1.- No esta en su despacho. Tampoco en el pasillo del segundo piso, donde el caos se respira en las sombras fugaces de los que pasan por allí. Unos juntan carpetas con documentos; otros reparten fusiles; algunos trazan planes de resistencia y ordenan emplazarse en diversos sectores. La Moneda, persianas adentro, es un tumulto de corridas, ordenes cruzadas, miedo y decisión. En ese desconcierto, nadie escucha a la Tati; nadie puede precisar donde esta Salvador Allende en ese momento. Pero la Tati sigue buscando, incansable. Conoce la importancia del mensaje, la urgencia de los plazos, la huella gris de las tanquetas de los sublevados asomando la trompa por las calles de Santiago. ¿Dónde está Allende? Cada minuto perdido es un puñado de oxígeno menos; cada dilación, un poco de libertad pisoteada por las botas golpistas, que ya vienen.
Por fin, lo encuentran en un recodo oscuro, rodeado de un par de miembros del GAP. Ahí está, con el pulóver multicolor debajo del saco, el casco puesto, el fusil automático entre las manos, el rostro demacrado por la tensión acumulada. En un salón contiguo, lo esperan sus asesores y otros compañeros de la Unidad Popular, para una reunión final. Después será el tiempo de los ultimátums telefónicos, del discurso al pueblo chileno, del final que se acerca… Pero ahora, cuando la Tati lo separa del tumulto por unos segundos, todavía queda tiempo. La Tati le comunica a su padre que Miguel Enríquez ha llamado, que le garantiza el auxilio de una columna del MIR para sacarlo de La Moneda en minutos, que lo invita a continuar la resistencia en las barricadas de alguna población, que no hay tiempo que perder, que nada ha terminado aun, que espera su llamado. Allende apenas escucha las primeras palabras. Apenas presta atención al resto.
Repite, una vez más, lo que dirá una y mil veces esa mañana del 11 de septiembre de 1973: “Tati, dile a Miguel que yo de aquí no me muevo”. No sirven las palabras que se atoran en la garganta de la Tati, ni sus lágrimas arrebatadas, ni sus argumentos políticos. Allende es requerido para la reunión. La Tati lo ve alejarse por el pasillo y baja la cabeza, sin consuelo. Por entonces, Allende vuelve sobre sus pasos y en su miradas brota, espontánea, una certeza. Levanta su mano, como si hubiese olvidado decir algo: “Oye Tati, y dile a Miguel una cosa más. Él comprenderá. Dile a Miguel que ahora es su turno…”
2. Miguel maneja por las calles desiertas de Santiago. Fuma. Miguel, y maneja. Fuma el último cigarrillo del paquete de Populares. Quiere pensar, quiere entender que pasa esa madrugada fría de septiembre. Esta vez va en serio, piensa Miguel, mientras sube la radio y escucha al locutor confirmar los rumores del movimiento de tropas en Valparaíso, el desplazamiento de unidades en San Felipe, el cerco que se inicia. Un par de kilómetros lo separan aún del encuentro con los compañeros de MIR. Allí lo esperan con las últimas novedades. Allí también, la agitación, los planes, las órdenes, las llamadas telefónicas, van y vienen. Todo es ruido y confusión. Miguel ya lo imagina desde ahora, manejando a toda velocidad por las calles muertas de Santiago. La noche empaña los vidrios del auto. El cigarrillo se consume entre sus labios. La radio confirma viejas certezas. Esta vez va en serio, repite Miguel.
En la casa operativa, lo espera Andrés Pascal, quien lo pone al tanto de su intento por aproximarse a la embajada de Cuba, tal como había ordenado Miguel que debía hacer el “Pituco” en caso de un levantamiento militar. Hasta ese día, la posición de los cubanos era la misma de siempre: solo entregarían armas si recibían una orden directa del presidente Allende. Esa orden jamás llegó. En el lugar, un grupo de carabineros termina de armar una barricada con maderas y restos de automóviles ante las puertas de la embajada. Pese al riesgo de quedar cercados por la barrera de los pacos, Pascal detiene la camioneta y baja a intentar negociar el paso. No hay caso. Alguien lo reconoce a la distancia. “¡Es Pascal Allende, son del MIR!”, grita uno. El tiroteo se inicia desde un auto con miristas que escoltaba a la camioneta, lo suficientemente a tiempo como para que puedan escapar del lugar dejando un reguero de carabineros parapetados sobre el asfalto.
