A casi cuarenta años del golpe de estado, se procederá a una investigación judicial sobre la verdadera causa de la muerte de Salvador Allende, al final sin embargo, se tratará más de un ejercicio simbólico que otra cosa. Fuera por su propia mano o por bala asesina, el ex presidente ya tiene un lugar en la historia, curiosamente en este episodio en que la vida imita a la tragedia griega, lo impensable hubiera sido que ese día Allende hubiera sobrevivido.
El juez Mario Carroza ha sido asignado para conocer el caso de los muertos el día 11 de septiembre de 1973 y los que siguieron, todos ellos colaboradores del gobierno derrocado o simpatizantes de él. Aunque en la investigación se deberá incluir a más de 700 personas, es el caso de la muerte del presidente Salvador Allende el que sin duda acaparará la mayor atención.
Casualmente un film recientemente estrenado en Chile, Post Mortem del director Pablo Larraín, tocaba el tema de la muerte de Allende al situar una de sus escenas en el momento en que se efectúa la autopsia del ex mandatario. En él si bien se plantea el suicidio como causa, al mismo tiempo uno de los personajes deja la duda flotando. Otro film, realizado a dos años del golpe, Llueve sobre Santiago de Helvio Soto, mostraba a un Allende muriendo en combate. En el documental El último combate de Salvador Allende de Patricio Henríquez sin embargo, el doctor Patricio Guijón, uno de los presentes en el Palacio de La Moneda ese día, afirma categóricamente haber sido testigo del suicidio del líder. Expresiones que repitió hace pocos días. Innumerables artículos de prensa y libros han abordado el tema a favor de una u otra hipótesis aunque en su mayoría apuntando a la posibilidad del suicidio como la más probable.
¿Cerrará esta investigación la discusión sobre la muerte de Allende de una vez por todas? Es probable que no. Lo importante quizás es no tanto embarcarse en ella nuevamente sino más bien analizar los distintos probables escenarios y las motivaciones que tuvieron todos los protagonistas de ese día en sus respectivas actuaciones.
En primer lugar uno debe ver la motivación de los que asaltaron el poder político en aquel momento: para ellos lo central era derrocar el gobierno y desatar una secuela de terror que evitara que la gente saliera a las calles – aunque desarmada – a defender su gobierno. Para que esto ocurriera, los militares tenían que desplegar una acción despiadada desde el primer momento de modo de no dejar lugar a dudas de que “no estaban jugando”, de que esto iba muy en serio. Es probable de que esta tónica no fuera compartida por todos los miembros de las fuerzas armadas a ese momento, por algo los mensajes de la Junta de esa mañana insistían en que en esto (el golpe) las fuerzas armadas y de orden “estaban unidas” (uno no insiste en algo que debería ser obvio en una institución vertical, a no ser que efectivamente se tuviera dudas y justamente quisiera asegurarse a sí mismo y a los que pudieran dudar que las cosas eran así). En lo inmediato en aquel instante, para Pinochet y sus secuaces lo importante era asegurar el control de la capital, el corazón político del país y asiento del gobierno.
En esto de implementar una política de amedrentamiento y de terror en la población puede advertirse dos carriles que corren paralelamente, uno el de la fuerza bruta orientada simplemente a asestar los golpes más duros casi de un modo incontrolado, la agresión hostil de la que habla el psicólogo social Elliot Aronson (The Social Animal) cuya meta es destruir al adversario, simplemente porque sí, por el odio que obviamente se había acumulado esos días (recordar la consigna de los grupos de ultraderecha, “Junten odio chilenos”). Matar a Allende – si la oportunidad se daba – podía calzar muy bien en ese esquema de conducta (“Muerta la perra, se acaba la leva” había dicho Pinochet, con su muy gráfica vulgaridad, en uno de sus intercambios por radio con otros de los conjurados).
