Gabriela Mistral fue en muchos aspectos una adelantada a cambios y enfoques que hoy parecen naturales, indispensables y muchas veces urgentes. Cristiana de espiritualidad esencial, se definió como partidaria de transformaciones profundas: la necesidad de una reforma agraria, el latinoamericanismo real, el respeto a los indígenas y mestizos, el amor por los niños y los oprimidos. Ejemplar fue su preocupación por la instrucción y la cultura al servicio del pueblo.
Deberíamos tratar de conocerla mejor, más allá de convencionalismos y oscuridades.
Su sentimiento de pertenencia al mundo popular fue indiscutible. En carta a un amigo mexicano le confiaba: “…debo a la aristocracia una protección generosa: la de su defensa cuando se hizo campaña contra mi nombramiento para un liceo, pero la clase dentro de la cual me siento, aquella de la que espero más y a la que amo de corazón es la clase obrera”.
Tenía una opinión clara sobre el lugar que debía serle reconocido a los trabajadores en la sociedad. Cuando en 1925 fue invitada a participar en el Consejo Nacional de Mujeres condicionó su gustosa aceptación a que en él participaran las sociedades obreras, para que se reflejara la realidad de las clases sociales de Chile: “La clase trabajadora no puede ser menos de la mitad de los representantes en una asamblea cualquiera, cubre la mitad de nuestro territorio, forma nuestras entrañas y nuestros huesos. Las otras clases son una especie de piel dorada que la recubre”.
A esa toma de posición agregaba otros elementos identitarios que la fueron completando, como su calidad esencial de lugareña, del pequeño valle excavado en la aridez de los cerros en que nació y vivió sus primeros años, cerca de La Serena. “Somos la gente de esta zona de Elqui, mineros o agricultores en el mismo tiempo. En el valle el hombre tomaba sobre sí la mina, porque la montaña nos cerca por todos lados y no hay modo de desentenderse de ella: la mujer labraba en el valle. Antes de los feminismos de aldea y de reformas legales, cincuenta años antes, nosotros hemos tenido allá en unos tajos de cordillera el trabajo de la mujer hecho costumbre. He visto de niña regar a las mujeres a la medianoche en nuestras noches claras, la viña y el huerto frutal; las he visto hacer totalmente la vendimia; he trabajado con ellas en la llamada ‘pela del durazno’ con anterioridad a la máquina deshuesadora; he hecho sus arropes, sus uvates y sus infinitos dulces llevados de la bonita industria familiar española”.
En la huella de Martí
A través de la mirada y el recuerdo de su aldea, Gabriela pudo imaginar y tratar de entender el mundo. Su raigambre latinoamericana se hizo profunda, más allá de particularismos y definiciones políticas. Hablando ante el consejo directivo de la Unión Panamericana, en Washington, en 1946, poco después de “eso de Estocolmo”, como decía a veces para referirse al Premio Nobel, señalaba: “No soy una patriota ni una panamericanista que se endroga con las grandezas del continente. Me lo conozco casi entero desde Canadá a Tierra del Fuego; he comido en las mejores y en las peores mesas, tengo esparcida en la propia carne una especie de limo continental. Y me atrevo a decir, sin miedo de parecer un fenómeno, que la miseria de Centroamérica importa tanto como la del indio fueguino y que la desnudez del negro de cualquier canto del trópico me quema como a los tropicales mismos”.
Gabriela seguía la huella de José Martí en Nuestra América y también la visión de Francisco Bilbao, que veía el futuro de América Latina como tierra de promisión para la Humanidad unida, democrática y comprometida con los ideales liberadores. Gabriela reclamaba autenticidad y no copia, originalidad y no imitación y veía que uno de los peligros centrales estaba en Estados Unidos. Apoyó ardientemente la lucha de Sandino contra los invasores norteamericanos de Nicaragua e incluso, llamó a los jóvenes latinoamericanos a defender con las armas esa causa imposible por la infinita desproporción de los adversarios, en la que Sandino y “su pequeño ejército de locos” contaban solamente con su valor para luchar por la dignidad y la justicia.
