En lo que fue el prototipo de República bananera, el Estado era acaparado por un puñado de familias o por un presidente-dictador llamado a poner orden y a representar a esa oligarquía propietaria de abolengo.
Los dueños de la monoproducción de “bananas” y de su exportación eran un reducido grupo de compañías extranjeras que se asociaban con capitales nacionales para “explotar el recurso”. La mano de obra barata era mal pagada y los sindicatos no existían o no chistaban por temor o porque sus dirigentes estaban comprados. La casta política dirigente —los ministros y parlamentarios— compraban sus cargos, se perpetuaban en ellos y eran intercambiable con la clase empresarial. De un rubro pasaban al otro o simplemente estaban en los dos. Sus hijos se casaban entre las mismas familias y se distribuían los puestos, prebendas y becas al extranjero. El nepotismo y la coima eran de uso corriente. Dos diarios repetían lo mismo con distinta diagramación para agradar a la SIP (Sociedad Interamericana de Prensa). Eso era por allá por los años 40-60 en Centroamérica. Al menos eso dicen.
Por supuesto, era y sigue siendo una caricatura que ejemplifica excesos según la ética liberal. El mote de República Bananera tuvo y sigue teniendo una función de basurero. Allí se tira lo que pudre a una democracia para así poder rescatar y exaltar algunas de sus envidiables virtudes. Y durante mucho tiempo las democracias occidentales, colonialistas e imperialistas, para autocomplacerse como ejemplares, se referían a las repúblicas africanas y latinoamericanas como perteneciendo al paradigma de bananeras y subdesarrolladas.
Pero, los avatares de las democracias, de sus instituciones y actores así como el desarrollo del capitalismo y de sus grandes grupos económicos demostró que los vilipendiados males de las Repúblicas bananeras eran reproducibles en las aparentemente sanas y vigorosas repúblicas occidentales y en las otras (a la “suiza”) que querían imitarlas. Las coimas y el poder inmenso y concentrado del dinero; los volúmenes de capital del dispositivo industrial-militar; el tráfico y las redes de influencia político-gremiales-familiares; la complejidad de las transacciones bancarias y financieras; sus secretos y los paraísos fiscales junto con los servicios de profesionales de managers, publicistas y lobbys dispuestos a servir al capital, han reproducido los vicios de las democracias llamadas bananeras en las democracias capitalistas dominadas por oligarquías políticas.
¿Y en qué categoría ubicar a un país dónde el hermano del actual ministro de Minería es subgerente de la empresa que gana una licitación que se hace por decreto y que además es a todas luces una concesión encubierta y, para peor, su propietario es el yerno del ex dictador que se enriqueció con la apropiación indebida de bienes colectivos privatizados durante el régimen militar y que para explotar el litio se asocia con una compañía canadiense?
¿Cómo ignorar que este tipo de situaciones posibilita eludir gravámenes e impuestos, encubrir partidas y montos que aparecen como inversiones y otras movidas?
Para alejarse del paradigma obsceno del modelo de una democracia bananera y de la deslegitimación de la de cuño capitalista, una democracia sana debe separar la política del poder del capital, responder con la fuerza de sus movimientos sociales, apelar a sus tribunales, exigir un saneamiento de sus autoridades y movilizarse por generar nuevas instituciones surgidas del poder constituyente ciudadano y popular.
Leopoldo Lavín Mujica, militante de Igualdad