“Echo de menos la política de acuerdos y no la confrontación que vemos hoy día”, se lamentaba el ex presidente Lagos la semana pasada, al ver que fracasaba el “diálogo” entre la oposición y el gobierno, con miras a un acuerdo para agilizar la agenda legislativa.
Cómo es posible que el ex presidente no quiera entender que es justamente eso lo que la ciudadanía no quiere. Fue la política de acuerdos lo que llevó a la derrota a la Concertación, pues éstos siempre la llevaron a hacer lo que la derecha quería: siempre fue la derecha la que impuso su criterio en dichos “acuerdos”, mismos que reglamentaron toda la transición. ¿Es necesario recordarle al señor Ricardo Lagos, los engendros emanados de las comisiones o mesas de trabajo en las que participaban unos “expertos” de lado y lado, sin tomar en cuenta a la ciudadanía y en los que se proclamaba que se había llegado a un “consenso”; y los cambios cosméticos a la Constitución para que él pudiera estampar su firma?
Todas las críticas por el fracaso de las abortadas “mediaciones” se centraron en la directiva del PPD (Partido por la Democracia) porque ¡qué horror!, cómo se le podía ocurrir proponer que en dichos diálogos participara la ciudadanía representada en sus asociaciones de base.
La verdad, es que si analizamos con detención la propuesta del senador Quintana junto a la directiva del PPD, no nos queda más que reconocer que son los únicos que entienden (tal vez demasiado tarde) lo que la ciudadanía está pidiendo y es, tal vez, la única forma de tratar de salvar lo que queda de la Concertación, tarea, por lo demás, prácticamente imposible.
Por su parte, el gobierno se niega a entablar un diálogo con condiciones, pero sin querer queriendo, al vetar un tema, el gobierno también está poniendo condiciones. Al tenor de los hechos, parece que el PPD (o su directiva) tenía cierta razón.
Pero, veamos qué significado tienen realmente estos conceptos tan manoseados y tan livianamente utilizados por nuestra clase política.
“Para buena parte del pensamiento antiguo, hasta Aristóteles, el diálogo no es solamente uno de los modos en que puede expresarse el discurso filosófico, sino su modo propio y privilegiado, porque este discurso no es hecho por el filósofo a sí mismo ni lo encierra en sí mismo, sino que es un conversar, un discutir, un preguntar y responder entre personas asociadas en el común interés de la investigación”. (1)
Es probable que esta concepción sobre el discurso, haya llevado a Sócrates a no dejar nada escrito, y a concentrar toda su actividad en la conversación con amigos y discípulos. Donde no queda ninguna duda, es en la decisión de su discípulo Platón de mantener la forma dialogada en sus obras, debido a su desconfianza hacia los discursos escritos, por cuanto “no responden a quien los interroga ni eligen a sus interlocutores”.
Recordemos que la exigencia del diálogo está presente, de modo más o menos claro, en todas las formas de la dialéctica. El principio del diálogo implica la tolerancia filosófica y religiosa, en un sentido positivo y activo y, por lo tanto, no como tolerancia de la existencia de otros puntos de vista, sino como reconocimiento de su igual legitimidad y como buena voluntad de entender sus razones.
En este sentido, el principio del diálogo fue una adquisición fundamental que pasó del pensamiento griego al pensamiento moderno y que en la edad contemporánea conserva un valor normativo eminente.
Por su parte, el verbo acordar en su primera acepción, significa “determinar de común acuerdo”. El término “acuerdo” es utilizado, especialmente, para caracterizar el concepto más amplio de “consenso”. Es así como el Diccionario de política nos aclara que “el término consenso denota la existencia de un acuerdo entre los miembros de una unidad social dada relativo a principios, valores, normas, también respecto de la desiderabilidad de ciertos objetivos de la comunidad y de los medios aptos para lograrlos”. (2)
En este mismo sentido, el Diccionario de sociología refiere que “existe consenso en cualquier colectividad, cuando la mayoría de sus miembros se adhiere a valores y comparte creencias afines con relación a aspectos fundamentales de su planteamiento político, económico, jurídico, como el modo de producir y distribuir los recursos materiales, la naturaleza y la dirección de los cambios en las instituciones, las normas que definen y mantienen el orden social. La libertad de organización y de expresión de diferentes sectores de la población con una especial atención a las minorías étnicas, políticas y religiosas. La falta de consenso respecto de las normas fundamentales del orden social es un síntoma de anomia”. (3)
Como podemos apreciar, el término consenso se aplica especialmente al comportamiento en el seno de una sociedad. Desde el punto de vista de la política, entonces, el consenso se refiere a las reglas fundamentales que dirigen el funcionamiento del sistema, lo que se ha dado en llamar las reglas del juego.
En general, los tratadistas plantean que, sobretodo en sociedades amplias y complejas, es impensable un consenso total, por lo que prefieren referirse al término en sentido relativo: más que de presencia o ausencia de consenso, se debería hablar del grado de consenso existente en una determinada sociedad.
Queda claro que en Chile, con una Constitución Política emanada de un Bando Militar, es imposible que se pueda lograr, incluso, un grado mínimo de consenso, pues esas mismas “reglas del juego” que fueron impuestas por la fuerza, impiden un diálogo franco que permita llegar a acuerdos y, por supuesto, menos a algún consenso.
Por lo demás, es cosa de asomarse al Chile real, esfuerzo que ni el gobierno ni la oposición están dispuestos a hacer, para percatarse que no existe consenso en ninguno de los “valores y creencias con relación a aspectos fundamentales de su planteamiento político, económico, jurídico, como el modo de producir y distribuir los recursos materiales y no materiales, la naturaleza y la dirección de los cambios en las instituciones”.
El desafío es, entonces, apurar el tranco en el tránsito por el único camino para lograr diálogo, acuerdo y consenso: la Asamblea Constituyente, para una verdadera Constitución Democrática, cuyo fundamento sea la creación de la Segunda República.
(1) Nicola Abbagnano, Diccionario de filosofía, F.C.E., México, 1983.
(2) Norberto Bobbio, Nicola Matteucci, Diccionario de política, Siglo XXI, México, 1981.
(3 Luciano Gallino, Diccionario de sociología, Siglo XXI, México, 1995.