En 1922, Gabriela publicó El grito, que puede verse como un compendio de su ideario latinoamericano, en que imagina al continente como una gran esperanza: “América y sólo América. ¡Qué embriaguez semejante futuro, qué futuro, qué reinado vasto para la libertad y las excelencias mayores!”. La ve abrumada por la potencia financiera e industrial de Estados Unidos, por su poderío y su influencia. No deriva de ello un odio hacia los norteamericanos sino más bien un reproche a nuestra propia incuria y debilidad. “¿Odio al yankee? ¡No! Nos está venciendo, nos está arrollando por culpa nuestra, por nuestra languidez tórrida, por nuestro fatalismo indio. Nos está disgregando por obra de algunas de sus virtudes y de todos nuestros vicios raciales. ¿Por qué le odiaríamos? Que odiemos lo que en nosotros nos hace vulnerables a su clavo de acero y oro: a su voluntad y a su opulencia”. Al terminar, llama a dirigir toda la actividad hacia la unificación de América, motivada por “la lengua que le dio Dios y el dolor que le da el Norte”.
Unidad de América Latina
Su convicción de la necesidad y urgencia de la unidad de América Latina no la abandonó. Y fue más específica: “Nosotros debemos unificar nuestras patrias en lo interior, por medio de una educación que se trasmuta en conciencia nacional y de reparto del bienestar que se nos vuelva equilibrio absoluto, y debemos unificar esos países nuestros dentro de un ritmo abordado un poco pitagórico, gracias al cual aquellas veinte esferas se muevan sin choque, con libertad y también con belleza… Nos trabaja una ambición oscura y confusa todavía, pero que viene rodando por el torrente desde los arquetipos platónicos hasta el rostro calenturiento y padecido de Bolívar cuya utopía queremos volver realidad de cantos cuadrados”.
Desde la adolescencia, Gabriela Mistral tuvo preocupaciones sociales que se acentuaron con la lectura, los estudios y el contacto con la realidad de la educación pública. Después, la permanencia en México fue determinante. Joaquín Edwards Bello la recuerda en París en misiones oficiales, “ensimismada soñaba con la democracia, con el reparto agrario, con la suerte de Puerto Rico y Nicaragua”. Y precisamente en uno de los textos de apoyo a la gesta de Sandino, Gabriela escribió: “…voy convenciéndome de que caminan por la América vertiginosos tiempos en que no digo las mujeres, sino los niños también, han de tener que hablar de política, porque vendría a ser (perversa política) la entrega de las riquezas de nuestros pueblos, el latifundio de puños cerrados que impide una decorosa y salvadora división del suelo, la escuela vieja que no da oficios al niño pobre y da al profesional a medias su especialidad, el jacobinismo avinagrado de puro añejo que niega la libertad de cultos que conocen los países cultos, las influencias extranjeras que ya desnudan con absoluto impudor ante nuestros gobernantes”.
Su permanencia en México, entre 1922 y 1924, invitada por el ministro de Educación, José Vasconcelos, y donde volvió muchas veces, cambió su vida. La distribución de la tierra se convirtió en una de sus preocupaciones permanentes. Entendió que el latifundio era un problema central para América Latina, mucho antes que se pusiera en el centro de la agenda política. En 1954, cuando vino por segunda y última vez a Chile, preguntó por la marcha de la reforma agraria, sin saber (o sabiendo) que no estaba entre las preocupaciones del gobierno encabezado por Carlos Ibáñez del Campo. En México también tomó mayor conciencia de la situación desmedrada de los pueblos indígenas y del carácter mestizo del continente, que destaca en su obra, a partir de una suerte de revelación que aparece en sus conocidos versos: “En el campo de Mitla, un día de cigarras, de sol, de marcha/ me doblé a un pozo y vino/ un indio a sostenerme sobre el agua/ y mi cabeza como un fruto estaba dentro de sus palmas./ Bebía yo lo que bebía/ que era su cara con mi cara/ y en un relámpago yo supe/ carne de Mitla ser mi casta”. En los “Himnos” de su libro Tala se ha visto incluso una sustitución de la raíz judeocristiana de su obra por un misticismo indígena, en que son el Sol, la Cordillera y la Tierra las divinidades tutelares.
Denuncia del fascismo
Gabriela ya tenía veintiséis años cuando estalló la primera guerra mundial en Europa, una carnicería hasta entonces inimaginada. Vivió después los tiempos de la gran oleada revolucionaria que inició la revolución rusa en 1917, la contraofensiva capitalista marcada por el fascismo en Italia, Portugal y Rumania, y a comienzos de los años 1930, el ascenso incontenible de Hitler y los nazis en Alemania. Gabriela Mistral estuvo entre los primeros que advirtieron el peligro fascista. En algún momento se negó a ser cónsul en una ciudad italiana mientras gobernara Mussolini. En la guerra civil española apoyó la causa de los republicanos y donó a los niños vascos -desplazados por el ataque de los fascistas- los derechos de autor de su libro Tala. En un elogio fúnebre a Pablo de la Torriente, joven comunista cubano voluntario en las tropas republicanas españolas, caído en combate, destaca su heroísmo y generosidad y concluye que su muerte no habrá sido en vano “si este mundo satánico, de hierro color pardinegro color de fiera que desean darnos se disuelve como una pesadilla antes de cuajar”. Abominaba de Franco y no volvió a pisar tierra española. Fueron tiempos de monstruosas convulsiones sociales y políticas que se extendieron a Asia y Africa y no dejaron incólume a América Latina.
