La muerte de 81 reclusos en la cárcel de San Miguel, en Santiago, ha horrorizado al país. Los presos estaban encerrados bajo llave y no pudieron escapar: murieron en pocos minutos calcinados o asfixiados por el humo. Además hubo una quincena de heridos, todos de gravedad. Ha sido la mayor tragedia carcelaria que ha ocurrido en Chile, y podría repetirse en cualquier momento. Seis penales son considerados verdaderas “bombas de tiempo”.
Desde diciembre de 1989, en que murieron quemados 18 niños en el hogar de menores en que estaban recluidos, han muerto más de 160 reclusos en incendios de cárceles. Muchos de ellos jóvenes, casi adolescentes que estaban mezclados con delincuentes avezados, cumpliendo penas que podrían haber cumplido en libertad. En San Miguel murió un joven que estaba preso por haber “pirateado” CD de música y también un hombre que no había pagado una multa por haber consumido alcohol en la calle. La mayoría de los muertos estaba condenado por delitos contra la propiedad.
La situación que impera en las cárceles chilenas es terrible. Una de las causas es el hacinamiento. De acuerdo al último informe del Instituto de Derechos Humanos, en Chile la tasa de presos por cien mil habitantes es de 250, una de las mayores del continente. Hay más de cincuenta y cinco mil reclusos en recintos construidos para 34 mil internos. La sobrepoblación global es de 64%, y es extremadamente crítica en algunos recintos como la Penitenciaría de Santiago, donde hay tres veces más presos que los correspondientes a su capacidad normal. La cárcel de Valparaíso tiene una situación semejante, mientras en la cárcel de mujeres se ha duplicado la población normal. En el penal El Manzano, en Concepción, construido para 784 presos, hay 2.850 reclusos.
En el caso de San Miguel, no termina todavía la investigación para determinar las causas de la catástrofe. Se sabe ya que comenzó con una riña, uno de esos habituales ajustes de cuentas en que se usan armas hechizas, sables, lanzas y estoques y también elementos inflamables. En este caso se usó un lanzallamas artesanal, construido con un balón de gas. Los reos son encerrados a las 17.30 horas y permanecen en esa situación hasta el día siguiente a las 8.30 horas, sin presencia de gendarmes en las galerías y espacios destinados a dormitorios. Muchos duermen en el suelo. En la noche impera allí la ley de la selva.
Esta situación, asociada a pésimas condiciones sanitarias, mala alimentación, alcohol y drogas, es sobradamente conocida y ha sido enérgicamente denunciada por la fiscal de la Corte Suprema, Mónica Maldonado. Por su parte, en 2006 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos subrayaba que en materia penitenciaria en Chile se continuaban violando sistemáticamente los derechos humanos, ya que en las cárceles imperaban “graves condiciones de hacinamiento, falta de atención médica adecuada, torturas y malos tratos, falta de transparencia y control apropiados en la gestión de las cárceles”. Los estándares mínimos exigidos por la normativa internacional de derechos humanos no se cumplen. La Corte Interamericana de Justicia ha declarado que el detenido o privado de libertad se encuentra en manos del Estado en una relación de sujeción especial, que lo coloca en una situación de vulnerabilidad que obliga al poder público a prestarle protección. Esta situación se agrava debido a la virtual indefensión en que se encuentran los presos, cuyas reclamaciones no son consideradas por los tribunales. El académico Alvaro Castro, de la Universidad Diego Portales, sostiene que “la protección constitucional de los presos es casi inexistente” y que “del total de recursos de protección que se presentaron contra Gendarmería de Chile ente 1990/2000, sólo un 7,1% fue acogido, un 87% se rechazó y un 5,1% terminó declarado inadmisible”, (revista Mensaje, “Derechos humanos y crisis carcelaria”, octubre 2010).
