Cuando el general miente diciendo que los mapuches usan a sus hijos como escudos, se verifica lo podrido que está todo. En honor a la verdad, es él quien se escuda tras esos niños agredidos, para esconder los abusos de sus envilecidas tropas de ocupación.
La impunidad es parte de la cultura arraigada a partir de la dictadura, en los veinte años de Concertación y en estos tres de la derecha. En este lapso, las herramientas usadas para reprimir al pueblo mapuche han tenido pocas variaciones. Las mentiras son las mismas. Lo nuevo son los satélites.
Tampoco es nueva la bronca que le cae al mapuche. Esta costumbre ancestral viene desde el mismo momento en que los tercios de España retrocedieron ante el empuje de los primeros chilenos. Luego, esa aversión tan chilena de despreciar lo mapuche se incrustó en los silabarios, en los textos de historia, en la cultura del poderoso.
La invasión del territorio mapuche desde esas tempranas épocas viene justificada en el desprecio vernáculo a esos indios oscuros, tímidos y desconocidos, tan ajenos a la chilenidad y tan ausentes de la historia, de la cueca y el minué.
La suerte del mapuche fue echada con su derrota en la última batalla que dieron cerca de Trutruf, en lo que ahora se llama Temuco, enfrentando al ejército chileno que en noviembre de 1881 entrenaba sus armas en eso de arrasar pobres. Desde entonces no han tenido tregua. Arrinconados, derrotados, despreciados, intentaron por años reconstruir sobre los despojos de la guerra y por los relatos de los sobrevivientes los restos de su cultura. Mientras, el ejército escoltaba a los colonos chilenos y extranjeros que hicieron suyas esas tierras ensangrentadas. Muy poco ha cambiado desde entonces para el mapuche. De los cambios sociales y políticos que ha experimentado la sociedad chilena ha recibido su coletazo más inhumano. Sin ir más lejos, en ese territorio parece que aún campea la dictadura con su carga de terror, miedo y dolor. La democracia no ha pasado por esas tierras. No ha pasado nunca.
Durante el “gobierno ciudadano” de Michelle Bachelet murieron por lo menos tres mapuches por las balas de Carabineros. Sin embargo, la presidenta celestial no dijo esta boca es mía. El entonces severo subsecretario del Interior confirmó su apoyo a la labor de Carabineros y luego, Felipe Harboe se ungió diputado de la República por arte del reciclaje desvergonzado. Las herramientas del despojo usadas en los albores de la República no son muy distintas a las que se usan hoy. La bala y la ley. Ambas estrategias son complementarias y andan juntitas.
Estos recursos pacificadores fueron el centro del debate en una curiosa cumbre celebrada en La Moneda y que abordó los sucesos de sur. Más bien pareció la reunión del Estado Mayor en vísperas del ataque decisivo: sus principales y casi únicas resoluciones tuvieron que ver con más tropas, más medios represivos, más inteligencia policial, lo que por cierto va a traer mucho más castigos a los niños, las mujeres y a los ancianos que, arrinconados y olvidados de casi todo el mundo, aún resisten.
La situación del territorio mapuche, continuidad necesaria de la llamada “pacificación de La Araucanía”, históricamente fracasada a la luz de los hechos contemporáneos, es difícil de entender desde el punto de vista del chileno desinformado, farandulizado, futbolizado y endeudado. Quien más claro tiene lo que ahí pasa son los poderosos: las iglesias, las fuerzas armadas, los empresarios y los políticos inmorales. Ellos saben que lo único válido para resolver el conflicto, es decir, consumar la usurpación, son las tropas de refresco, la buena puntería, los fiscales racistas y una buena red de medios de comunicación. El resto, es tango.
Muchos progresistas o izquierdistas o revolucionarios -genuinos o simulados-, han tratado de entender algo del tema. Del “problema mapuche” dicen, y ni se arrugan. Y no han podido. La Izquierda le ha dado la espalda al mapuche en su intento por tener alguna idea de cómo se imbrican la ideas de la revolución con esa cultura tan extraña. Pero han mirado más a Moscú, La Habana o Pekín que a Temuco o Traiguén. Han leído a Marx, Lenin y Engels, pero no han escuchado los relatos extinguidos de los ancianos que alguna vez contaron la historia. Y muchos arriscan la nariz ante una olleta llena de xanan poñi trapi. Solo algunos estudiosos han intentado descorrer el velo de la historia de ese pueblo que estaba aquí antes que la hoz y el martillo fulgurara en la Plaza Roja. Pero no ha sido suficiente. Cuando la Izquierda habla del mapuche, lo hace en otro idioma. Y del mismo modo lo escucha. Cuando la Izquierda mira esas montañas ahora colmadas de bosques artificiales, no ve lo que ve el mapuche. Los pontros indianos son usados como adornos al lado de las zampoñas y las quenas, y el merkén antiguo y fragante se mezcla con sabores que esa tierra no da.
El pueblo mapuche quiere paz. Necesita forjar una vía propia que pase por recuperar lo que les perteneció. Y que a partir de ese hecho básico, despliegue la dignidad debida a todo pueblo: respeto, salud, educación, reconocimiento, autonomía.
El sistema mira al mapuche desde su condición de gente derrotada por los cañones Krupp y los fusiles Comblain. Y muchos no se explican por qué aún no se mete una columna de Leopards que desmenuce esos caseríos miserables, o que en vuelo rasante los F-16 prueben lo superior que son respecto de los Hawker Hunters en la precisión de sus cohetes.
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 763, 3 de agosto, 2012