A principios de los sesenta Dylan comenzó a escribir la música que cinco o seis generaciones han oído para visualizar auténticas imágenes poéticas. Entonces yo, que no cumplía diez años, no sabía quién era el muchacho de cabellos locos que escuchaban los chicos más grandes y avispados. En mil novecientos ochenta y tantos, Jorge Belarmino Fernández –quien conoce a Bob Dylan como nadie– solía invitarme a escuchar algunos de sus discos hasta que aparecían “blanquísimos acantilados del amanecer”. Ya desde entonces me parecía como si hubieran caído diluvios de tiempo sobre “Blowin in the Wind”, el himno que pertenecía a un reino casi virginal, reino de mi maestra de inglés, una estadunidense de origen mexicano que exigía derechos civiles para todos. Esa muchacha nos enseñaba la lengua de Shakespeare cantando “The answer my friend, is…”
En la segunda mitad de los setenta, cuando los últimos jóvenes de mi generación leían On the Road, yo viajaba en autos destartalados o hacía autoestop haciendo coros de vagabundo: “¿Cuántas carreteras debe un hombre caminar antes de que lo llamen hombre?” Entonces Henry, The Boy, el último filósofo de la vieja banda que tocaba la guitarra y la armónica al estilo de Tennessee, solía asombrarnos explicándonos cosas de la vida apoyado en el escéptico Dylan, en Nietzsche y en Heidegger. Naturalmente, al rato nos alcanzó la falta de fe, el hastío y comenzó la diáspora. Más tarde, Dylan, el judío agnóstico y errante, daba uno de sus giros más inesperados convirtiéndose al cristianismo.
Hasta antes de 1985 disfruté los discos más poderosos del compositor que nació en Duluth, Minnesota en 1941; pero en la primavera de ese año escuché unas cintas inéditas; por supuesto Belar me habló de ellas a tiempo, pero yo llegué con un retraso de seis años a Save y a Slow Train Coming. Aunque lo único que me importaba era oír esa música, no dejaba de hacerme ruido saber que el héroe de la nueva izquierda estadunidense había dado un giro de ciento ochenta grados; más de tres veces el ídolo de la new left había despreciado la crítica burda de los sectores “progresistas” de Estados Unidos. Lo que no sabía es que Dylan había sufrido una separación afectiva que le provocó una crisis espiritual profunda. Eso lo entendí una noche, cuando en el puerto de Veracruz, gracias al aullido hipnótico que hacía una locomotora ensamblada con un gospel de Dylan, al fin logré despegarme de la mirada de una andaluza cuyos ojos dorados y agitanados me habían arrebatado la conciencia. Como pude, logré llegar a la terminal de trenes. En la vieja estación me di cuenta de que ya no había ninguna vía férrea por donde deslizarse; enfrente estaba el mar y más lejos estaría amaneciendo en Europa. Desde ese momento, y aunque muchos fans de Dylan no apreciaron esa pieza, cuando compré mi boleto para regresar a la ciudad, supe que Slow train coming es un disco al que siempre puedes recurrir para que, como dice Séneca, “no dejes que nada ni nadie te conquiste… salvo tu alma.”
“El ego del hombre está hi
Meses después, durante el terremoto que devastó a Ciudad de México, falleció un músico que, como el Dylan folk, solía acompañarse con armónica y guitarra para cantar algunos blues donde por primera vez el español sonaba natural. En sus composiciones mezclaba algo de la nueva trova cubana, de Tin Tan y hasta de Chava Flores, pero era evidente que el “profeta del nopal”había asimilado el estilo estético del “profeta de Tennessee”. Rodrigo González le daba aliento a un movimiento de rock mexicano que –junto con el surgimiento de la sociedad civil– le abría paso a nuevas formas de expresión en español que los jóvenes de mi generación, exceptuando las cancioncitas de fresa y chocolate, las locuras del Triy el ingenio de Botellita de jerez, sólo escuchamos poesía con gran dificultad en el rock que se hacía en Inglaterra y en eu. Con ese movimiento de rock en tu idioma apareció la mítica Santa Sabina. Sus fundadores, la cantante y performance woman Rita Guerrero y el extraordinario Alfonso Figueroa, con el resto de la banda, asumían las letras alucinantes que escribía la poeta Adriana Díaz Enciso. Otros grupos importantes que exploraban con posibilidades metafóricas en español fueron Real de Catorce, Caifanes, Maldita Vecindad y Café Tacuba. Gracias a la maestra hippie de la secundaria no fue tan difícil que lograra “ver” algunas insólitas imágenes Bob Dylan en inglés y después de Aurora en español.