Historia larga
El problema carcelario, que siempre ha sido una amenaza sólo para los pobres, tiene una historia que se confunde con la de Chile republicano. En los últimos años, sin embargo, ha adquirido características inesperadas. Son muy pocos los ricos que llegan a la cárcel y menos los que se mezclan con los presos comunes. Pero los presos son cada vez más numerosos. La razón del incremento es la reforma procesal penal, un avance respecto del procedimiento anterior, pero que hasta el momento está incompleta. No se ha reemplazado el Código Penal, que tiene ya bastante más de un siglo, cuyos parches no alteran sin embargo el papel que juega la propiedad como bien jurídico protegido, a menudo más importante que la vida de las personas. Bienes jurídicos colectivos como el medioambiente, la salud pública, el funcionamiento normal de la economía, la protección de la alimentación sana, etc., no se consideran adecuadamente. Tampoco se ha facilitado la aplicación de penas alternativas -como trabajo comunitario, brazalete electrónico, tratamiento terapéutico bajo vigilancia-, ni se han establecido jueces de custodia de la aplicación de las sentencias y protección de los condenados, así como encargados de su rehabilitación y reinserción social. La Justicia Militar sigue siendo un compartimento estanco, en que los militares son juez y parte arrastrando a los civiles a la jurisdicción castrense. El criterio dominante que condiciona de una manera u otra a los tribunales del crimen es el de la “mano dura”, cuya consecuencia es la “tolerancia cero” y eventualmente, “la tercera es la vencida”. Son en parte el resultado de una hábil maniobra política de la derecha, iniciada en los comienzos de la transición, destinada a explotar la sensación de inseguridad natural en las personas ante situaciones que no controlan, el miedo de los sectores medios y la añoranza de la represión antipopular de la dictadura. Esta orientación estratégica que contó con el apoyo del duopolio de medios de comunicación que controla la prensa y, sobre todo, con el de Paz Ciudadana, creación de Agustín Edwards, el propietario de El Mercurio, que atrajo a altos personeros de la Concertación que hicieron suya la campaña del miedo, fue determinante en el triunfo presidencial de la derecha y en el actual gobierno del presidente Sebastián Piñera. También ha habido aprovechamiento de las visiones clasistas de sectores muy amplios. El delincuente se confunde con el pobre; el marginado que infringe normas pasó a ser “el otro”, el “enemigo”, al que hay que derrotar, acorralándolo para capturarlo y segregarlo. “Creo que para la gran mayoría de los chilenos, la cárcel es un instrumento de venganza antes que de rehabilitación”, escribió hace pocos días Benito Baranda, del Hogar de Cristo, agregando que los que tienen “más dinero y mejor posición social” no llegan a las cárceles porque disponen de buenos abogados y saben cubrirse para no ser afectados por los delitos que cometen. El enemigo -el delincuente- debe ser sacado de la sociedad y encerrado ojalá para siempre. La propiedad y la integridad física de las personas deben ser protegidas de los ataques de los pobres. En las cárceles no hay mayor preocupación por la separación de las personas en función del tipo de delito ni de la habitualidad con que se cometen. Todos, en definitiva, se mezclan y la propia Gendarmería, mal pagada y sobrepasada por los delincuentes, se involucra en prácticas de abierta corrupción. Un prestamista de alto vuelo, que arruina a personas modestas cobrando intereses usurarios, se escurre del castigo que debería imponérsele mientras un miserable que comete un robo con violencia puede ser condenado a quince años de cárcel. Un hombre que roba un televisor será condenado a una pena mayor que si asesinara al dueño del televisor. En vez de preocuparse de buscar y encontrar las verdaderas causas del delito en la pobreza, la explotación y la discriminación que sufren los pobres, se busca la salida: la represión. La derecha sigue exigiendo mano dura y muchos dirigentes de la Concertación la siguen. Caer a la cárcel es algo que le sucede a “los rotos”, como parte de la normalidad de su existencia. La derecha sabe que la mano dura es inútil, porque produce una espiral incontrolable, pero es útil para intimidar a los que se atrevan a rebelarse. El Ministerio Público pone su parte con la ayuda de los medios, que señalan como culpables a personas que constitucionalmente deberían estar protegidas por la presunción de inocencia. Esta situación se ha visto en la represión a los mapuches, en las redadas contra los “okupas” -acusados de terroristas- y en el grotesco episodio del joven pakistaní declarado anticipadamente culpable por el propio ministro del Interior.
