Las poco afortunadas declaraciones de Cristián Boza, ahora ex decano de la Facultad de Arquitectura de la Universidad San Sebastián, deberían servir para agregar otro punto al ya largo listado de críticas al actual modelo educacional chileno: su agudo carácter unidireccional hacia carreras tradicionales, que las universidades privadas utilizan para vender ilusiones a estudiantes que, una vez egresados, no tendrán mucho futuro con sus diplomas.
Hacia finales de los años 60, cuando yo mismo era estudiante, una de las mayores demandas del movimiento estudiantil era en torno al aumento de cupos para los muchos estudiantes que postulaban a las universidades y que simplemente no eran admitidos porque no había vacantes para ellos. Hubo incluso organismos ad hoc creados en ese tiempo por las agrupaciones políticas universitarias: el Movimiento Universidad Para Todos (MUPT) y el Comité de Estudiantes Sin Universidad (CESU), entre otros. Con cierta ironía en Chile ahora se puede decir que esa meta se logró, ahora hay universidad para todos, para todos los que pueden pagar esto es, ya que la solución al problema no vino por un aumento de plazas en las universidades públicas ni en las otras “tradicionales”. Como todos sabemos la “solución” vino por la multiplicación de universidades privadas al punto que ahora uno pierde la cuenta de todas ellas. Como cualquier otro tipo de negocio, estas universidades abren sucursales en distintos barrios de las grandes ciudades y a través de todo el país. Básicamente se trata de un negocio, aunque hay algunas pocas de ellas que intentan acercarse a un modelo más auténtico y legítimo de entidad universitaria. Pero ellas serían sólo una minoría.
Como me apuntaba un viejo compañero de mis tiempos universitarios “ahora hay universidades para todos, incluso sobran, de ahí que gastan enormes sumas en campañas publicitarias para atraer clientes”.
Pero además hay otro hecho curioso de destacar. Al revés de lo que sucede con la educación básica y secundaria, donde la gente de más dinero prefiere mandar a sus hijos al sistema privado, cuando esos mismos muchachos postulan a la educación superior privilegian las universidades tradicionales: en Santiago la Universidad de Chile y la Católica, en algunas áreas de la ingeniería la Universidad de Santiago (ex Técnica del Estado), en provincias la Universidad de Concepción, la Austral de Valdivia, la Católica de Valparaíso o la Federico Santa María. Ello hace que—con algunas excepciones de individuos de dinero que optarán por la Universidad Adolfo Ibáñez por su vinculación al mundo de los negocios o que por razones ideológicas irán a la universidad del Opus Dei—en su mayoría las universidades privadas atienden a un público de sectores sociales más pobres. Esto a su vez hace que gran parte de esos estudiantes sean los de rendimiento académico más bajo, naturalmente no porque sean “hijos de camioneros” como dijo el ex decano Boza, sino porque esos son los jóvenes que reciben la educación de más mala calidad en Chile, la municipalizada, muchachos que además suelen arrastrar problemas derivados de su propia condición social que no siempre les permite dedicar mayor tiempo al estudio y que por ende, llegado el momento de rendir la Prueba de Selección Universitaria (PSU) en general obtienen puntajes más bajos, no quedándoles pues otra alternativa que inscribirse en las universidades privadas.
Aunque el modo de decirlo denotó insensibilidad y una cierta crudeza innecesaria, hay sin embargo algún grano de verdad en lo afirmado por Boza: gran parte de los muchachos que llegan a esas universidades privadas no tienen la formación adecuada para lidiar con lo que serían las demandas de un quehacer académico a nivel universitario.
El problema es que tal como Boza lo dijo pareciera estar culpando a los propios estudiantes por haber recibido la mala educación que recibieron y no al verdadero culpable de esta situación, el modelo educacional impuesto a partir de la dictadura. Este a su vez un modelo que encontró un clima favorable en las condicionantes ideológicas burguesas de la sociedad chilena, condicionantes que la dictadura por cierto exacerbó. Por ejemplo, como la mayor parte de las sociedades capitalistas y burguesas, la sociedad chilena hizo de la universidad y en particular de ciertas carreras una suerte de culto. Todos los jóvenes que aspiraban a ser “algo en la vida” tenían que pasar por la universidad. Digamos que por cierto eso es una falacia ya que hay muchos casos de individuos que han tenido una vida exitosa—estoy aquí usando el término en su significación más convencional, esto es de dinero, posición social, reconocimiento—sin haber asistido jamás a un aula universitaria. Hay que admitir sin embargo que esos casos no son la mayoría, en otras palabras: sí, la universidad es un factor de prestigio social en Chile, aparte de ser también un factor de movilidad social. De ahí que la atracción que ejerce tenga por un lado ribetes pragmáticos, la obtención de un diploma, pero también ideológicos, la obtención de un prestigio social.
