No es la retórica política contra las estadísticas. Son las estadísticas contra la realidad. Por un lado, en las oficinas gubernamentales y financieras, los ministros y los oficiantes del mercado exhiben diagramas de flujos macroeconómicos para argumentar equilibrios y crecimiento; en otros lados, que se extienden desde los espacios domésticos a los laborales y educacionales, crece el hastío sobre un modelo económico cuyo objetivo ha derivado en una obscena e insoportable desigualdad.
Cuando el gobierno muestra y demuestra que la economía va bien, que Chile avanza hacia el progreso, con proyecciones de crecimiento en torno al cinco por ciento para el año en curso, con una tasa de desempleo mínima, lo que hace es reiterar un relato elaborado hace ya más de dos décadas y que es simple retórica política para los chilenos. El experimento neoliberal procesado en Chile desde los albores de la dictadura ya ha cumplido sus objetivos: logró concentrar la riqueza en unas pocas corporaciones y familias a costa del trabajo y sueldos de supervivencia para el resto de la población.
Si observamos las cifras, veremos que son muy similares, e incluso mejores que las registradas durante los últimos diez o veinte años. Pese a la contracción económica europea y al virtual estancamiento de Estados Unidos, la economía chilena creció el año pasado un 6,5 por ciento y aumentará, según las proyecciones, en torno a un cinco por ciento este año. De hecho, en febrero el producto mensual aumentó más de un seis por ciento.
El producto chileno anual se ubicó el año pasado en 248.600 millones de dólares, lo que equivale a un PIB per cápita anual de 14.400 dólares o de casi 18 mil, según paridad de compra. Si comparamos estas cifras con las de hace diez años, veremos que el producto chileno sólo llegaba entonces a 68.800 millones de dólares, o a 4.400 dólares per cápita. En sólo diez años el producto chileno subió más de 260 por ciento. Esto significa que si un trabajador ganaba 500 mil pesos mensuales en 2001, el año pasado habría ganado un millón 800 mil pesos mensuales. Su renta, lo mismo que la del país, debió aumentar 2,6 veces.
¿Es así? Probablemente en la gran empresa, cuyas ganancias son a partir de estos incrementos. El trabajador, cuyos aumentos salariales difícilmente crecen más de un dos o tres por ciento anual, en el fondo lo que hace es traspasar toda esta creación de riqueza a la gran empresa y dueños del capital. Durante el periodo analizado podemos constatar que Chile es un país mucho más rico que hace diez años, pero también mucho más desigual. Obviamente, son estas descaradas injusticias, que están en la esencia de la actual institucionalidad neoliberal, el factor que tiene a cientos de miles de chilenos protestando en las calles.
DE LA CONCIENCIA A LA RABIA
A la madurez de la organización social, expresada ya no sólo por los estudiantes sino por una ciudadanía laboralmente heterogénea, se ha agregado un creciente activismo. Tras las protestas de Aysén, una serie de eventos han vuelto a instalar las enormes contradicciones de la institucionalidad neoliberal, las que se estrellan de manera periódica contra los intereses y demandas de la ciudadanía. Hoy, a diferencia de las dos últimas décadas -entonces con una ciudadanía dispersa y adormilada ante la aplanadora del mercado-, hay un seguimiento permanente de todos los incidentes que atentan contra los derechos ciudadanos. Las redes sociales son una herramienta que al servicio de las personas alertan, cohesionan y permiten la expresión colectiva.
El rechazo de la Corte Suprema a los recursos de protección para paralizar el proyecto de HidroAysén, así como el rechazo del Senado a la idea de legislar sobre el aborto terapéutico y las presiones de los sectores conservadores y de las iglesias para obstaculizar el proyecto de ley antidiscriminación, han sido eventos que expresaron de manera palmaria la enorme brecha entre los intereses ciudadanos y aquellas elites en el poder con una amplificada y distorsionada representación parlamentaria. La grieta entre estos sectores y el resto de la población se expande hacia magnitudes insoportables.
Hay al menos dos claras tendencias. Por un lado emergen públicamente numerosas demandas, las que son un efecto, una reacción al proceso incesante de crecimiento económico corporativo. El apetito empresarial, que está vivo y presente en todas las actividades humanas, requiere para su expansión la superación de nuevas fronteras. Sucede con HidroAysén, un proyecto abrumador que convertirá en pantanos los caudales de dos ríos de la Patagonia y trazará una cicatriz por la mitad del territorio nacional, lo mismo que la termoeléctrica Castilla, el proyecto a carbón más grande y contaminante de Latinoamérica que pretende emplazarse en el Norte Chico. Pero sucede también en múltiples otras áreas del mercado, como la educación, las finanzas, el comercio y la salud pública y privada, cuyas fronteras de crecimiento y obtención de utilidades están muchas veces en los derechos de trabajadores y consumidores. En este último caso, las Isapres, que en 2011, tras subir sus aranceles, gozaron de utilidades históricas, hoy nuevamente anuncian de manera impúdica otra alza.
En esta tendencia no sólo ha estado y está presente el mercado. El cerrojo conservador, sobredimensionado en su representación parlamentaria, impide legislar en materias muy significativas para la ciudadanía. Lo que sucedió la primera semana de abril con el rechazo a legislar sobre el aborto terapéutico, transparentó a la vista de la población la falta de representatividad parlamentaria como efecto del sistema binominal. La institucionalidad económica y política parece estar allí para responder a los intereses de una pequeña y obstinada elite.
