Chile alquilado, traspasado a un capital convaleciente, ocupado por hombres, pero que parecen inquilinos de piedras. Chile está demasiado oscuro aunque es pleno día.
Li dice que la Alameda es el tabernáculo de los pobres, el “sanctasanctórum” de hombres parecidos a los chinos. Sus palabras son la ascensión del “yo acuso”. Sus compañeros de liceo la adoran: “no hay racismo en Chile sino que sufrimiento de masas”, me dice. Es beneficioso que lo diga Li y no un chileno, aunque ella se ha nacionalizado y dice ser santiaguina… no “chilena”. Li es un cauce de palabras, un reguero de adjetivos que nadie logra imitar. Es lógica, real y verdadera. Me pide que le pague una Bilz. Pago dos gaseosas a una mujer que vende sus cosas en la calle y nos vamos a sentar a la entrada de un pasaje comercial. Miramos pasar la gente. Algunos van rezando. Es oportuno que lo escriba: cada diligencia que se hace en una oficina de Santiago y resulta buena, pues, la gente sale persignándose y pensando en la inmensa deuda que tiene con los santos de su iglesia. Un gobierno dura 4 años… si es malo… pues las iglesias se verán invadidas de velitas encendidas… si el gobierno es humano… no se encontrarán las velas sino que a las familias enteras paseando por el centro o el cerro Santa Lucia. Yo, me dice, Li, creo en Buda. Mis compañeros de clase llevan un Buda en su mochila… En Chile no hay problemas porque todos, o casi todos, creen más en Buda que en la Iglesia. Esas palabras me llevan a la época del 1968. En la penitenciaria, como negociantes externos del penal, vendíamos material de suelería para los reos rematados. El loco Pepe, llevaba en su bolsillo un Buda… otros reos también y los vendedores de materiales le encendían velas. Muchos chilenos ponen al lado de una virgen un Buda. Li me pregunta si me estoy aburriendo con su compañía. Me siento amalgamado a su lado… pero no lo digo. Li es como una araña que atrapa. No chilles, me dice un susurro de viento fresco que pasa por mi oreja. No pienso chillar, respondo… porque eso es como ponerle una cruz a la araña y sepultarla al aire puro. (Muchos lectores pensarán que (sepultarla) no es correcto, sino que crucificarla es la regla, pues, no nos sometemos a los símbolos pensando… aquí, con la araña nos jugamos por sepultarla… bajo las capas del viento) Me estoy dando cuenta que en las pocas horas que llevo en Chile dependo de Li. Es tierna. Podría ser mi hija. Para ella soy un hombre. Cierto, decir hombre puede también traducirse en “cuadrúpedo”, pero no es lo que ella piensa de un hombre porque siente respeto por su padre, por la filosofía de Confucio, por los hombres que le dan seguridad. Deseo despedirme de Li. A las cuatro de la tarde tengo un encuentro con un viejo amigo escritor. Le digo que es bella la vida, que es bello haberla encontrado y que es bello poder programar un nuevo encuentro con ella. Me dice que no haga la reunión con mi amigo escritor porque si desea encontrarse conmigo es para hablar de cosas que no florecieron en el momento que se hablaron. Miro mi reloj. Al otro lado de la Moneda, tengo mi encuentro con el escritor. Li, sabe leer la mente. Sabe lo que dijo… porque es verdad que los hombres buscan provecho de los otros hombres. Ella no busca provecho. La he conocido hace apenas un par de horas. Deseo abrazarla, no para sentir su cuerpo joven y solido…sino para sentir esa piel de castor que lleva en sus huesos. Deseo mil cosas. Levantar los rieles del metro y regresar a los tiempos tranquilos. Li no piensa aceptar mi retirada. Yo no pienso resistir. Ella también está en mi situación, pero no lo dice: ni la mirada esclavizadora que nos da una paloma, ni la sirena de un autopatrulla nos reprime por trasgredir la ley del silencio que vive Chile. Hablamos, hacemos una diana de la luz que no hay en la patria porque, francamente, es una linterna a pila. Suena mi teléfono: es mi amigo escritor y me pide que cambiemos la hora de encuentro. Li, parece feliz. Hace de nuestro encuentro un crucigrama. Me siento un lolo junto a ella. Los viejos podemos amar como los jóvenes, me dice. Todo es afectividad de un momento raro. Somos el reto contra el sinsabor de las cosas. Li me toma de la mano. Es apasionante la manifestación que surge en el sudor de las palmas. Dime tu edad, le pido. No temas, me dice, tengo 23 años. Empezó algo tarde sus estudios. Ante la negación de sus padres, ahora, el resentimiento de sus padres. Li es inteligente, es la nerviosidad de su familia porque su padre, como la cultura china lo pide, tiene proyectos para sus hijos hombres pero no para ella. Me dice que tengo un rostro de chino de ciudad. Nunca había reído tanto. La invito al Museo de la Memoria. Caminamos hacia la Moneda. Tomados de la mano, caminamos hacia unos muros que fueron destruidos a cañonazos que ahora, pues, los repararemos con un pensamiento constructivo para el futuro de las nuevas generaciones. Unos carabineros nos miran con recelo. Li, dice un verso en chino… me imagino lo que dijo: el carabinero responde: “Welcome”. Reímos y cruzamos los muros de un palacio que tiene escrita la historia de un pueblo.
Continua