Un edifico viejo, trizado y amarillento, ubicado en Alameda esquina Nataniel, cuya arquitectura se salvó de caer bajo el buldózer inhumano de las inmobiliarias, nadie sabe bien por qué.
Los restos náufragos de una historia casi extinta, que circula a la deriva como aquellos que quedaron después del tsunami del Japón. Nadie sabe para donde van, que traen dentro y adonde van a encallar.
Una orden hermética que no permite que sus afiliados, los que saben que lo son, tengan la oportunidad de elegir a sus dirigentes a la manera exótica, es decir, secreta, directa e informada. Ese extraño mecanismo electoral, una especie de binominal empeorado, permite que un presidente ostente su cargo por tiempos superiores a los que estuvo el dictador.
Un colectivo de personas que se han permitido perder el paso, el horizonte y las luces, herramientas tan necesarias para las luchas de los trabajadores.
Un hoyo negro del cual no emerge el brillo de la transparencia, exigida con tanta vehemencia para los otros. Nadie recuerda cuando habrá sido la última cuenta pública de sus habares y debes.
Un coto que deriva de vez en cuando, en un ring en el cual se disputan los cargos antes de ser elegidos. Como el caso en que compañeros del mismo partido pugnen públicamente por su mejor derecho, demostrando una vocación de democracia y transparencia dignas de encomio. Mientras tanto, por ahí cerca, algunos trabajadores observan obnubilados el espectáculo.
Uno de los más claros productos de la cultura del neoliberalismo, acicalado por veinte años de concertación y confirmado por tres de la derecha. Creado a la imagen de las necesidades de los gobiernos que traicionaron a la gente, u cómodo banco de arena en donde encallan las exigencias populares, y en la cual son desguazadas para siempre.
Un monumento benévolo a la desidia, que jamás ha puesto siquiera nerviosos a los patrones, ni a los gobernantes. Aunque año tras año, en esos extraños primeros de mayo, se anuncien con precisión, energía y voz vibrante un paro nacional fantasma, mientras el auditorio bosteza.
Un amplio balcón desde el cual sus dirigentes se enteran de las magnificas marchas de los estudiantes. Para que después, en un rapto de furor inoculado por esas movilizaciones ejemplares, sus directivos lancen convocatorias a movilizaciones que no sirven para nada.
Un extraño paraje en el cual sus dirigentes tienen que andar con capangas tras vidrios polarizados para evitar el excesivo amor y cariño que la gente les tiene. Curioso caso en que dirigentes de los trabajadores no pueden marchar cuando éstos lo hacen por las calles.
Es que la CUT no lleva el paso de estos tiempos. Se perdió en la bruma corrosiva de la politiquería en su peor expresión: la que abusa de la gente. Fue y sigue siendo, un organismo adecuado para el perfeccionamiento de la cultura imperante.
La armonía sistémica requiere de una central de trabajadores amaestrada, inercial, cansina, opaca. De haber habido una central que de verdad representara los derechos de los trabajadores y luchara en consecuencia, otros gallos estarían cantando.
La irrupción hermosa de los estudiantes, que hasta ahora no han permitido que el sistema les amaestre sus movilizaciones, y la bronca que se hace sentir en las regiones y sectores de trabajadores, han dejado al desnudo el desfase que hay en el movimiento social y esta organización de los trabajadores.
Eso que anda entre la gente, ese pálpito inicial que augura lo perecible del sistema y que inocula una importante dosis de un peligroso optimismo, no pasa por la casona de la Alameda.
Por las calles pasa, pero no entra.