sí son un autentico principio de muerte.
PAUL WALDER