Negocios a la vista
El modelo norteamericano de “tolerancia cero”, seguido fielmente en Chile, no exhibe atributos deseables. No solamente porque ha llegado a tener a más de dos millones de personas encarceladas, cifra que se empina por sobre los cinco millones si se considera a los que están en libertad provisional, sino porque los delitos no disminuyen. Por el contrario, aumentan tanto en términos generales como en violencia. Como consecuencias paralelas, la “tolerancia cero” ha impulsado el negocio de la seguridad, que en Chile se ha convertido en una actividad floreciente que mueve cientos de millones de dólares y da trabajo a decenas de miles de personas. También favorece a las cárceles concesionadas, que comienzan establecerse en Chile y que son un buen negocio, ya que hay interesados en construirlas y explotarlas. Actualmente funcionan seis, en las que están recluidos más o menos diez mil presos. Por cada uno de ellos el Estado paga alrededor de 400 mil pesos mensuales. Este sistema hasta el momento no ha sido debidamente controlado y comienzan a aparecer signos de hacinamiento y, según se ha denunciado, hay falencias en términos de atención médica, alimentación e higiene. Sin embargo, se planean más cárceles concesionadas, a lo menos para completar las diez prometidas en los gobiernos de Lagos y Bachelet. La profundidad de la crisis ha obligado, por otra parte, a considerar la posibilidad de penales modulares más baratos y de más rápida construcción. De llevarse a cabo, serían seguramente concesionados. El empresario Felipe Cubillos, que impulsó la construcción de escuelas modulares en la zona del terremoto, también tiene algo que decir. Sostuvo en El Mercurio del 10 de diciembre que “el Estado de Chile no da para más”. Y lo deslegitimó diciendo que “un Estado ineficiente es un Estado inmoral”, lo que anticipa otro impulso privatizador. El Mercurio entretanto se mantiene alerta. Llama a tener cuidado con la emocionalidad, ya que las autoridades del Estado “deben tener mesura y moderación”. Considera imprudentes algunas declaraciones de la fiscal de la Corte Suprema -que ha reconocido que es terrible que haya reclusos que entran a la cárcel a cumplir una condena y mueren porque no son debidamente protegidos-. Le han molestado sobre todo las opiniones del presidente de la Corte Suprema, magistrado Milton Juica, en orden a que el hacinamiento de las cárceles era consecuencia de un mensaje político determinado, aludiendo implícitamente a la exigencia de “mano dura” y al “término a la puerta giratoria”. Esas opiniones del presidente de la Corte Suprema, para El Mercurio significan una incursión en política que le está vedada, siendo aconsejable que se refiriera al tema solamente en el discurso con que se da comienzo al año judicial el 1º de marzo de cada año.
Historia larga
El problema carcelario, que siempre ha sido una amenaza sólo para los pobres, tiene una historia que se confunde con la de Chile republicano. En los últimos años, sin embargo, ha adquirido características inesperadas. Son muy pocos los ricos que llegan a la cárcel y menos los que se mezclan con los presos comunes. Pero los presos son cada vez más numerosos. La razón del incremento es la reforma procesal penal, un avance respecto del procedimiento anterior, pero que hasta el momento está incompleta. No se ha reemplazado el Código Penal, que tiene ya bastante más de un siglo, cuyos parches no alteran sin embargo el papel que juega la propiedad como bien jurídico protegido, a menudo más importante que la vida de las personas. Bienes jurídicos colectivos como el medioambiente, la salud pública, el funcionamiento normal de la economía, la protección de la alimentación sana, etc., no se consideran adecuadamente. Tampoco se ha facilitado la aplicación de penas alternativas -como trabajo comunitario, brazalete electrónico, tratamiento terapéutico bajo vigilancia-, ni se han establecido jueces de custodia de la aplicación de las sentencias y protección de los condenados, así como encargados de su rehabilitación y reinserción social. La Justicia Militar sigue siendo un compartimento estanco, en que los militares son juez y parte arrastrando a los civiles a la jurisdicción castrense. El criterio dominante que condiciona de una manera u otra a los tribunales del crimen es el de la “mano dura”, cuya consecuencia es la “tolerancia cero” y eventualmente, “la tercera es la vencida”. Son en parte el resultado de una hábil maniobra política de la derecha, iniciada en los comienzos de la transición, destinada a explotar la sensación de inseguridad natural en las personas ante situaciones que no controlan, el miedo de los sectores medios y la añoranza de la represión antipopular de la dictadura. Esta orientación estratégica que contó con el apoyo del duopolio de medios de comunicación que controla la prensa y, sobre todo, con el de Paz Ciudadana, creación de Agustín Edwards, el propietario de El Mercurio, que atrajo a altos personeros de la Concertación que hicieron suya la campaña del miedo, fue determinante en el triunfo presidencial de la derecha y en el actual gobierno del presidente Sebastián Piñera. También ha habido aprovechamiento de las visiones clasistas de sectores muy amplios. El delincuente se confunde con el pobre; el marginado que infringe