Miguel escucha el relato de Andrés, en silencio. No lo interrumpe, apenas levanta los ojos para mirar el reloj. El tiempo se agota. Miguel llama a La Moneda, pregunta por la Tati, habla con ella.
No muy lejos de allí, algunos pilotos abordan aviones Hawker Hunter. Esperan órdenes para su bautismo de fuego. Será la única acción de “combate” en que participe la Fuerza Area de Chile en toda su historia. Los chacales avanzan por el laberinto de Santiago, están a un paso de La Moneda.
3. “Doctor Allende, por favor, no mire por la ventanillas”, le pide uno de los hombres que viaja sentado junto al entonces senador. El auto conducido por un mirista que avanza por los suburbios, que hace rodeo para garantizar que nadie los siga, traslada tabicado al candidato a la presidencia de Chile por la Unidad Popular. Pero nadie lo sabe. Más adelante lo espera una reunión secreta con la dirección del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), una joven organización que crecía en influencia en poblaciones humildes y en ranchos campesinos, crítica del “foquismo” y del “insurrecionalismo”, que había ocupado las primeras planas de los diarios por sus acciones de “expropiación” contra varios bancos importantes del país. La reunión había sido pautada por Beatriz Allende, la hija del candidato – quien desde entonces se ocuparía de ser el nexo entre el MIR y su padre -, para esa tarde de otoño de 1970, en alguna casa mirista. Allí, esperan a Allende caras conocidas. La de Miguel Enríquez, un médico de Concepción que era líder del MIR, y la de su sobrino, Andrés Pascal, a quien días atrás le había obsequiado una caja de zapatos con una pistola Colt 45 y una nota: “Tú escogiste este camino. Sé consecuente con él”.
La conversación parece distendida, pese a las diferencias que Allende manifiesta cada tanto sobre el accionar de los miristas. Ese sentido tenia el encuentro para el candidato de la UP: pedirle a la dirección del MIR la suspensión de las operaciones armadas porque perjudican su candidatura, de frente a las elecciones de septiembre. Miguel le explica primero la finalidad de las expropiaciones para después comentarle que el MIR accede al pedido de tregua. También se manifiesta preocupado por la seguridad personal de Allende. Durante los últimos días, y ante el inesperado crecimiento de la UP en las encuestas, las amenazas de muerte se multiplican en la oficina de campaña del senador. Allende duda unos segundos, y le hace una contrapropuesta: “Bueno… ¿y por qué no se ocupan ustedes de mi seguridad personal?”. La oferta, una astuta jugada del candidato para involucrar al MIR en su proyecto, despierta ya algunas dudas en Miguel, pero días después será aceptada, al igual que el compromiso de realizar trabajos de inteligencia conjuntos. Tiempo más tarde, un puñado de militantes del MIR (algunos de ellos prófugos de la Justicia) se encargará de escoltar al candidato de la UP en cada uno de sus traslados. Ante la pregunta de un periodista sobre la composición de ese grupo de civiles armados que lo custodia, Salvador Allende será taxativo: “No son guardaespaldas, es un grupo de amigos personales”. Nace así, con un grupo de miristas, el famoso GAP.
Durante la reunión, Miguel explica que, a pesar de los acuerdos y de esa “alianza de hecho” que cierra con el candidato de la UP, las diferencias estratégicas con ellos persisten, en particular las referidas a la posibilidad del desarrollo de una “vía pacifica” al socialismo en Chile, aunque propone como salida la fórmula de “apoyo crítico”. En ese sentido, Enríquez se limita a recordar uno de los documentos fundacionales del MIR: “Las directivas burocráticas de los partidos tradicionales de la izquierda chilena defraudan las esperanzas de los trabajadores; en vez de luchar por el derrocamiento de la burguesía se limitan a plantear reformas al régimen capitalista en el terreno de la colaboración de clases, engañan a los trabajadores con una danza electoral permanente, olvidando la acción directa y la tradición revolucionaria del proletario chileno.. Reafirmamos el principio marxista-leninista de que el único camino para derrocar al régimen capitalista es la insurrección armada”.
