Yo me hallaba en las calles de Tokio cuando se produjo el terremoto. El suelo tembló con violencia, mientras bailaban ante mis ojos y durante un buen rato los edificios. Nunca había experimentado, ni de lejos, cosa semejante, y me percaté al instante de que algo terrible había sucedido. Lo primero que me vino a la cabeza fue el terremoto de Kobe en 1995, en el que perecieron más de 6000 personas. Aunque no experimenté personalmente el terremoto de Kobe, afectó a mi región de origen, en la que vivían muchos parientes y amigos, de manera que acudí sin tardanza al escenario del desastre. Anduve por las calles, y vi edificio tras edificio convertidos en ruinas.
Es evidente que el actual rebasa por mucho el desastre del terremoto de Kobe. Pues también incluye el daño infligido por el tsunami a las regiones costeras a lo largo de centenares de kilómetros, así como el peligro de una catástrofe nuclear. No son, empero, las únicas diferencias. El terremoto de Kobe fue completamente inesperado. Aparte de un puñado de expertos, nadie había concebido la posibilidad de un terremoto allí. El terremoto reciente, en cambio, había sido anticipado. Los terremotos y los tsunamis han venido inveteradamente asolando la región nordeste del Japón, y en los últimos años se habían oído frecuentes alertas. Por otro lado, la energía nuclear siempre ha levantado una fuerte oposición, vivas críticas de y no menos vivas alertas. Sin embargo, la escala del terremoto superó cualquier pronóstico. No es que la escala del tamaño desastre no pudiera anticiparse, sino que se evitó intencionadamente.
Hay otra diferencia. Aun cuando el terremoto de Kobe ocurrió tras el fin de la economía de la burbuja de los 80, cuando la recesión económica estaba ya en curso, las gentes todavía no se habían percatado plenamente de la defunción de la economía japonesa de alto crecimiento. Por eso el terremoto de Kobe apareció inicialmente como un símbolo de la decadencia económica japonesa. Lo que, sin embargo, fue cayendo en el olvido, a medida que la nación se afanaba en recuperar una época en la que se hablaba del Japón como “un número uno”. No fue sino luego del terremoto de Kobe que Japón adoptó de corazón las políticas económicas neoliberales, so pretexto de revigorizar la economía.
En cambio, la consciencia del declive económico japonés estaba muy difundida ya antes del actual terremoto. La menguante tasa de natalidad y el envejecimiento de la población no dejaban margen para una visión color de rosa. Aun cuando la huera retórica nacionalista a favor de un renacimiento del Japón como superpotencia económica sigue dominando nuestros principales medios de comunicación, en el corazón de las gentes ha arraigado otra visión, más realista, pronta a admitir una perspectiva indefinida de bajo crecimiento y la necesidad de construir otra economía y otra sociedad civil nuevas. En este aspecto, el reciente terremoto no llega como un choque sorpresivo para la economía. Más bien robustecerá las ya presentes tendencias, viniendo en cierto sentido a reafirmar y poner en el centro los asuntos que se dejaron de lado tras el terremoto de Kobe.
Lo que primero me impresionó del desastre de Kobe fue la relativa compostura de los ancianos que habían perdido sus hogares. Su actitud era la de que, habiendo empezado de la nada de las abrasadas ruinas de la II Guerra Mundial, no tenían ahora sino que empezar de nuevo de la nada. Luego, la muchedumbre de jóvenes voluntarios crecidos en la época de la prosperidad, venidos de todo Japón para ayudar y formar comunidades de ayuda mutua. Ese fenómeno no era único del Japón. He oído hablar de milagros parecidos luego del terremoto de Sichuan en China.
Tras examinar el terremoto de San Francisco en 1906 y otras catástrofes posteriores parecidas en su libro Un paraíso construido en el infierno, Rebecca Solnit concluyó que esas extraordinarias comunidades nacen del desastre”. Se cree comúnmente que cuando se disipa el orden, surge un estado hobbesiano de naturaleza en el que los humanos se comportan como lobos con otros humanos. Lo cierto es, sin embargo, que las mismas gentes que se miran con mutuo temor bajo un orden social creado por el Estado, forman comunidades de ayuda mutua en medio del caos engendrado por el desastre, un tipo espontáneo de orden que difiere visiblemente del que se da bajo el Estado.