Sin embargo, aun en ese clima de odiosidad y deseo de sangre, no debe haber estado ausente el otro carril por el cual se deslizaran los acontecimientos de ese día, el de que quienes ya habrían pensado más allá de la fecha del 11 de septiembre, en los que podían augurar que su aplastante triunfo por las armas de ese día podía no ser definitivo si no se destruía no a Allende en cuanto persona, sino en cuanto a lo que él representaba. De ahí el ofrecimiento hecho de ponerle a su disposición un avión con el destino que él decidiera y llevando a su familia y demás gente que él quisiera llevarse consigo.
Allende por cierto rechazó el ofrecimiento, no porque temiera que fuera una trampa o porque como el propio Pinochet con su retorcido sentido del humor pudo haber dicho en uno de sus intercambios, algo así como “por ahí el avión se cae”, frase sin mayor sentido, ya que obviamente la idea de tal ofrecimiento no era ni un favor humanitario ni tampoco un complot para matarlo derribando el avión (lo que de paso significaba matar también a los oficiales militares que lo pilotearan), sino que este ofrecimiento de sacarlo del país era básicamente una más sofisticada maniobra para “matar” a Allende y la Unidad Popular en cuanto a lo que ellos significaban para el pueblo chileno. En otras palabras una muerte más efectiva que la real, la muerte política del líder de la UP y de lo que él encarnaba. Eso era más importante que la muerte física del presidente.
¿Acaso alguien puede imaginar qué hubiera sucedido si Allende hubiera aceptado ese ofrecimiento y se hubiera ido del país?
Sin contar la humillación que los militares le hubieran infligido, algo que por cierto un hombre orgulloso como el presidente no hubiera podido aceptar, el objetivo final de tal movida hubiese sido la destrucción de la imagen moral de Allende y con él de todo el proceso que significó el gobierno de la UP.
¿Puede alguien imaginarse a Allende en el exilio? ¿Recorriendo el mundo como patética figura, siendo bien recibido por líderes progresistas y democráticos del mundo sin duda, pero en última instancia el portador de una esperanza quebrada que ya no podría recuperarse, como lo serían por décadas los que aun mantuvieron (y a mucha honra, pero de modo fútil) las banderas de la República Española?
¿Allende en el exilio mientras miles de sus compañeros que habían gritado “Allende, el pueblo te defiende”, por hacer realidad esa consigna se veían enfrentados a la tortura y a la muerte? Impensable.
Eso sin contar que un Allende instalado en alguna capital europea o latinoamericana ocasionalmente visitando a los exiliados en diversas partes del mundo tendría que haberse enfrentado a encuentros muy poco agradables. No hubiera faltado quien le lanzara una “pachotada” en alguna de esas múltiples reuniones de quienes éramos exiliados entonces y que de vez en cuando recibíamos a los dirigentes del exterior, más de alguien le habría hecho ver que mientras él andaba por el mundo, sus compañeros que lo habían apoyado sufrían prisión, tortura y muerte. No, un tal escenario era impensable para Allende.
Alguien a lo mejor dirá, ¿y cómo Perón en Argentina? Muy distintas condiciones será la inmediata respuesta de cualquiera que conozca las realidades políticas de ambas naciones: Perón efectivamente “se rajó” (arrancó) cuando se produjo el golpe gorila de 1955, refugiado en una cañonera paraguaya escapó al odio asesino de sus enemigos, mientras su pueblo sufría los embates de la dictadura. Sin embargo se trata de realidades muy diferentes: Perón era efectivamente un caudillo, un hombre que había congregado en torno a su persona a un movimiento muy amplio y heterogéneo para el cual él y sólo él era el elemento totalizador. Sin él no había peronismo. Y si bien es cierto unos cuantos pudieron haber cuestionado la actitud de su líder de dejar atrás a su pueblo (que iba a dar “la vida por Perón”) la inmensa mayoría de ese pueblo que lo seguía nunca le reprochó lo que en cualquier otra circunstancia hubiese sido catalogado como un acto de cobardía y por el contrario, dieciocho años más tarde lo recibió en gloria y majestad.