Desde aquella reunión clandestina, el vínculo entre Allende y el MIR se caracteriza, según Andrés Pascal, por la lealtad: “Siempre el MIR defendió al gobierno de Allende contra el golpismo y siempre Allende intervino para contener a sectores de la UP que propusieron reprimir al MIR”.
4. Hay una cita prevista esa mañana en INDUMET, una fábrica estatizada del área metal-mecánica, ubicada en el cordón industrial de San Joaquín. Allí esperan los “helenos” del Partido Socialista y algunos más que manifestaron desde siempre su voluntad de resistir con las armas en caso de una sublevación. También, se supone, estará presente un delegado del Partido Comunista. Hacia allí parte una comitiva del MIR encabezada por Miguel y Andrés; los acompañan Tito Sotomayor, y Coño Vilabella. Por el camino, se les suma León Ojeda.
Las calles se van poblando poco a poco. El murmullo de las radios encendidas se impone por sobre un silencio que no puede presagiar buenas noticias. Los trabajadores se van poniendo al día sobre las últimas novedades. Entonces, los miristas entran a INDUMET por una puerta lateral. Sale a su encuentro Rolando Calderón, militante del PS, que los saluda y los pone al tanto de los presentes y ausentes para la reunión. En tanto, José Oyarce, delegado por el PC, evita cruzarse con los miristas. Viejas asperezas los separan, y ni la urgencia ni el peligro real terminan por limar esas ásperas controversias. “Quiero que le preguntes a Oyarce cual es la posición del PC frente al golpe, eso antes de cualquier cosa”, le pide Miguel a Arnoldo Camú, otro “heleno” del PS. El tiempo perdido, el avance de los chacales, impiden cualquier dilación. La reunión será breve.
Oyarce repite las instrucciones de la dirección del PC: nada hará su partido hasta tanto el Congreso no se pronuncie. Si el Parlamento declara inconstitucional a la Junta Militar, los golpistas deberán devolver el poder, supone…Ni socialistas ni miristas terminan de creer el absurdo que escuchan, pero no es tiempo para reavivar cuentas pendientes, la participación o no del PC en acciones de resistencia es determinante: se trata del partido numéricamente más importante de la UP.
Al mismo tempo, a los payones de INDUMET llegan algunos autos del GAP: traen armas de la residencia presidencial de Tomás Moro, arrasada por las bombas de los aviones de la FACH. No lejos de allí, algunos grupos dispersos de obreros mantienen la toma de fábricas. Tal como estaba previsto en caso de sublevación – a la espera de armas para defender al gobierno democrático. La resistencia comienza a tomar forma.
De inmediato, Miguel busca consensuar un plan urgente para rescatar a Allende de La Moneda con las fuerzas disponibles. La propuesta es aceptada, pero Camú plantea la necesidad de tomar alguna unidad militar en busca de armamento para después sí encaminarse rumbo a La Moneda. Miguel apoya el plan, pero explica que necesita un par de horas para reunir a su Fuerza Central; unos 400 hombres, 50 de ellos con dotación completa. Los asistentes a la reunión intercambian miradas fugaces. Detrás de las palabras, de los planes improvisados desde el apuro y la desesperación, sin coordinación previa alguna ni acción en común, sin un mando unificado y con una fuerza militar mínima resistir ante el embate de los golpistas, el panorama se torna sombrío. El historiador Patricio Quiroga, testigo de la escena, apuntará años después: “Un frio recorrió a los presentes. Estupefactos comprobaron la realidad y la irresponsabilidad de aquellos socialistas que habían llamado a tomar el poder ¿Con que? Los comunistas, veinte días antes habían señalado que contaban con un diez por ciento de sus militantes en armas […] y eran poderosos, porque, según distintos cálculos no bajaban de ciento ocho mil militantes, Juventudes Comunistas incluidas. Del MIR ¿cincuenta hombres para el despliegue de una estrategia que puso en jaque a la UP?”
