No hay duda que al momento de las habituales miradas retrospectivas al año que se ha ido, si es que hay un grupo humano que ha figurado como protagonista de este período en Chile, ese grupo es el que constituyen los estudiantes secundarios y universitarios. Hay que saludar sus declaraciones de autonomía, pero no hay que olvidar previas experiencias.
Por siete meses, estos jóvenes han mantenido cerrada la mayor parte de los liceos y universidades del país, y cuando escribo esta nota, no hay visos de que el conflicto vaya a terminar. A lo más se trata de un breve entretiempo para prepararse y recuperar energías para lo que será el segundo round de esta pelea que por un lado tiene a un movimiento estudiantil que ha mostrado notables signos renovadores, y por otro, a un gobierno que en estos mismos instantes, sin mucha imaginación sobre lo que hará, ha recurrido a cambios de nombres en su gabinete, incluyendo a quien estará lidiando con los estudiantes en la segunda etapa de la movilización.
La movilización estudiantil iniciada poco antes de mediados de 2011 es un fenómeno sumamente interesante desde varias perspectivas. Para empezar, es casi un ejemplo didáctico de cómo se desarrolla un movimiento social inductivamente: desde un punto específico—la demanda por mejoras en las condiciones de la educación en las escuelas y universidades públicas—culminando en una demanda de corte general: en última instancia un golpe al corazón mismo del modelo económico neoliberal impuesto en Chile desde los tiempos de la dictadura, así como al modelo político encarnado en la constitución pinochetista de 1980 que a su vez consagró el tipo de educación contra el cual los estudiantes se han manifestado.
Por esto mismo el movimiento estudiantil ha sido algo más que la persecución de un fin sectorial, en los hechos ha dejado a prácticamente todo el mundo descolocado, porque efectivamente “ha roto los esquemas”, expresión que uno solía decir casi como cliché, pero que ahora en este momento parece una realidad tangible en Chile.
El gobierno fue el primero en quedar en esa incómoda posición, en el momento inicial pareciera que simplemente lo entendieron como un fenómeno de molestia ante condiciones de carencias que ellos mismos admitían eran ciertas. La solución a la protesta se alcanzaría destinando mayores recursos, si los estudiantes rechazaban las primeras ofertas—algo esperable en un movimiento de esta índole en que cada cual trata de sacar un mayor partido—eventualmente se llegaría a un punto en que habría acuerdo, los fondos necesarios para tapar hoyos aquí y allá se encontrarían, y la calma en las aulas sería restaurada.
Como sabemos, no ocurrió así. La cosa es más compleja que un mero asunto de ajustes contables.
Por otra parte, a poco andar el conflicto iba tomando otras características, se iba “politizando” (término con el cual el gobierno y los medios de comunicación afines a él intentaban desacreditarlo, objetivo que no fue logrado pues al parecer la gente aun ve una diferencia entre “política” en un sentido más amplio, y los “políticos” entendidos como los actores habituales de una actividad más afín a una suerte de competencia futbolística en que al final no pasa nada sustancial, fuera de que los roles de ganadores y perdedores puedan cambiar). Esta politización—en un sentido positivo entonces—significaba más bien una amplitud en los objetivos de la lucha estudiantil, resultado lógico al entenderse que para que hubiese cambios sustanciales en materia de recursos educacionales, estructura de las instituciones, e incluso en la concepción que se pudiera tener de la educación, era necesario ir más allá de lo específicamente educacional, había que cuestionar tanto el modelo económico como su estructuración institucional.
En ese momento los que quedan descolocados son prácticamente todos los actores políticos principales de ese momento: gobierno y oposición. En algún instante incluso gente en el gobierno pensó que la movilización estudiantil era una maniobra de la oposición, resentida por su reciente desplazamiento del poder político. Pronto se darían cuenta que eso estaba muy lejos de la realidad, el movimiento estudiantil no era una extensión en las calles de una oposición—principalmente la Concertación—que se limitaba a actuar en el congreso y que, la verdad sea dicha, tiene pocos actores influyentes en la movilización misma. En otras palabras, el gobierno no sacaba nada con tratar de negociar con la oposición en el congreso ya que en verdad nadie allí podía decir que controlara o tuviera una influencia decisiva en el movimiento estudiantil. Aunque dentro de la institucionalidad vigente el legislativo en algún momento tendría que discutir y aprobar los recursos concretos que cualquier solución al conflicto conlleve. Pero por ahora ese es un paso aun lejano y su rol por consiguiente no es mayormente relevante. Lo que lo lleva a uno a situar el movimiento estudiantil como algo diferente de los actores de la política tradicional, parlamentaria.