Allende en cambio, el “compañero presidente” como él mismo gustaba hacerse llamar, era precisamente eso, un compañero, por cierto hoy uno dirá, no un compañero más, sino el primero de los compañeros, pero compañero al fin de cuentas, uno – aunque muy significativo – de los millones que tras un largo proceso de acumulación de fuerzas había contribuido a crear ese inmenso movimiento popular que se cristalizó en la Unidad Popular y que se identificó con los mil días de su gobierno. Como se debe recordar, Allende incluso estuvo muy cerca de no haber sido el candidato de la UP en esa elección de 1970. Ni siquiera su partido lo había considerado primero, ya que había quienes hubieran nominado a Aniceto Rodríguez. Aunque con abstenciones al final el comité central socialista lo designó y luego debió enfrentar a cuatro otros precandidatos de los otros partidos de la UP (a excepción de Neruda que se sabía no estaba allí para llegar hasta el final) que a ese momento aparecían con suficientes méritos y legitimidad como para haber sido abanderados de la Izquierda. Allende, por lo que sabemos, confidenció más tarde qué hubiera hecho si no hubiera sido el candidato: retirarse de la política (no olvidar que, ignorado excepto por unos pocos íntimos, estaba el hecho que el candidato había sufrido un preinfarto cardíaco cuando se hallaba en campaña), escribir sus memorias, leer; lo que por cierto no hubiera hecho por motivo alguno, habría sido levantar una candidatura paralela y dividir a la Izquierda, en eso se define lo que es un líder popular de evidente ascendiente, pero al fin y al cabo un hombre que tiene a su partido y al conjunto del movimiento por encima de sus intereses personales, algo muy diferente de un caudillo (la historia de Chile del siglo 20 registraría sólo a dos caudillos, definidos como tales, individuos que se sitúan por encima de partidos y que al final manipulan a sus propios movimientos y seguidores: Arturo Alessandri y Carlos Ibáñez). Allende, un disciplinado hombre de la Izquierda hubiera aceptado el veredicto en caso de no haber sido el candidato presidencial en 1970. Él ciertamente era primeramente un hombre de la izquierda, un compañero. En los hechos nunca hubo un “allendismo” como algo estructurado, sino más bien como adhesión emocional, que en todo caso movilizaba a una buena cantidad de gente independiente, pero que nunca se articuló como alternativa a la Izquierda estructurada en los partidos, principalmente el Partido Socialista y el Partido Comunista.
En este contexto de lo que el hombre fue, al final poco puede importar el resultado de la investigación judicial que se inicie, aunque decir esto no significa menoscabar el hecho que tal investigación se haga. Es mi impresión, como la de la mayoría de la gente, que Allende efectivamente se suicidó, y eso fue un gesto de dignidad, muy respetable. Implica su voluntad que antes de ser humillado por esos sujetos despreciables que constituían el alto mando de las fuerzas armadas en estado de sedición contra el gobierno constitucional, él prefería morir. ¡Qué más digno que eso!
Hay sin embargo algunos que con cierta irracionalidad tienden a negarse a esa posibilidad que por lo demás es enteramente legítima y muy valiente. Algunos creen que insistiendo en un Allende asesinado por los militares se subraya la crueldad de estos últimos. Pues no, hayan asesinado o no a Allende la historia ya ha dejado bien grabada la despiadada crueldad desplegada por los militares, mal que mal hubo 3 mil muertos que testimonian ese actuar alevoso.
Sin embargo, fuera porque esta investigación súbitamente tuviera en sus manos elementos hasta ahora desconocidos, que arrojaran un resultado diferente y que significara que Allende hubiera muerto a manos de los asaltantes de La Moneda; bueno, habría que revisar muchos textos de historia, y en lo personal no tendría problema en aceptar esa nueva verdad, pero la conclusión final no habría de variar mayormente. En ambos casos la dignidad del más emblemático gobernante que la Izquierda chilena pudo haber tenido ha de quedar intacta. Y así su lugar en la historia de Chile. Como el “hombre de espíritu elevado” que describe Aristóteles en su Ética Nicomaquea, Allende queda siempre como el hombre que tuvo la búsqueda del honor y de una vida (y agregamos, muerte) honorable como objetivo. Por eso no será olvidado y al final no importa tanto como llegó a su fin, en cualquier caso, fue muy honorable y por eso, en su ejemplo, Allende vive.