El tiempo se acaba. Algunos ruidos ante el portón de INDUMET evaporan los últimos signos de acuerdo entre los presentes. En pocos segundos, la fábrica es rodeada por una escuadra de carabineros. Tres tanquetas se acercan al lugar, también un helicóptero pertrechado con una ametralladora. Los chacales cierran el cerco alrededor de INDUMET. Miguel y los miristas toman los fusiles que distribuyen los hombres del GAP. “Vamos, hay que salir de acá”, ordena la voz firme de Miguel Enríquez
Frente al portón, comienza la balacera.
5. ¿Hay un momento preciso en que esta historia pudo revertirse? ¿Existió un suceso puntual que pudo haber modificado el desarrollo de los hechos? Para Andrés Pascal, ese punto en el mapa histórico existió, y surgió durante la reacción popular contra el levantamiento militar del 20 de junio de 1973, conocido como el “tanquetazo”. Entonces, la asonada castrense fue detenida menos por la frágil división existente entre los cuadros de las Fuerzas Armadas que por la acción directa del movimiento de masas. Una multitud de chilenos se congregó alrededor de La Moneda ese día, formando un círculo protector alrededor del presidente Allende y exigiendo un paso hacia adelante, una respuesta política que castigara con severidad a una derecha aun desorganizada, confundida y dependiente del capricho de militares frustrados en su intento golpista. Una vez más, en ese mismo episodio trascendente, dos proyectos de poder confrontaron por dentro y por fuera de la UP. Ni aquellos que exigían apostar a una gestión defensiva, que protegiera las conquistas logradas y buscara acuerdos con la oposición a partir de concesiones de todo tipo (“consolidar para crecer” era su consigna); ni los otros que exigían pasar a la ofensiva, dejar en manos del pueblo los resortes económicos, agitar y multiplicar las experiencias autónomas de poder popular y prepararse para el enfrentamiento armado inevitable con la reacción (“avanzar sin tranzar”, decían), pudieron imponer su hegemonía en esos días. Por algunas horas, esa contienda se mantuvo viva, indefinida, en discusión entre todos los que se manifestaron por la continuidad democrática y contra el avance fascista.
En ese preciso instante, también el MIR vaciló. Con los obreros en las calles, y los militares replegados y a la espera de novedades, la chance de tomar la iniciativa política estuvo latente. Actuar de inmediato era una opción: detener a los golpistas, ocupar algunas unidades militares y entregar el armamento a las brigadas milicianas para pasar a la ofensiva junto al sector más radical de la UP. Pascal Allende Explica la dualidad de la dirección mirista: “Si teníamos éxito, lograríamos un atajo que aceleraría la acumulación de fuerzas y generaría una situación revolucionaria, pero si nos equivocábamos, el retroceso seria enorme. En la duda, preferimos esperar. A veces pienso que hicimos bien, otras me parece que por esa decisión perdimos la iniciativa estratégica”.
En todo caso, y por parte de la UP en el gobierno, la respuesta definitiva que zanjo la controversia le correspondió a Salvador Allende. Su política a partir del “tanquetazo” estuvo marcada por las concesiones para intentar un acuerdo con la Democracia Cristiana, la desmovilización de masas provocada para calmar los ánimos de la derecha, el llamado a devolver las empresas ocupadas, el freno a la formación de órganos de poder popular y la tolerancia para que las Fuerzas Armadas integraran el gabinete. Las manifestaciones de debilidad se multiplican al mismo ritmo en que la crisis se agudiza. Amparados en la Ley de Control de Armas que el oficialismo debió aceptar en ese mismo contexto defensivo, los militares coparon las calles, allanaron fábricas y campos y desplegaron su poder represivo sin control, preparando las condiciones para lo que sobrevendría una vez que la derecha y sus cómplices se organizaran y se unificaran detrás de un mismo proyecto. Sin embargo, ni las medidas conciliatorias con la oposición ni la capitulación ante la jerarquía militar evitaron la tragedia que ya se vislumbraba. Una vez más, el dilema histórico entre reforma y revolución se resolvía a sangre y fuego. Una vez mas, las previsiones del MIR se cumplían al pie de la letra: “El MIR rechaza la teoría de la ‘vía pacifica´ porque desarma políticamente al proletariado y por resultar inaplicable, ya que la propia burguesía es la que resistirá, incluso con la dictadura totalitaria y la guerra civil, antes de entregar pacíficamente el poder…”.
