Podríamos poner, en forma invertida, el aserto de Carlos Marx de que la economía determina la política. En efecto, en la actualidad, podemos asegurar que es la política la que determina la economía.
Al día siguiente de la manifestación del 25-S la Bolsa española cae más de un 3%, y la prima de riesgo sube 27 puntos. Ingenuamente, algunos comentaristas españoles se preguntan por qué los movimientos sociales no asedian a los bancos o a la Bolsa de Comercio y sí lo hacen, primero en las calles y, después, en las puertas del Parlamento.
El itinerario de los movimientos sociales es muy fácil de explicar: en primer lugar, el 15-M ocupa la emblemática Puerta del Sol. Como es evidente, en esta coyuntura histórica, desde la calle no se puede lograr un cambio en la democracia parlamentaria, en fase de descomposición: hay siempre una contradicción entre la democracia electoral y la democracia social. En España se expresó, radicalmente, cuando los electores le dieron mayoría absoluta al Partido Popular, en las últimas elecciones, conduciendo a Mariano Rajoy a la presidencia del gobierno.
El caso de Rajoy ni siquiera es comparable al del Presidente chileno, Sebastián Piñera: jamás, en la historia española, se había dado el caso de una descapitalización del apoyo popular; quizás habría que recurrir al corto gobierno de los radicales, con Gil Robles, el jefe de las derechas españolas, en plena segunda República, para encontrar un símil de la debacle actual de la derecha española.
La segunda República española aplicó un sistema semi parlamentario, pero conllevaba un sistema de partidos radicalizados, lo cual hacía imposible la mantención del sistema político. Han transcurrido varias décadas desde la guerra civil (1936-1939), que desangró a España, triunfando la más criminal de las tiranías – la de Francisco Franco -. Para los que hemos vivido más años nos queda el recuerdo de la Cataluña anarco-sindicalista, donde existía el amor libre – aun cuando los dirigentes tuvieron que apelar a subterfugios para que los muchachos no dejaran a sus señoras – o los almuerzos gratuitos en el hotel más elegante de Barcelona. Ese mundo utópico hoy se ha transformado en 50% de jóvenes parados y una foto, publicada por un Diario norteamericano, donde aparece un joven sacando comida del basurero, escena que ha ofendido la dignidad de los españoles – la verdad es que se puede repetir en cualquier parte del mundo -.
El asedio al Parlamento no tiene nada que ver con la toma del Palacio de Invierno: no se trata de asaltar el símbolo del poder, sino de llamar la atención de que el Parlamento no los representa, sin ninguna distinción de partidos políticos, ni personas, sino que incluye, por igual, a las derechas y a las izquierdas: al Partido Popular, al PSOE y a la Izquierda Unida; sólo parece salvarse Convergencia y Unión de Cataluña, al agitar la independencia y el federalismo.
Al parecer, respecto al tema de la democracia representativa, después de siglos, Juan Jacobo Rousseau se ha vengado de Thomas Jefferson, James Madison, Edmund Burke y John Stewart Mill al plantearse, como el quiebre principal las formas de representación fiduciaria versus la democracia directa. Rousseau planteaba que “la voluntad general es única e indivisible y el pueblo no puede traspasar ni delegar ciudadanía. Hay un abismo entre el pueblo libre haciendo sus propias leyes y un pueblo eligiendo a sus representantes para que estos le hagan sus leyes”. Para Rousseau, el representante puede ser siempre revocado por sus representados y en cada decisión debe consultarlos – democracia plebiscitaria -. Para Madison y Jefferson los gobernantes son representantes de la nación y no deben rendir cuenta a sus representados, ambos despreciaban la democracia la popular, pues sería “el reinado de la canalla”.
Burke, en la epístola a los electores de Bristol, decía: “este es un régimen representativo en el cual el representante designado no por todos los que él representa, sino por quienes están especialmente habilitados, gozan de una libertad absoluta para hacer prevalecer su voluntad sin tener que rendir cuenta a sus representados, sino imponiéndola”.
Hasta ahora, la democracia parlamentaria ha funcionado en base a las teorías de los padres de la patria americana y del autor de las reflexiones sobre la revolución francesa. Los parlamentarios, los Presidentes y los Jefes de Gobierno funcionan por un período de cuatro, seis o siete años sin consultar a sus electores, como si fuera un perfecto fideicomiso ciego. Esta situación se radicaliza, en el caso del presidencialismo, en que el Presidente no puede disolver el Congreso, ni este destituir al Jefe de Estado. En el caso del Parlamentarismo, si el Jefe de Gobierno cuenta con una mayoría homogénea – como es el caso PP de Rajoy – se hace imposible toda intervención de los representados que no sea el asedio al Parlamento.
A esta situación sin salida legal se agrega sistemas electorales construidos de tal manera que terminan consagrando un bipartidismo divorciado de la sociedad civil, situación que no se debe sólo al absurdo y antidemocrática sistema binominal chileno, sino que también ocurre en el mayoritario a dos vueltas, que se aplica en Francia, y el proporcional español, que siempre termina entregando, arbitrariamente, el predominio al Partido Popular y al Partido Socialista.
En este sentido, los sistemas electorales se transforman en “jaula de hierro weberiana”, que falsifica la representación ciudadana, haciendo casi imposible que, al menos, los electores puedan castigar a sus representantes cada cuatro años – o el período marcado por la ley – pues siempre resulta triunfador el incumbente contra el retador.
En consecuencia no basta, como lo sostiene el actual presidente del senado chileno, el cambio del sistema electoral para resolver la crisis de representación ni, menos aún, para periclitar de la democracia representativa, sea en su forma de gobierno parlamentario o presidencial. El tema es mucho más de fondo, tanto en España como en Chile: en ambos casos las instituciones concitan el rechazo mayoritario de la ciudadanía, razón por la cual, su actuar llega a plantear, incluso, una crisis de representatividad.
Es muy sintomático que, en ambos países, los sectores más críticos planteen una Asamblea Constituyente que, en el caso chileno, no ha existido. Es evidente que es muy justo que los ciudadanos puedan construir, por primera vez, su propia Constitución. Es cierto que “la jaula de hierro” lo hace casi imposible debido a la herencia dictatorial.
Lo central, sin embargo, no es la Asamblea Constituyente en sí misma, sino la construcción de una nueva Constitución democrática, en que todos los ciudadanos sean los protagonistas de su propia historia. Podremos seguir caminos, como los plebiscitos no vinculantes al comienzo, para luego transformarlos en vinculantes mediante la presión popular, o implementar en la próxima elección presidencial una urna especial con la pregunta plebiscitaria sobre la nueva Constitución – o el camino colombiano, un acuerdo político -.
Entender bien los clivajes permitirá ubicar la próxima elección presidencial en la verdadera disyuntiva entre el statu quo de la democracia de la representación fiduciaria, o las formas de democracia directa, iniciativa popular de ley, referendos y revocación de mandatos. En el fondo, en nuestro régimen monárquico presidencialista sin el apoyo del primer mandatario, va a ser muy difícil la ratificación de un resultado de un plebiscito constitucional.
Tanto en España como en Chile el próximo paso tendrá que ser la canalización política de las demandas de los movimientos sociales y, para el cambio, hay que usar todos los canales posibles. En este sentido, hasta hora, el abstencionismo electoral sólo ha servido para la mantención del statu quo. Basta recurrir al ejemplo, en nuestro caso, de las elecciones de 1997: el 30% de votos nulos, blancos y abstenciones de nada sirvió como expresión de rechazo al sistema.
Rafael Luis Gumucio Rivas
26/09/2012