Fue ese tipo de comunidad la que nació de la catástrofe generada por el terremoto de Kobe. Pero también jugó su papel la particular experiencia histórica del Japón. Pues las ruinas provocadas por el terremoto evocaban poderosamente las condiciones psicológicas que siguieron a la II Guerra Mundial, cuando la gente se juntó para reflexionar sobre la guerra y sobre la historia del Japón moderno que llevó a ella. El “paraíso” que se formó en las secuelas del desastre fue, empero, efímero, y la memoria de la guerra desapareció con él.
Cuando se restauró el orden tras el terremoto de Kobe, la tendencia que se impuso fue la de servirse del desastre como de una oportunidad para hacer negocios con el renacimiento económico. El primer ministro Koizumi alentó, más si cabe, políticas neoliberales, y violó la pacifista constitución de postguerra enviando, bajo el remoquete de “Autodefensa”, fuerzas japonesas a Irak. Al final, el resultado fue el estancamiento económico y un hiato creciente entre ricos y pobres. Consecuencia: el Partido Liberal-Democrático, que se había inveteradamente mantenido en el poder, tuvo que cederlo al Partido Democrático de Japón. Sin embargo, la nueva administración fue incapaz de embarcarse en un nuevo curso.
Tal es la situación en que aconteció el reciente terremoto. Una vez más, el desastre evocó las carbonizadas ruinas de la postguerra. Además, la crisis en la central nuclear de Fukushima no puede sino traer a la memoria los recuerdos de Hiroshima y Nagasaki. Los japoneses de postguerra han tenido una gran aversión a las armas nucleares y a la energía nuclear en general. Huelga decir que había una fuerte oposición a la construcción de centrales energéticas nucleares en Japón. Sin embargo, a consecuencia de los shocks petroleros de los 70, el Estado afirmó y estimuló el desarrollo de plantas nucleares. Las primeras campañas proclamaban la necesidad de la energía nuclear para el crecimiento económico, mientras que en los últimos años se prefería decir que la energía nuclear podía contribuir a la reducción de las emisiones de carbono, y por lo mismo, a aliviar las presiones sobre el medio ambiente. Que tales consignas publicitarias no eran sino una forma criminal de engaño por parte de la industria y del gobierno, es cosa que ha quedado de todo punto acreditada en los sucesos de estas últimas semanas.
Entre las ruinas del Japón de postguerra las gentes reflexionaron sobre la senda recorrida por el Japón moderno. Pugnaces con las potencias occidentales, los japoneses modernos aspiraban al estatus de una gran potencia militar. La evaporación de ese sueño en la derrota militar de la nación llevó a otro objetivo, el de convertirse en una gran potencia económica. El final colapso de esa ambición ha sido patentemente puesto de manifiesto por el terremoto reciente. Aun sin el terremoto, estaba condenada al fracaso. La verdad es que lo que está fracasando no es sólo la economía japonesa. A comienzos de los 70, el capitalismo mundial entró en un período de grave recesión, y desde entonces ha sido incapaz de sobreponerse a la caída tendencial de la tasa general de beneficio. El capital ha buscado una vía de salida de ese declive a través de la inversión financiera global y mediante la extensión de la inversión industrial hacia lo que antes se llamaban regiones del “tercer mundo”. El colapso de esa estrategia quedó patente en el llamado shock de Lehman. Por lo demás, el desarrollo acelerado de países como China, India y Brasil sigue su curso. Pero ese acelerado crecimiento no puede durar mucho. Es inevitable que los salarios crezcan y se alcance un límite en el consumo.
Por eso el capitalismo global se hará insostenible en 20 o 30 años. Pero el final del capitalismo no es el final de la vida humana. Aun sin desarrollo económico capitalista, aun sin competición, las gentes son perfectamente capaces de vivir. Es verdad: la economía capitalista no se extinguirá sencillamente. Resistiéndose a su final, las grandes potencias seguirán sin duda combatiendo por los recursos naturales y por los mercados. Pero yo creo que los japoneses no volverán nunca más a secundar una senda tal. Sin el reciente terremoto, el Japón habría sin disputa proseguido su triste combate por un estatus de gran potencia; ese sueño resulta ahora inconcebible, y ha de ser abandonado. Lo que el terremoto ha producido no es la defunción del Japón, sino la posibilidad de su renacimiento. Bien podría ser que sólo entre ruinas puedan los pueblos ganar la valentía necesaria para emprender un rumbo radicalmente nuevo.
Kojin Karatani (Amagasaki, agosto de 1941), profesor de la Universidad Meiji de Tokio, es un filósofo marxista libertario japonés internacionalmente reconocido.
Versión castellana para www.sinpermiso.info: Ventureta Vinyavella (sobre la traducción inglesa de Siji M.Lippit)