6. Los miristas y un par de socialistas se trepan al paredón trasero de INDUMET. Buscan saltar hacia el patio de otra fábrica, para después salir de San Joaquín rumbo a Vicuña Mackenna, con el objetivo de levantar un auto por el camino y agilizar la fuga. Miguel encabeza la columna del MIR, atenta al vuelo rasante del helicóptero de los golpistas, que ya ha detectado el plan e intenta impedir la retirada. Cuando llegan a la calle Carmen, se topan con grupo de carabineros, que tampoco esperaba semejante encontronazo. Los miristas aprovechan la sorpresa para disparar primero. En ese momento, cualquier demora podía significar el arribo de más contingentes militares a la zona y un obstáculo insuperable para romper el cerco. Miguel y los suyos se la juegan: cruzan las calles bajo fuego enemigo, buscan mantener la distancia con los carabineros sin detener el paso, parapetándose en los umbrales de las casas vecinas. El helicóptero se acerca a la zona de combate…
Por fin el grupo rompe el cerco, pero no conoce en profundidad La Legua, la población hacia donde se dirigen. Por eso, van de frente a la boca del lobo: una comisaria ocupada por algunos pacos disparan con ametralladoras, pero sin ganas de salir a la vereda a exponerse. La vacilación de los carabineros le permite a los miristas alcanzar un Peugeot rojo estacionado. Cuando van a romper el vidrio del auto, el dueño llega corriendo, con las llaves en la mano. “¡Cuídenmelo!”, les pide. Andrés pascal, conocido en el MIR como el mejor conductor de la Comisión Política, toma el volante y avanza a toda velocidad por las calles de San Joaquín. Por el camino, se cruzan con un reten callejero de las FACH, pero las ráfagas van dejando un tendal a su paso y nadie se atreve a interponerse en su camino. Ya lejos de INDUMET, Miguel se percata de que falta alguien: León, ingeniero mecánico, compañero de logística, cae herido en el tiroteo y después será capturado y desaparecido.
En tanto, los demás participantes de la reunión en INDUMET se dirigen hacia la fábrica algodonera SUMAR, a menos de un kilometro de distancia, a donde un grupo de trabajadores aguarda las armas prometidas. En minutos, el pueblo de La Legua se suma a la resistencia como puede, sin organización ni capacidad real para defender la ofensiva militar, que se despliega ahora sobre el único foco de conflicto en todo Santiago. Allí socialistas, miristas, vecinos, obreros, estudiantes, combaten como pueden contra los chacales. La Legua guardara para siempre el relato – confuso, contradictorio, valiente – de todos los que salieron a las calles a ponerle un freno la oscuridad. Pero no será suficiente.
Para las cuatro de la tarde, el contingente de miristas llega a la casa. Los rostros de Bautista von Schouwen (El Bauchi) y Edgardo Enríquez lo dicen todo: los chacales han bombardeados La Moneda, Salvador Allende está muerto. Los golpistas han vencido. Cuenta Andrés Pascal sobre aquella escena: “Miguel se sentó y estaba pálido, conmovido, la mirada fija en el fusil que mantenía entre las piernas. Guardo un prolongado silencio que compartimos con él”.
Algún compañero, entonces, se habrá acercado a Miguel para contarle en voz baja la última comunicación de la Tati, desde La Moneda. Miguel habrá escuchado cada palabra, habrá guardado esa frase dedicada a él por parte de Allende y se habrá preguntado una y mil veces que era lo que comenzaba en Chile esa tarde gris. “Si bien todos fuimos invadidos por la sensación de cólera e impotencia, las condiciones objetivas imponían un repliegue” dirá después. “En Chile no ha fracasado la izquierda ni el socialismo, ni la revolución. En Chile ha finalizado trágicamente una ilusión reformista de modificar estructuras socio-económicas y hacer revoluciones con la pasividad y el consentimiento de los afectados: las clases dominantes”, anotará mas tarde. De frente al abismo de la dictadura, después del repliegue y la clandestinidad, nace la resistencia. Ahora es el turno del MIR. Y de Miguel.
*Articulo original por Hugo Montero.
Revista SUDESTADA; cultura política y actualidad
Año 9 N° 83
Octubre 2009