De vez en cuando hubo intentos de sacudirse de esa concepción tradicional de universidad y de educación, pero al fin de cuentas el peso de la costumbre era muy fuerte como para proveer otras alternativas a los jóvenes: la enseñanza técnico-profesional por ejemplo, fuese ésta a nivel secundario como superior, fue siempre un pariente pobre del sistema educativo chileno. Los esfuerzos más serios se dieron con la creación de la Universidad Técnica del Estado a fines de la administración de González Videla, luego con la reforma educacional de 1966 impulsada por el gobierno de Eduardo Frei Montalva y la creación de los institutos tecnológicos superiores en el gobierno de Salvador Allende. La dictadura destruyó todo eso, incluso removiendo los aspectos simbólicos que la apertura de alternativas no tradicionales suponía: la Universidad Técnica del Estado pasó a llamarse simplemente Universidad de Santiago abandonando su razón de ser principal y haciéndose una universidad generalista más, como medida populista las escuelas industriales e institutos comerciales de antaño pasaron a llamarse liceos industriales y liceos comerciales respectivamente, pero sin por ello cambiar su imagen como instituciones de menor valía que el liceo tradicional. Irónicamente, la municipalización y la entrega de otra gran parte de las instituciones escolares otrora públicas a sostenedores privados, resultó en un igualamiento “hacia abajo”, ahora todos, esos liceos tradicionales y los técnico-profesionales, son generalmente malos o así son percibidos por la gente.
Naturalmente el negocio de las universidades privadas se funda en la concepción tradicional que para “ser alguien en la vida” hay que tener un diploma universitario, no importa que por la excesiva oferta de abogados, psicólogos, sociólogos, periodistas y otros egresados, en especial en el área de las ciencias sociales y las letras, esos muchachos terminen trabajando en cualquier cosa que muchas veces no tiene nada que ver con el campo que estudiaron. El diploma literalmente como adorno decorativo. Por cierto lo que no es nada decorativo son las deudas en las que el egresado ha incurrido para estudiar.
Entonces vienen académicos como el ya mencionado arquitecto Boza que se sienten frustrados porque sus estudiantes “no tienen sofisticación” o si se quiere ser más preciso, no tienen motivación, no entienden quizás ni siquiera por qué están allí. Han escogido una carrera no por alguna especial vocación ni aptitud hacia ella, sino porque ha sido el lugar donde los aceptaron con el puntaje que obtuvo en la PSU. Y hasta posiblemente piensan que se deben dar con una piedra en el pecho por haber entrado allí, sin saber de qué diablos se trata todo ello. Por cierto algunos profesores, excepcionales quizás, serán capaces de motivar e incentivar a algunos de esos jóvenes, hacerlos que descubran sea la arquitectura, la filosofía o incluso las ciencias de la administración pública. Todo puede suceder en el mundo de la academia. Pero siendo yo mismo profesor que ha enseñado en estos últimos poco más de treinta años a varias generaciones de estudiantes en lo que sería equivalente al pre-grado (el college como se llama acá), debo decir también que hay muchas ocasiones en que el muchacho o muchacha está en el lugar equivocado: el camino de la universidad no es para ellos, no porque sean mentalmente incapaces, sino porque sus aptitudes no son para el trabajo académico basado en el estudio sistemático y teórico, como es el de la mayor parte de las carreras universitarias.
¿Qué hacer con esos jóvenes que estarían en un lugar equivocado? Tengo la impresión que el tema del acceso a la enseñanza superior se abordó en Chile con un mero criterio cuantitativo: todo el mundo (que pueda pagar o endeudarse) podrá estudiar en la universidad, no importa qué carrera, al final su cartón van a tener.