Un término que se ha manejado mucho en este tiempo, levantado principalmente por los jóvenes dirigentes estudiantiles, es el de autonomía. En realidad no una idea nueva, ciertamente no en el contexto chileno. Ya hacia mediados de los 80, cuando las protestas contra la dictadura se empezaron a convertir en una actividad masiva y de amplia movilización, se habló también de la autonomía de los movimientos sociales. Los partidos políticos, proscritos y además sin estructura orgánica, no tenían mayor peso ni poder decisional en ese amplio proceso uno de cuyos momentos cúlmines fue la constitución de la Asamblea de la Civilidad. Sin duda que allí había gente que pertenecía o se identificaba con algunos de los partidos opositores, pero en lo fundamental era un movimiento autónomo, de las bases mismas de la población. Personalmente, siendo un exiliado en Canadá, desarrollamos en esos instantes muchas jornadas solidarias con grupos y frentes de masas que en ese entonces eran simplemente identificados como “las bases” (acá, como en otras partes del mundo entonces, incluso constituimos un “Comité de Apoyo al Movimiento de Base en Chile”).
Si uno se pone a recordar quienes eran los portavoces de esas movilizaciones hoy muchos de ellos simplemente ya no están más en el escenario público, sea por su propia voluntad o porque fueron desplazados y hasta marginados de él, otros permanecen pero como figuras respetables, más bien testimoniales, de un proceso que no se dio, no al menos como se esperó en un momento dado. Otros—la verdad sea dicha—fueron cooptados cuando el proceso de transición a la democracia pasó a ser conducido por los partidos políticos preexistentes y que a finales de los 80 empezaron a ser tolerados de hecho por la dictadura.
Los pormenores de cómo se negoció la transición a la democracia no han sido revelados y en muchos casos lo que a veces se da por cierto son simples especulaciones, pero lo grueso del propósito mismo del proceso de negociación no resulta difícil imaginarlo o—si se prefiere—reconstruirlo en base a los acontecimientos posteriores: ese creciente proceso de las bases, con participación de gente de los diversos partidos como he señalado, pero fundamentalmente un movimiento mayoritariamente formado por gente sin militancia partidaria pero sí con una conciencia formada en la lucha bajo las difíciles condiciones de la dictadura, era en los hechos un movimiento de masas autónomo. Esa era su fortaleza y su capacidad de movilizar. Eso le daba también su legitimidad ante la gente. Pero para Washington, en ese momento promoviendo una salida democrática para Chile, ese era un movimiento potencialmente peligroso, pues llevaba en su naturaleza misma la impronta de lo imprevisible. ¿Qué pasaba si ese movimiento se radicalizaba, ya no buscando solamente un retorno a la democracia sino algo más sustancial en materia económica por ejemplo? Obviamente para quienes manejaban los hilos de la negociación a nivel internacional el término de la dictadura tenía que venir, Pinochet y su gente eran parias en la arena mundial, incluso en el mundo de los negocios donde se sabe que no se tiene mucho asco cuando hay ganancias de por medio. Pero aun en el mundo de los negocios y de las especulaciones financieras se daban cuenta que si con Pinochet habían ganado dinero, con un Chile en democracia las utilidades serían aun mayores, con el beneficio adicional de no tener que tragarse el asco que la dictadura podía provocar. Iba a ser un agrado hacer negocios con un Chile gobernado “democráticamente”, más aun si en ese Chile iban a estar gobernando nada menos que muchos de los que lo habían hecho en el malogrado gobierno de Salvador Allende. Sería casi como una deliciosa ironía hablar de inversiones extranjeras con los que antes habían planteado en su discurso la nacionalización de las grandes empresas.
El movimiento de bases, ese conglomerado heterogéneo, vasto y combativo tenía entonces que se reemplazado por un interlocutor válido para Estados Unidos y la Derecha: los partidos políticos. Con ellos sus dirigentes, gran parte de ellos exiliados, cuya trayectoria política había quedado interrumpida por el golpe de estado y que ahora—antes que se hicieran demasiado viejos—ansiaban solamente una cosa: volver a esa suerte de “belle époque” en que podían ser diputados y senadores, ministros o subsecretarios, embajadores y altos funcionarios. El cambio tenía que venir ya, y el movimiento social autónomo tenía que dejar lugar a los políticos profesionales, el tiempo de los “amateurs” había pasado, estos habían sido buenos mientras había que tener el “cuero duro” ya que en las protestas la dictadura jugaba muy sucio, pero ahora se jugaría con nuevas reglas y los brutos de otrora se convertirían en gente con la cual se podría conversar, hasta tomarse un café juntos.
