Solemos usar la expresión latina “etcétera” para dar a entender que conocemos algo que no creemos relevante nombrar. Es “lo demás”, “el resto”, aquello que sabemos que está allí, pero no nos molestamos en identificar simplemente porque lo hemos olvidado, lo queremos dejar a la imaginación del lector o derechamente nos interesa ocultar.
Santiago de Chile ha actuado con el resto de los territorios del país como si fueran su “etcétera”. Y lo ha hecho desde la batalla de Lircay, en 1830, cuando lo peor de la oligarquía capitalina impuso, mediante la traición y la violencia, un modelo centralista y unitario que ha perdurado hasta el presente. Santiago pasó a ser Chile, y el resto del país, es aquello que se sabe que existe porque produce la riqueza, pero que no es relevante nombrar ni señalar. Menos aún consultar y tomar en cuenta. Dice la verdad el ministro Larroulet cuando señala: “La frustración en Aysén viene de muchos años de abandono de los gobiernos de la Concertación”. Pero se queda muy corto, porque sería justo decir que el Estado nacional nunca ha asumido su responsabilidad respecto a ese y tantos otros territorios.
Es cierto que de tanto en tanto los patrones de fundos, devenidos con el tiempo en exportadores de fruta o en empresarios forestales o acuícolas, suelen levantar la voz para reclamar del gobierno central incentivos fiscales, rebajas tributarias, infraestructura pública, subsidios o dádivas semejantes. Es el regionalismo, que tanto éxito electoral ha redituado a los partidos de derecha. También es verdad que los militares, bajo la perspectiva geopolítica de las “fronteras interiores” y del concepto de “enemigo interno” han tendido a ser más vigilantes de las zonas extremas y fronterizas. Pero ni el regionalismo patronal ni militar han propuesto salidas al sometimiento histórico de sus territorios ante la capital. Al contrario, en el mejor de los casos se han contentado en gestionar la crisis, apagando los incendios que amenazaban sus intereses y en el peor, han sido sumamente represivos cuando los pueblos de Chile han reclamado derechos y reconocimiento. Ni regionalistas de derecha ni militares han tenido el mínimo interés en vincular los problemas territoriales con los procesos de democratización política y económica. Menos aún con la crisis ecológica, climática y ambiental. Han sido cómplices del centralismo, que se ha mantenido invariable.
Porque no es posible vencer al centralismo sin una nueva Constitución, nacida desde el Poder Constituyente.
Lo anterior no impide reconocer que el verdadero “vacío histórico” de las izquierdas chilenas en el siglo XX fue no hacer de la lucha contra el centralismo un objetivo de primera línea. Sí lo fue en el siglo XIX, cuando Bilbao, Lastarria, Matta, Gallo y tantos otros, lucharon a brazo partido en contra del modelo de Estado portaliano. Pero es evidente que en el siglo XX esta bandera se diluyó en la medida que Santiago se fue tornando una cantera electoral inigualable, lo que hizo menos nítida y evidente esta demanda. Además, el concepto tradicional de partido, con una dirección omnipotente, devenida en vanguardia iluminada, no colaboró a fortalecer este objetivo. Si sumamos a lo anterior cierta tendencia en nuestras izquierdas al jacobinismo, entendido como un igualitarismo uniformador que rehúye de la complejidad y la diversidad, podemos sacar ciertas conclusiones poco complacientes.
La Izquierda del siglo XXI será federalista y descentralizadora, o simplemente no será. Porque la democracia no es posible sin espacios deliberativos acotados a escala local, que permitan la autonomía y autodeterminación de los ciudadanos. Tampoco es posible modificar el modelo de acumulación neoliberal sin alterar el modelo unitario de Estado y la perspectiva desde donde se toman las decisiones. No se puede hablar de sostenibilidad y justicia ambiental sin dar poder a quienes sufren con mayor rigor los efectos de un capitalismo basado en la explotación de recursos naturales. Sin una descentralización radical, Chile seguirá siendo sinónimo de expolio y dominación para los pueblos indígenas.
Se trata de un proceso que no debería promoverse en contra de nadie, porque el centralismo está ahogando también a Santiago, una ciudad que ha llegado a una escala poblacional y territorial que ya no es sostenible.
A nivel conceptual es fácil sacudirse del centralismo. A nivel práctico, cuando se comienza a tocar intereses y prácticas arraigadas, es mucho más difícil. En cierta forma es necesario revisarse todo el tiempo, personal e institucionalmente, para liberarnos del portaliano que los chilenos llevamos escondido, muy dentro de nuestras cabezas. Pero sin enfrentar este cambio de paradigma, no cambiaremos la gramática en la que se han conjugado las luchas de nuestros pueblos.
Alvaro Ramis
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 753, 16 de marzo, 2012)