“¿Cuántos años pueden algunas personas existir antes de que sean libres?”
Diez años más tarde publicaba algunos brebajes filtrados a través de los vasos comunicantes de la literatura. Decía que al finalizar el milenio la historia de las letras parecía desembocar en un puerto –por supuesto, inconscientemente estaba pensando en la heroica ciudad de Veracruz–; ahí, algunos escritores se disponían a partir llevándose los textos de sus autores más preciados. Junto a poemas antiguos, como si fueran cartas de navegación, extendimos nuevos textos para que algunos escritores, como Paul Auster un día lo hizo, se hicieran a la mar buscando alguna de las ciudades invisibles en Europa; o en su defecto Ítaca; “puerto imposible en la mente genial, no de Pound, sino de un pastor de cabras por siempre contemporáneo”. Los menos académicos escribirían letras de blues y rock para contar sus odiseas fantásticas. Los poetas más serios y maduros, invocando a entrañables capitanes de navío, se aprestarían a descubrir nuevas rutas de navegación para cantar una renovada historia del amor y las ideas. En ese extraño fondeadero finisecular, a la mañana siguiente de ese ya postmoderno 1995, críticos, lectores y audiencias seguían esperando a que musas y quimeras virtuales hicieran su aparición en un gran concierto convocado por jóvenes poetas. Sin embargo, era engañoso el déjà vu, porque en ermitas, sinagogas, tabernas, liceos, talleres, academias y portales del fondeadero imaginario, uno que otro juglar se animaba a pensar: “Sólo yo poseo las llaves de esa farsa salvaje”, mientras Rimbaud, el ruin bardo predilecto de Bob Dylan –y de buena parte de aquella “inmensa minoría” que se enamoraba y tomaba cervezas en la Rambla– se olvidaba de ese juego para atravesar los “blanquísimos acantilados del amanecer”. Los más audaces hicieron ondear innovadoras experiencias verbales y tomaron por asalto a través de la fibra óptica el siglo XXI. Otros siguieron dialogando con sus muertos sobre el papel. Así se producía la transfusión poética que amenazaba con reventar las arterias comunicantes de algunas experiencias literarias inevitablemente postmodernas. A nadie le importaba ya saber que la verdad y el olvido formaban antesalas virtuales en esa nueva eternidad que proclamaba el fin de la Historia. No muy lejos de este clima espiritual, Bob Dylan seguía haciendo música con los restos del botín sagrado que brillaba en la dársena de enfrente. Experimentando con algunos géneros de la música estadunidense, folk, country, blues, rock, jazz, producía poderosas imágenes que, como él mismo lo ha confesado, además de que esas “fanopeas” aparecían en su mente, provenían de la poesía que había leído de los malditos: Baudelaire, Verlaine; de los beatniks: Kerouac, Burroughs, Ginsberg; de los románticos: Byron, Shelley, Keats; de viejos y modernos maestros clásicos: Shakespeare, Poe, Faulkner. Todo esto provocó que algunos “intelectuales insensatos”, año tras año opinaran que merecía ser candidato al Premio Nobel de Literatura. Por supuesto, Dylan no necesita eso y tampoco sería aceptable para la inmensa República de las Letras. Sin embargo no está por demás preguntarse: “¿Cuántas veces puede un hombre girar su cabeza y fingir que no te ha visto?” (“Blowin in the Wind.”)