normas pasó a ser “el otro”, el “enemigo”, al que hay que derrotar, acorralándolo para capturarlo y segregarlo. “Creo que para la gran mayoría de los chilenos, la cárcel es un instrumento de venganza antes que de rehabilitación”, escribió hace pocos días Benito Baranda, del Hogar de Cristo, agregando que los que tienen “más dinero y mejor posición social” no llegan a las cárceles porque disponen de buenos abogados y saben cubrirse para no ser afectados por los delitos que cometen. El enemigo -el delincuente- debe ser sacado de la sociedad y encerrado ojalá para siempre. La propiedad y la integridad física de las personas deben ser protegidas de los ataques de los pobres. En las cárceles no hay mayor preocupación por la separación de las personas en función del tipo de delito ni de la habitualidad con que se cometen. Todos, en definitiva, se mezclan y la propia Gendarmería, mal pagada y sobrepasada por los delincuentes, se involucra en prácticas de abierta corrupción. Un prestamista de alto vuelo, que arruina a personas modestas cobrando intereses usurarios, se escurre del castigo que debería imponérsele mientras un miserable que comete un robo con violencia puede ser condenado a quince años de cárcel. Un hombre que roba un televisor será condenado a una pena mayor que si asesinara al dueño del televisor. En vez de preocuparse de buscar y encontrar las verdaderas causas del delito en la pobreza, la explotación y la discriminación que sufren los pobres, se busca la salida: la represión. La derecha sigue exigiendo mano dura y muchos dirigentes de la Concertación la siguen. Caer a la cárcel es algo que le sucede a “los rotos”, como parte de la normalidad de su existencia. La derecha sabe que la mano dura es inútil, porque produce una espiral incontrolable, pero es útil para intimidar a los que se atrevan a rebelarse. El Ministerio Público pone su parte con la ayuda de los medios, que señalan como culpables a personas que constitucionalmente deberían estar protegidas por la presunción de inocencia. Esta situación se ha visto en la represión a los mapuches, en las redadas contra los “okupas” -acusados de terroristas- y en el grotesco episodio del joven pakistaní declarado anticipadamente culpable por el propio ministro del Interior.
Negocios a la vista
El modelo norteamericano de “tolerancia cero”, seguido fielmente en Chile, no exhibe atributos deseables. No solamente porque ha llegado a tener a más de dos millones de personas encarceladas, cifra que se empina por sobre los cinco millones si se considera a los que están en libertad provisional, sino porque los delitos no disminuyen. Por el contrario, aumentan tanto en términos generales como en violencia. Como consecuencias paralelas, la “tolerancia cero” ha impulsado el negocio de la seguridad, que en Chile se ha convertido en una actividad floreciente que mueve cientos de millones de dólares y da trabajo a decenas de miles de personas. También favorece a las cárceles concesionadas, que comienzan establecerse en Chile y que son un buen negocio, ya que hay interesados en construirlas y explotarlas. Actualmente funcionan seis, en las que están recluidos más o menos diez mil presos. Por cada uno de ellos el Estado paga alrededor de 400 mil pesos mensuales. Este sistema hasta el momento no ha sido debidamente controlado y comienzan a aparecer signos de hacinamiento y, según se ha denunciado, hay falencias en términos de atención médica, alimentación e higiene. Sin embargo, se planean más cárceles concesionadas, a lo menos para completar las diez prometidas en los gobiernos de Lagos y Bachelet. La profundidad de la crisis ha obligado, por otra parte, a considerar la posibilidad de penales modulares más baratos y de más rápida construcción. De llevarse a cabo, serían seguramente concesionados. El empresario Felipe Cubillos, que impulsó la construcción de escuelas modulares en la zona del terremoto, también tiene algo que decir. Sostuvo en El Mercurio del 10 de diciembre que “el Estado de Chile no da para más”. Y lo deslegitimó diciendo que “un Estado ineficiente es un Estado inmoral”, lo que anticipa otro impulso privatizador. El Mercurio entretanto se mantiene alerta. Llama a tener cuidado con la emocionalidad, ya que las autoridades del Estado “deben tener mesura y moderación”. Considera imprudentes algunas declaraciones de la fiscal de la Corte Suprema -que ha reconocido que es terrible que haya reclusos que entran a la cárcel a cumplir una condena y mueren porque no son debidamente protegidos-. Le han molestado sobre todo las opiniones del presidente de la Corte Suprema, magistrado Milton Juica, en orden a que el hacinamiento de las cárceles era consecuencia de un mensaje político determinado, aludiendo implícitamente a la exigencia de “mano dura” y al “término a la puerta giratoria”. Esas opiniones del presidente de la Corte Suprema, para El Mercurio significan una incursión en política que le está vedada, siendo aconsejable que se refiriera al tema solamente en el discurso con que se da comienzo al año judicial el 1º de marzo de cada año.
Lo que ocurre en las cárceles reduce a sus verdaderas dimensiones la imagen triunfalista que se quisiera presentar del país. El chilean way de que se ufanó Piñera en su gira por Europa, oculta una realidad aterradora y vergonzosa