Dos figuras actuales del quehacer político nacional dan buena cuenta de un cambio de época que se está dando en nuestra sociedad. El contraste entre Camila Vallejo y Camilo Escalona marca el ocaso de una manera de concebir la política y la historia, y el advenimiento de un nuevo horizonte. Si hacia fines de los años ochenta la cuestión era enfrentar a una cruenta dictadura militar, el presente está marcado por el imperativo de profundizar una democracia que deje atrás la herencia autoritaria.
Para el senador Escalona, se trata de insistir en aquel viejo diseño que rindió sus exiguos frutos hace dos décadas. Insistir en mínimas reformas a la constitución a través de los mecanismos institucionales, desestimando cualquier cambio mayor. Su visión política no podría ser sino aquella aprendida en la década de los noventa durante los primeros años concertacionistas, un mundo en que lo político era administrado por partidos y en que todo se resolvía “en la medida de lo posible”. Un pastiche republicano escasamente democrático, no exento de insanas complicidades y corruptelas. Un mundo, en fin, en que una derecha insolente termina por condicionar los límites de cualquier propuesta reformista, mientras Pinochet envejecía amenazante e impune.
Camila Vallejo pertenece a una nueva generación, una nueva “sensibilidad” que, en su gran mayoría, se siente insatisfecha con la sociedad chilena actual. Los jóvenes de hoy tienen la suficiente lucidez para advertir que el país requiere una democracia mucho más profunda y participativa que aquella impuesta por el cerco de extrema derecha que todavía nos rige. Este sentimiento es compartido, desde luego, por muchos compatriotas. En este sentido, la figura de Camila excede una “demanda generacional” para instalarse como una demanda política en el seno de los movimientos sociales. A diferencia de Escalona, los dirigentes juveniles de hoy miran con desconfianza a una “clase política” que, al fin de cuentas, se ha hecho cómplice del injusto estado de cosas atrapada en su telaraña de intereses e ideas tan mezquinas como añejas.
Al señalar el tránsito de Camilo a Camila, indicamos un ocaso y un nacimiento, que nos remite a dos momentos históricos muy diversos. Camilo representa un modelo reformista débil y condicionado que administró el país por dos décadas con los magros resultados que conocemos. Camila representa el anhelo de amplios sectores de chilenos por avanzar hacia una democracia más plena que salvaguarde los intereses del país y de sus ciudadanos. No se trata de una querella generacional, en el sentido etario: Se trata más bien del contraste de dos “sensibilidades” que caracterizan dos momentos muy distintos de nuestra historia reciente. Lo que se juega en este tránsito es, ni más ni menos, el tipo de democracia que anhelamos para Chile en su presente y en su futuro.
Investigador y docente de la Escuela Latinoamericana de Postgrados. ELAP. Universidad ARCIS