
Al alba del 24 de marzo del 2011 un aullido de perro parece pedir “marcha atrás”. Es delicado su llanto y produce angustia. Otros perros ladran con desasosiego. Tratan de apretujar sus aullidos y el rumor, ni arremangado ni recogido, se abalanza contra todos: casero, patrones, gobierno y alquiladores. La obra del aullido no es más que la alegoría de un problema chileno.
Las calles de Santiago, a eso de las 7 de la mañana, parecen ser prudentes, simpáticas y hasta galantes. Subir al Metro o a un Transantiago lo gentil desaparece, el humano se transforma en desvelo de carnes y combates de perfumes. Los piojos (dejo en claro que en el mundo el piojo existe. Todas las escuelas de parvularios viven el problema: inicia el año escolastico y también inicia la compra de tanas). –como suele ocurrir- saltan de cabeza a cabeza. Es la amabilidad del alba, lo diplomático y moderado de un intercambio desagradable porque, señores, guste o no, una señora me dijo en la calle que muchos pasajeros se mojan la cabeza con colonias baratas para que en el Metro o Transsantiago no le peguen las liendres. No es gracioso tener piojos. Muchas familias viven el problema: no es por falta de aseo, tampoco por falta de hambre, sino que por causas nerviosas. Chile vivió una época humana, generosa y hasta casi zalamera. Hoy se favorece el egoísmo, el desprecio, el adiestramiento de la vulgaridad. Todo se ha vuelto rudo. No hay calle que no tenga historia.
Todos, y lo digo sin pelos en la lengua, se han amotinado en el silencio. Antes las marchas de las ollas vacías, hoy las marchas del sometido. La sublevación del chileno queda escrita en los libros de historia porque hoy por hoy, nadie lograría insurreccionarse contra las cartas de crédito.
Si uno desea hacer una pregunta a un santiaguino debe hacerla tipo entrevista porque sino no responden. Aquí o acá hablará de todo un mundo imaginario que nunca ha vivido. Dirá que es profesor de gasfitería en los Estados Unidos y que se encuentra en Santiago cobrando unas platas de una familia chilena que le hizo perro muerto. Es la fosita de los deudores, la acumulación del “pa’ qué le vamos a pagar a este roto de mierda”. El profesor de gasfitería me habla de tres millones de pesos. Dice que se encuentra alojado en un hotel de tres estrellas, muy cerca de la torre Entel… y que paga ciento cuarenta dólares por noche. Le pido que me hable de su infancia. El hombre me pide un pucho. Es respetuoso, complaciente y algo empalagoso. Lo invito a un café. Adula a la camarera, mima un gato y aprecia mi reloj. “Tuve un reloj igual al suyo” me dice. Me doy cuenta que se ha enamorado de un reloj que no tiene valor alguno. Es un Swatch simple y corriente: lleva una pulsera de metal y de color oro. Desea que se lo muestre. No temo. Lo saco y se lo entrego. Me mira algo preocupado. “ ¿No teme que yo arranque con su reloj?”. Sonrió. Me llega a la mente una película antigua. El que mata por la espalda será asesinado por la espalda. Le digo que si arranca con el reloj pues un día menos pensado otro arrancará con el mismo reloj. “Usted me está amaestrando para honrado, tío” me dijo y me devolvió mi reloj. En fin, el hombre no era ni profesor de gasfitería ni cliente del hotel de ciento cuarenta dólares… era, un chileno perdido en su propia patria y, al despedirse, me pidió mil pesos para comprarse un par de pan amasados y llevarlos a su hijito.
Continua