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Ya en el presente siglo, algunos de mis amigos escritores, dos de ellos poetas muy buenos y queridos, me han dicho que con gusto dejarían de escribir poesía para dedicarse a la música. Con esa idea dándome vueltas, me propuse hacer un recorrido poético y cronológico con lo que parece ser la obra clásica de Dylan. Arranqué con The Freewhelin’ Bob Dylan, seguí con The Times they Are a-changin, luego Another Side of Bob Dylan, Bringing All Back Home y cerré ese bloque con Blonde On Blonde, dejando para el final los famosos álbumes espirituales y sus discos más recientes. Cuando tuve una visión de conjunto, entendí que esa música –que cabe en una memoria USB de medio GB– integra una parte definitiva de la historia cultural de Occidente. Para lograr la autenticidad que imprime a sus composiciones –concepto en franco desuso para la cultura postmoderna–, Dylan ha buceado en corrientes subterráneas románticas y oscuras, por ejemplo en antiguos himnos celtas. También ha sublimado el hipnótico movimiento de trenes creando ritmos deliciosos acompañado por farmers trashumantes. Ha recuperado las voces de viejos compositores de blues, de singers cuyas cuerdas vocales parecen afinadas por la gracia, el sonido de guitarristas mitológicos; el clamor de out siders anhelantes y de negros surrealistas que saborean sus armónicas curadas en alcohol. Dylan ha integrado a su música el prestigio de una genuina tradición rebelde; con ella ha dado respuestas políticas y culturales, por ejemplo, a los incuestionables críticos de izquierda, al esteticismo afectado y al racismo militante. Por todo lo que para él significa su maestro, el poeta y cantante Woody Guthrie, Dylan compuso infinidad de pequeñas batallas en las que resulta imposible determinar qué fue lo que existió primero, si fue la poesía o fue la música. Con esos materiales de tan “espinosa” comprensión, Dylan ha puesto a bailar a los pueblos pobres de Virginia, de Nueva York o California; ha conseguido que becarios de las universidades de EU y de Europa, junto con las chicas que defienden los derechos civiles de la humanidad, coreen “Like a Rolling Stone.” No es gratuito que Leonard Cohen, Sam Shepard, el asesor cultural del príncipe de Asturias, Sam Peckinpah, Jorge Belarmino, mi dulce maestra de la secundaria y medio mundo, estén de acuerdo en que su voz épica y aguda nos alienta, porque esa voz durante cinco décadas ha sido irreductible a la poderosa seducción de las ideologías y de los mass media: “Aunque sé que el imperio/ de la tarde ha vuelto a convertirse en arena,/ se ha desvanecido entre mis manos, me ha dejado a ciegas/ y de pie, pero no ha logrado dormirme todavía./ Me asombra mi abatimiento, estoy plantado en mis zapatos,/ pero no hay nadie a quien tenga que ver./ Y la antigua calle vacía está demasiado muerta para soñarla.” (“Hey! Mr. Tambourine Man.”)
Creo que no es imposible que poetas antiguos como Dylan Thomas o Walt Witman tuvieran revelaciones en las que supieron que llegaría el día en que sería muy popular cierto tipo de juglar irreverente, divertido pero íntegro, tan audaz y buen artista que sería capaz de convocar a miles de personas a celebrar la vida. No recuerdo bien, no sé si de verdad ahí estaba Dylan, pero me gusta imaginar que hace algunos años escuché a ese artista heterodoxo tocando en un cobrizo palacio mexicano. Especulé que para atravesar esos umbrales, para acceder a ese tipo de experiencias místicas-poéticas de imágenes precisas, de ritmo superior y clara inteligencia, era preciso que mi banda volviera a reunirse; de lo contrario tendría que esperar a que en un palacio blanco nuestro héroe viniera a tocar con la sinfónica de Nueva York o la de Londres. Definitivamente esto sería más sencillo si sólo fuera capaz de ligar tres acordes bajo el influjo dorado de mi amiga, la ex gitana andaluza: “¿Cómo se siente ser tú misma, sin un rumbo determinado, como una completa desconocida, como una piedra que rueda?”(“Like a Rolling Stone), o soportar la última mirada que me lanzó el golden retriever, bajo la sombra púrpura de un árbol.