La segunda guerra mundial, con el Holocausto, los campos de concentración y los bombardeos atómicos a Hiroshima y Nagasaki daban cuenta del término de una época, y del despuntar de nuevas esperanzas y también de la amenaza de enormes peligros. Después de la guerra, la causa de la paz pasó a ser crucial. La amenaza de un ataque nuclear a la Unión Soviética por parte de Estados Unidos pasó a ser una amenaza real denunciada por intelectuales, científicos y artistas que la propaganda occidental acusaba de instrumentos del comunismo. Gabriela Mistral contribuyó con “La palabra maldita”, un texto que fue conocido en todo el mundo: “Hay palabras que, sofocadas hablan más, precisamente por el sofoco y el exilio y la de ‘paz’ está saltando hasta las gentes sordas o distraídas porque al fin y al cabo, los cristianos extraviados de todas las ramas, desde la católica hasta la cuáquera, tienen que acordarse de pronto como los desvariados de que la palabra más insistente en los Evangelios es ella precisamente, ese vocablo tachado en los periódicos, este vocablo metido en un rincón, este monosílabo que nos está vedado como si fuera una palabra obscena. Es la palabra por excelencia y la que, repetida, hace presencia en las Escrituras sacras como una obsesión. Hay que seguir vocéandola día a día, para que algo del encargo divino flote aunque sea como un pobre corcho sobre la paganía reinante… Digásmola cada día en donde estemos, por donde vayamos, hasta que tome cuerpo y se cree una ‘militancia de la paz’ la cual llene el aire denso y sucio y vaya purificándolo”.
“Una enorme revolucionaria”
Gabriela fue, como escribió el pintor Roberto Matta, “una enorme revolucionaria en el sentido más humano del término”. No fue marxista ni menos anarquista, pero no se opuso a las transformaciones profundas. Elogiaba muchas cosas del comunismo y criticaba duramente otras, como la política antirreligiosa y las medidas que ponían en riesgo la familia. Denunció la invasión soviética a Finlandia, en 1939, y apoyó la política de paz de la URSS durante la segunda postguerra. Del mismo modo rechazó la política anticomunista de González Videla en Chile.
Estuvo cerca de los principales líderes socialcristianos como Eduardo Frei y Radomiro Tomic, de quien fue amiga y comadre, pero es dudoso que se hubiera definido como democratacristiana. Hubiera deseado una Iglesia al servicio de los pobres y una vez se definió como una comunista individualista, queriendo decir que no se oponía al trabajo colectivo y comunitario y a una distribución equitativa de la riqueza con respeto inamovible por el individuo, su singularidad y su derecho a autogobernar sus decisiones. Quería, aseguraba, conservar “la mayor suma de individualismo dentro de una norma colectivista”. Su fundamento era básicamente ético y cristiano, dentro de una religiosidad singular, inicialmente católica, luego budista y con inclinaciones teósoficas, hasta volver al catolicismo inicial teñido por la permanente lectura de la Biblia y la admiración por San Francisco de Asís. Tal como Clotario Blest, en sus últimos días Gabriela fue seglar de la Orden Franciscana Menor.
Una reflexión de Gabriela Mistral, de hace más de sesenta años, sobre la juventud merece ser recordada: “Busca la juventud de hoy más o menos estas cosas: un orden social en el cual las diferencias de clase no sigan correspondiendo a nombre y dineros sino a la capacidad comprobada del oficio o la profesión, es decir a los valores reales. Todas ellas desean eliminar la lacra de la miseria que ha sido lacra en el rostro noble de la latinidad. Todos quieren que el trabajo no sea asunto de azar y de dolor, de casualidad desordenada y de esfuerzo excesivo. Y aunque se quiera ver sobre esas juventudes la costra de un materialismo craso que no mostraban las anteriores, la verdad es que ella va buscando una espiritualidad nueva”.
HERNAN SOTO
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 728, 4 de marzo, 2011)
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