La otra tendencia es la que se ha perfilado desde las movilizaciones estudiantiles. En estos escasos doce meses, en los que se reproducen y ramifican los conflictos, hay un proceso de confluencia desde la heterogeneidad de sectores y demandas hacia una voz cada vez más articulada, que exige un cambio de institucionalidad. Los estudiantes y más tarde los habitantes y trabajadores de Aysén gritan a coro que la gran demanda es el fin del modelo neoliberal y del sistema electoral binominal. ¿Cómo? Una Asamblea Constituyente que conduzca a una nueva Constitución.
REPUDIO A LA
INSTITUCIONALIDAD POLITICA
El gobierno, la clase dirigente y empresarial y sus medios afines, empujan contra todas las demandas ciudadanas. Una tendencia que es consecuencia de la defensa de sus intereses, pero que tiene como efecto el amplio rechazo nacional medido no sólo en las calles y redes sociales, sino también en las encuestas. El apoyo a las movilizaciones ciudadanas, como las de los estudiantes el año pasado y las de Aysén durante febrero y marzo, tienen una expresión inversamente proporcional en el grado de afecto hacia el gobierno. Durante los periodos de mayor efervescencia ciudadana el gobierno de Piñera ha registrado sus mínimos niveles de apoyo y sus máximos de rechazo. La oposición, como la otra cara de la medalla de la misma institucionalidad, no tiene mejores indicadores.
Cuando vemos que el producto chileno ha aumentado 2,6 veces en diez años, una acumulación de riqueza que no tiene ninguna relación con el aumento en el nivel adquisitivo de los trabajadores y ciudadanos, nos podemos preguntar en qué estuvieron las organizaciones sindicales en estos últimos años.
Hace unas semanas la dirigencia de la CUT, junto con las elites empresariales y el gobierno, anunciaron un acuerdo calificado de “histórico” por la ministra Evelyn Matthei. Un convenio también destacado por el presidente de la CUT, Arturo Martínez, pero que no resiste un serio análisis bajo la mirada de los expertos. Tal como escribió José Luis Ugarte en estas páginas (PF 754), profesor de derecho laboral de la UDP, se trata del “acuerdo más paupérrimo del que se tenga memoria con el gran empresariado”, lo que consolida la debilidad de los trabajadores chilenos ante un empresariado cada día más poderoso. El acuerdo, que consta de una serie de cambios mínimos, deja las cosas en el mismo lugar, que es aquel espacio en el cual la gran empresa, con el apoyo de los gobiernos de turno de los últimos 39 años, continuará teniendo ganancias históricas a costa de la creación de unas de las sociedades más desiguales del planeta.
El gobierno de Piñera ha sido la consolidación del modelo de mercado iniciado durante la dictadura y desarrollado hasta sus últimas consecuencias por los pasados gobiernos concertacionistas. Lo que no cambió la coalición democratacristiana-socialdemócrata durante veinte años, no lo haría el regreso de sus creadores a La Moneda. El modelo, a inicios de la presente década, ya estaba certificado por ambas coaliciones. Por tanto, la derecha sella y cierra el círculo, es su coronación, un rito cuya puesta en escena hoy está representada en su exceso, en la apoteosis y los extremos del libre mercado. Porque, ¿cómo profundizar aún más el globalizador y ubicuo modelo de mercado?
El exceso ha sido ir en la búsqueda de nuevas fronteras para el libre mercado, para mantener las tasas de ganancias corporativas. Una máquina que no había conocido obstáculos durante treinta años, hoy comienza a hallarlos a partir de su propia exageración. Ya no es suficiente cavar un cráter para extraer recursos naturales, sino es necesario remover un glaciar completo y dejar sin agua a miles de habitantes. Ya no es suficiente inundar con millones de litros de agua las tierras ancestrales de comunidades indígenas, como lo hicieron las represas del Alto Bío Bío durante el gobierno de Frei Ruiz-Tagle, sino que es necesario inundar tierras vírgenes en la Patagonia y herir el territorio nacional con dos mil kilómetros de cables eléctricos para entregar energía a las mineras del norte. Ya no es sólo necesario subsidiar al sector privado en sus inversiones universitarias, sino restarle recursos a las instituciones públicas.
Cada una de estas nuevas fronteras hiere la sensibilidad ciudadana, ya hiperestesiada tras décadas de acumulación de un creciente malestar por una política del palo y la zanahoria. Por un lado, exceso de trabajo, tarifas y precios arbitrarios, cuasi monopólicos, salarios bajos; por otro, consumo, publicidad, industria de los deseos y las fantasías, las que se pagan a golpes. Un sistema que presenta hoy toda clase de errores y desequilibrios. Los palos son hoy más evidentes que los artificiales beneficios.
La globalizada sociedad civil apunta a los gobiernos como los agentes en la primera línea de su malestar. Aun cuando es plenamente consciente que los verdaderos responsables están en el sector privado -desde banqueros a toda clase de corporaciones- son los gobiernos y los Estados (representados por toda la clase política) los llamados a torcer la balanza del poder -escorada hasta ahora a favor del gran sector privado- hacia el lado de la gente. La movilización de masas, las asambleas abiertas, el colectivismo, es hoy la gran herramienta de protesta y presión ciudadana.
PAUL WALDER
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 755, 13 de abil, 2012