Ese fue el fin de la anterior experiencia de un movimiento autónomo. La verdad es que tampoco ese movimiento se articuló como para haber ofrecido una alternativa, simplemente se plegó a la hoja de ruta que los partidos políticos acordaron, por cierto se aprovechó de la energía de ese movimiento, pero una vez conseguido el objetivo de desplazar a la dictadura y establecer los sucesivos gobiernos de la Concertación, quedó de manifiesto no diría la traición—terminología de corte moralista que no creo pertinente en un análisis político—pero sí las limitaciones, los objetivos de poco vuelo y la carencia de voluntad para haber encarado las cosas de un modo diferente. En esto todos o casi todos tuvimos algo de culpa, debo admitir. Todos o casi todos embarcamos en el discurso y el esquema de la “alegría que ya venía”, por lo tanto es una responsabilidad compartida y que a lo menos ahora debemos tratar de recontarla para que sirva de experiencia y advertencia para los otros.
Naturalmente no hay movilizaciones políticas idénticas, pero si bien hay una importante distinción entre el amplio movimiento de bases de los 80 cuya esencia era su heterogeneidad, política, cultural y social, y la movilización estudiantil de rasgos más homogéneos que se vivió en 2011, por otra parte hay ciertos rasgos comunes entre ambas que deben ser vistos con mucha atención.
Una característica común es que si bien la movilización estudiantil cuenta con un apoyo popular mayoritario recogiendo un sentimiento nacional en defensa de la educación pública, como el movimiento amplio de los 80 recogía el sentimiento anti-dictadura, ni éste ni aquél tienen aun una estructura orgánica que pueda articular las demandas estudiantiles en una dimensión más totalizadora, hacia el cambio de modelo económico y de constitución, las dos metas centrales insinuadas durante el desarrollo del movimiento.
No se trata tampoco de que el movimiento social se constituya en si mismo como partido político (se rumoreó que alguien pensaba inscribir el “Partido de los Movimientos Sociales”, pero bajo las actuales circunstancias ese sería un partido más, compitiendo con los ya existentes, y sin cuestionar el presente sistema electoral su destino no sería más brillante que el del PRO de Marco Enríquez-Ominami).
Probablemente lo que el movimiento estudiantil debe hacer es mantenerse como tal y entablar lazos con otros movimientos de similares características que puedan emerger o que ya existen latentemente y que tienen también características y objetivos transversales: la lucha contra el principio del lucro en la salud por ejemplo, o la defensa de los fondos de los pensionados hoy cautivos en manos de los especuladores de las AFPs.
Dado que la movilización estudiantil también se nutre de la energía de los sectores más jóvenes de la sociedad chilena debería incorporar también otras reivindicaciones propias de ese grupo de edad: la eliminación del servicio militar obligatorio por ejemplo sería una aspiración movilizadora. El solo hecho de estar los jóvenes obligados por un año o dos a un sistema de servidumbre que tiene sus orígenes en los tiempos feudales cuando los señores obligaban a sus siervos a enrolarse en cuanta guerra a ellos se les ocurría pelear, es algo sorprendente por la antigüedad e inherente injusticia de la institución. Países como Canadá (donde vivo), la mayor parte de Europa, varios en América Latina y el propio Estados Unidos, no tienen servicio militar obligatorio. Obligar a un joven a servir en la fuerza armada se lo consideraría aquí un atentado a los derechos humanos. Por lo demás una fuerza armada formada por reclutas forzados es siempre menos eficaz que una constituida por jóvenes que realmente tienen interés y vocación por la vida militar (y esa es una opción respetable también).
El movimiento estudiantil entonces debe insistir en su autonomía y aun más, debe defenderla. Esa autonomía no significa necesariamente un antagonismo con los partidos, pero sí un “rayado de cancha”, que no se intente hacer como alguna vez se hizo en el pasado de que algún partido en particular maneje las movilizaciones para sus propios objetivos. Una experiencia muy típica fue la del movimiento sindical en los años 60, cuando se instaba a llegar a un cierto nivel de combatividad y movilización, pero no pasar cierto límite cuando entonces se hacía la negociación, subían los bonos de algunos partidos, pero el movimiento sindical era instrumentalizado. Los estudiantes no quieren que ese tipo de experiencia se repita. Más aun, si efectivamente se quiere desarrollar una movilización amplia que conduzca al cambio del modelo económico neoliberal y a tener una nueva constitución, la única manera de hacerlo es a través de una participación ciudadana mayoritaria e implementada con transparencia.
En esto los estudiantes todavía nos han seguido dando lecciones a todos, aunque también y con humildad, los más viejos podemos aportarle el recuento de nuestras experiencias, especialmente las negativas, para que no se las repita.