
Desde hace aproximadamente trece años no participo por voluntad propia en actividades vinculadas a la Iglesia Católica: no asisto a las misas, no dono mi plata al hogar de Cristo, no repto en dirección al Santuario de Sor Teresita, no deposito limosnas en los palacios episcopales ni observo con devoción a la purísima ni a los santos legalizados por el Vaticano. Sin embargo, mi decisión de cortar lazos con la institución de la piedad y la misericordia no ha tenido nada que ver –por suerte- con curas pedófilos o monjas amantes de la lujuria, sino más bien por una cuestión de salubridad mental, de liberación intelectual, sensorial y espiritual…
A pesar de toda la admiración que siento por el gran Karl Marx –el filósofo y el activista- su doctrina de “la religión es el opio del pueblo” siempre me ha parecido pobretona e insuficiente para abarcar las profundas problemáticas religiosas y espirituales de nuestro tiempo. Más allá de su intrínseco eurocentrismo (Marx dialogaba única y exclusivamente con occidente en estas materias), creo que la teoría “del opio del pueblo” no puede explicar cabalmente el sentir y el pensar de un Cristiano de los de ayer, de los de hoy y de los tres o cuatro que sobrevivirán en el futuro. Mi lejanía de la iglesia Católica, por lo tanto, no fue ocasionada por la memorización irresponsable de “las frases de Marx”, sino más bien fue un producto de dos momentos específicos y con significado particular. El primer momento fue definitivamente docto y casi una revelación: tuve la desgracia –o la fortuna-de leer a Nietzsche y a Russell en el año 1999, a espaldas de mis padres y cuando cursaba primer año medio. Por aquel entonces me pareció que la creencia en un Dios omnipresente y todo poderoso, dueño de una riqueza indescriptible y culpable de tantas desgracias, era una creencia inexorablemente idiota: aquellas lecturas sólo corroboraron mi nula fe en la deidad. Pero el momento decisivo ocurrió en 2000, cuando a petición de mi madre, comencé a asistir al rito católico de la Confirmación. Recuerdo que durante la tercera reunión, tuve la “desfachatez” de criticar a uno de mis catequistas (“Leo” se llamaba) por su llana ignorancia en cuestiones divinas y su insoportable demagogia. Le dije en su cara que su “discurso latero” me había “dormido el poto” y que debería dar la oportunidad a los disidentes para que éstos también expusieran sus opiniones y visiones de mundo. Tamaña osadía provocó que, una vez terminada la tertulia, mis compañeros de confirmación trataran de lapidarme a las afueras de una capilla llamada –irónicamente- Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, y con los catequistas consintiendo todo el show. Aún recuerdo los piedrazos que me llegaron directo a la espalda y la lista de improperios espetados en mi honor. Desde ese día en mi familia somos casi todos ateos.
Mi ateísmo, sin embargo, no me ha impedido desatender otras necesidades espirituales y una que otra creencia que fácilmente puede vincularse al sentir religioso. Por ejemplo, creo en un más allá, en la posibilidad de una vida con sentido ulterior, en la comunicación con los espíritus y en la reencarnación. Mi propia investigación de posgrado versó sobre la teoría de la inmortalidad del alma de Platón y he participado en diálogos –aunque yo no escuché absolutamente nada- con seres del otro mundo tanto en Chile como en el extranjero: sin ir más lejos, durante algún tiempo fui miembro de una asociación internacional de espiritistas. Y a pesar de todo esto, a pesar de la profunda admiración que siento por filósofos católicos, apostólicos y romanos (con minúscula) jamás se me ocurriría volver a formar parte de una organización nefasta, maquiavélica y encubridora de criminales como es la Iglesia Católica ¡Dios, si existes, líbrame!
Cualquier sujeto que en estos momentos anhele internarse en los engranajes de una maquinaria religiosa y capitalista como la Iglesia Católica, debe comprender que está tratando de formar parte de una tradición milenaria de fechorías, clasismo, racismo, antisemitismo y concupiscencia. La Iglesia Católica carga en sus espaldas asesinatos y crímenes como pocas instituciones de idéntica índole tienen a su haber. Ni siquiera hay que hacer alusión a la matanza cultural de América perpetrada por los legionarios de Dios, ni a la venta de indulgencias, ni al apoyo sistemático a las más feroces dictaduras por parte de los sectores mojigatos, capitalistas y conservadores del Catolicismo como el hiperventilado Opus Dei (San José María Escribá de Balaguer, lamiéndole el culo a Franco y a Pinochet, eso no tiene nombre). En este sentido, considero que el argumento de peso que va abriendo y abrirá conciencias es aquel que se va hilvanando día a día y que tiene relación con el destape de una organización plagada de depredadores sexuales, y cuyas más altas cúpulas de poder han tratado de proteger a través del silenciamiento de la información, amenazas y mentiras de toda índole. La Iglesia Católica es nefasta espiritual y religiosamente porque sencillamente viola los mandamientos que se supone debe cumplir… de ahí que tienen razón quienes se refieren al famoso cura Gatica…
Dado el estado actual de las cosas, puedo decir que tengo la suerte de haberme desprendido de la Iglesia Católica gracias a las piedras que sus fieles me arrojaron y no por motivos de índole sexual, como es el caso de las víctimas de Karadima y que hoy exigen justicia. No soy un seguidor del programa Tolerancia Cero, pero la valentía de James Hamilton a la hora de señalar con nombres y apellidos en vivo y en directo a quienes son culpables directos e indirectos de los crímenes concretados a través de los sentidos y jamás a través del alma me parece digna de loa. Hamilton no tuvo temor en llamar al regio Cardenal Errázuriz “un criminal” por tener conocimiento de las cochinadas de Karadima y por continuar protegiéndolo a pesar de todo. Y es que el problema de la Iglesia Católica es precisamente este: por un lado vomita su moralina medieval y por el otro tapa, consiente y promueve a violadores y malhechores de la peor factura. Sin ir más lejos, hace algunos días el Obispo de San Bernardo, Juan González Errázuriz, pese a todo el escándalo de pederastia en el que su Iglesia se ha visto –y se ve- envuelta, ha dicho en una entrevista radial que, a propósito de los homosexuales, “no hay lugar en la Iglesia para personas que tengan desviaciones de este tipo”. Claro, no hay lugar en la Iglesia Católica para hombres y mujeres de conciencia libre y sentimientos nobles, pero si existe lugar (fastuoso ese lugar, lleno de alhajas, pedrerías, esplendor palaciego, y lisonjas de las más grandes fortunas mundiales), asilo y solaz para pedófilos, criminales y asesinos del alma como el “padre” Karadima, y toda su cohorte de infelices que utilizan las profundas creencias de la gente para regocijarse en su propia Sodoma.