No hay peor tonto que el que se cree vivo. Como en muchos otros casos, la sabiduría popular atina en la definición de aquel que, junto con desconocer sus limitaciones, se adjudica características de mayor envergadura.
Un tonto de regular tamaño se creerá y actuará como muy superior en habilidad y méritos a cualquier otra persona. En especial, respecto de quien no le sonríe la fortuna, el buen sueldo y el buen pasar. Un tonto que se precie encontrará en estas personas constitutivas de lo que algunos llaman la mayoría silenciosa, un hato de giles.
Incluso en su ambiente más íntimo de pares, amigos y socios, en donde se supone hay solo vivos, en el silencio cómplice de su intimidad se creerá muy por sobre ellos.
Un tonto considerará que a él le corresponder hacer el menor esfuerzo si otros pueden hacer el mayor. Y hará ostentación respecto de su pretendida superioridad por esta cualidad de considerarse seriamente como muy por encima del resto.
Esa supremacía fatua le genera la fascinación que tiene por los espejos y por cada superficie bruñida que le devuelva su propia figura, perfecta, fulgurante, proporcionada. Y por los rimbombos propios de su corte de aduladores que creen que su líder, un tonto siempre querrá ser líder, es un ser tocado por los dioses, un gurú infalible, un sumo sacerdote cuya sabiduría chorrea por sus hábitos.
En los últimos años la irrupción de una cultura que pone por sobre la condición humana la condición económica, ha producido muchos sujetos de esa condición. Si un tonto es alguien respecto de quien hay que tener cierta reserva y distancia, un tonto millonario es simplemente un peligro vivo, una amenaza permanente, un péndulo a punto de caer, una espada de Damocles o de Pericles, que también debió tener espada.
Para los tontos es fácil hacer fortuna. Hay sobrados y conocidos casos de tontos que, encubriendo con habilidad los rasgos propios de la estulticia, disfrazados por la presta ayuda de sus adláteres, han ascendido en posicionamiento social por la vía de la riqueza desaforada.
Como cualquiera sabe, no es suficiente la inteligencia para hacerse multimillonario. Tampoco es necesaria. En general, los magnates son un club de tontos alexitímicos e inescrupulosos y esas sí son condiciones necesarias para cultivarse con esmero como millonario.
En general, la inteligencia, entendida como el antónimo de la tontera, no considera el hartazgo de millones hasta límites increíbles como propio de la naturaleza trascendente del ser humano. Una persona inteligente entenderá la fortuna como un medio, nunca como fin, ni como religión.
Un tonto de buen tamaño, por lo general estimula el desarrollo de ciertas habilidades para contrarrestar su falta de luces. Del modo en que los sordos agudizan el oído y los ciegos el tacto, el tonto desarrolla lucimientos por la vía de ganar dinero y, en consecuencia, poder. Y cuando llega a esas alturas, se da el gusto de su vida: tener bajo su mando a gentes de un intelecto superior, sólo para el efecto de demostrar que la tiene más grande.
El tonto del que hablamos tiene desarrollado, para lo efectos del necesario equilibrio, el instinto. Su falta de capacidad para prever situaciones o relacionar hechos complejos, los suple con los dictados del instinto que heredó de sus padres y abuelos, también tontos encubiertos.
El tonto obra más sobre la base de la tincada que por el análisis racional. Por eso toma decisiones sobre la marcha. Ese carácter audaz, sus frecuentes aciertos, esa manera fría de resolver cuestiones que parecen complejas, sobre todo cuando hay mucho dinero comprometido, le van creando el aura de brillante, de intelecto superior, de sobredotado. Pero no es tal. Esos arrestos de viveza y audacia no son inteligencia.
Por eso los tontos no pueden gobernar un país. Por que sus variables son dicotómicas: negro – blanco, compro – vendo, castigo – premio, lo toma o lo deja. Pero el resto de la vida de los países y de los pueblos son permanentes variaciones de grises.
Y porque, además, un tonto de regular peso y talla, tiene por la mentira una de sus herramientas preferidas. Cree que el resto le cree sus mitomanías, que pasa piola cuando oculta, deforma u omite la verdad. Y cuando es sorprendido en mentiras, cuchufletas, chamullos y maromas, se ríe con risa tonta. Ese es su momento de mayor debilidad, por lo tanto de peligrosidad.
Pocas cosas ofenden tanto a un tonto, como ser sorprendido y sobrepasado. En esos casos, más vale estar a resguardo. Un tonto de los que hablamos es capaz de cualquier tontera con tal de ocultar su imbecilidad. Y para el efecto, siempre tiene leyes, funcionarios y sicarios a su alcance. Todos, tan tontos como él.