En un medio ideológico en que la educación ha sido entendida como una mercancía, la proliferación de universidades fue algo como la proliferación de oportunidades de crédito a través de las tarjetas que ofrecen las multitiendas. La universidad al alcance de todos, como el crédito de consumo.
Los aspectos cualitativos no se abordaron, por cierto no en dictadura, pero tampoco en democracia. La necesaria enseñanza técnica no se valoró y ahora mismo me resaltaba como absurdo lo que veía en la televisión hace unas semanas cuando en una feria de minería se mencionaba la enorme falta de técnicos de diversos niveles para trabajar en esa rama de la actividad económica, en el reportaje uno de los entrevistados incluso hablaba de tener que importar a técnicos de otros países.
La educación técnico-profesional por lo demás no tiene por qué excluir la introducción de elementos básicos culturales, no se trata de formar técnicos ignorantes en otras facetas de la vida de la sociedad. En este sentido la reforma educacional de 1966, sin duda la mejor que se hizo en Chile, aportó un importante cambio al introducir cursos humanistas en el currículum de las escuelas industriales, agrícolas e institutos comerciales de entonces, cursos de filosofía, música y artes plásticas.
Es necesario pues retomar en futuras reformas educacionales una valoración de la enseñanza técnica, entendida como una educación también imbuida de elementos humanistas. Por cierto, en definitiva sólo un cambio cultural más profundo podrá hacer ver a la gente que no es necesario que sus hijos sigan carreras tradicionales cuyos campos están saturados, que profesiones de carácter técnico como los de plomero, electricista, electrónico o mecánico (al menos aquí en Canadá) brindan a quienes lo practican un buen nivel de vida.
El hecho que haya universidades para todos, puede resultar ser al final más una aberración que una bendición al frustrar a jóvenes y a más de algún maestro, cuando el educando no muestra interés ni preparación para la materia que supuestamente estudia. A lo mejor simplemente está en el lugar equivocado. Sólo la persistencia de un modelo que hace de la educación una mercancía y que a las universidades privadas sirve muy bien, permite que se les venda a tanto joven cupos en carreras que en el fondo no les interesan o para las cuales “no tienen dedos para el piano”. Pero cuidado, eso no significa que esos jóvenes sean desechables y tildados de estúpidos. Simplemente sus aptitudes son para algo diferente. Si hablamos de personas con un grado de inteligencia normal, siempre habrá algo para lo cual podrán ser buenos.
El sistema de educación superior chileno se ve distorsionado además por otro factor, el del procedimiento de selección. La PSU que reemplazó a la Prueba de Aptitud Académica (PAA) retrotrajo la manera de seleccionar a los estudiantes a más de cuarenta años atrás, al tiempo del bachillerato. Para quienes recuerden ese sistema, contra el cual los estudiantes secundarios de los 60 dimos grandes batallas, este consistía en cinco pruebas de conocimiento, pudiendo obtenerse la mención en letras, ciencias o matemáticas, cada una de estas menciones contenían materias específicas, con dos comunes a todas las menciones: castellano y filosofía, y una que se escogía, un idioma extranjero. El sistema era aberrante porque obviamente siendo una prueba de conocimiento, favorecía a los estudiantes de los mejores liceos públicos y privados, que contaban con bibliotecas, laboratorios y profesores titulados en todas las asignaturas. La PAA en cambio medía las aptitudes, esto es las capacidades del estudiante para aprender, independientemente del conocimiento (por supuesto esto no es absoluto, en medir las aptitudes así como en intentar medir la inteligencia, siempre hay un cierto contenido de conocimiento), de todos modos y más allá de sus limitaciones, como instrumento de medida la PAA era pedagógicamente mucho más eficaz y sobre todo, mucho más justa para medir las potencialidades de alguien que proviniera de una medio escolar más pobre.
Lamentablemente la reintroducción de un sistema de selección basado en conocimientos como es la PSU, una aberración pedagógica; se combina con la ideología de la universidad como fin en si mismo para finalmente venir a materializarse en el actual modelo clasista de la educación chilena. Un modelo que—desde aquí espero—sea hecho trizas por la movilización estudiantil.