En poco tiempo más, cuando se escriba la historia de estos siete meses que conmovieron al mundo, los cronistas habrán de coincidir en las muchas cosas que quedaron como productos preciosos de estas jornadas. Aunque también habrá que reconocer que los estudiantes estuvieron bastante solos.
Ha sido un año fecundo para el movimiento estudiantil. Una de las más importantes conquistas es haber dejado una estela de optimismo en la gente común, esa especie de esperanza nueva que se respira, la certeza que no todo está perdido y que los sostenedores del sistema son débiles si se enfrentan a la verdad dicha con valentía, con decisión y con hermosa intransigencia.
Nuevos dirigentes jóvenes irán a engrosar la lista de aquellos otros hombres y mujeres de los que habló Salvador Allende camino a la historia. Nuevas generaciones de estudiantes de la enseñanza media tomarán la posta dejada por los que salen, y esa sangre fresca y valiente asumirá la responsabilidad de las movilizaciones que vendrán, porque se equivocan quienes piensan que la cosa termina con acuerdos redactados entre los sordos muros del poder.
Especialmente se ha avanzado, lo que no es poco, en el convencimiento de que el sistema es vulnerable, que la fuerza de la gente sigue siendo determinante, que la derecha siempre será un sector odioso, egoísta e inhumano y, por sobre todo, en la convicción suprema: mientras haya jóvenes decididos a cambiar el país, habrá esperanzas.
Pero también ha quedado de manifiesto que para aspirar a cambios más de fondo, faltan los trabajadores. Tal como muchos de los lúcidos dirigentes estudiantiles dicen, los cambios de verdad sólo son posibles con la participación activa de éstos.
Para decir las cosas como son, los trabajadores miraron por la ventana el paso valiente de los muchachos y a lo sumo, hicieron saber su simpatía y solidaridad con el movimiento con aportes muy valorables, declaraciones solidarias y manifiestos encendidos, pero no alcanzaron la estatura de los muchachos.
El combativo sector público dijo un par de cosas y luego se concentró en su negociación con el gobierno. Los únicos profesores que se pararon fueron aquellos que no podían hacer clases porque sus estudiantes tenían tomados sus establecimientos. Los mineros brillaron por su ausencia, tal como los forestales, los metalúrgicos, los pescadores y todos quienes tarde o temprano se verán beneficiados con los frutos del esfuerzo y sacrificio de los estudiantes universitarios y de la enseñanza media. Habida consideración de las siempre muy valorables excepciones.
Así las cosas, no nos sorprendamos si los acuerdos que ya se estarán afinados entre cuatro paredes y un cielo raso, se imponen y a lo sumo se logra avanzar en deciles, becas, aportes y un par de ofrecimientos que no pongan en peligro el sistema. Peor aún, no nos sorprendamos si el sistema sale más afirmado en sus concepciones últimas, y que sus óvolos no sean más que un despiche para administrar la presión acumulada.
Los estudiantes tendrán que modificar sus tácticas para evitar el desgaste que significa arar cuesta arriba sin aliados activos y decididos. Sobre todo cuando la presión se hace insostenible porque ya aparecen los primeros destellos que anuncian las próximas votaciones, que avisan a los políticos del sistema de la necesidad de tranquilizar el ambiente
Y con el calendario jugando en contra, hasta el más pintado de los revolucionarios se da cuenta que es bueno el cilantro, pero no tanto.
Personeros interesados en calmar las aguas agitadas apuran la suscripción de acuerdos y muchas promesas que dejan las cosas más o menos donde mismo, si se mira desde el punto de vista de quienes rechazan el sistema. Otra óptica tendrán quienes sólo quieren despeinarlo un poco.
La educación, y todo lo demás, seguirá siendo el correlato ideológico que define el neoliberalismo en las salas de clases, en las carreras universitarias y en el negocio de administrar unas y otras, mientras no haya la suficiente fuerza para cambiar de verdad el estado de cosas.
Y como componente necesario de esa fuerza, la de los trabajadores organizados y decididos es insustituible.
No pocas veces dirigentes de los muchachos han reclamado su ausencia en las movilizaciones. Y no pocas veces han dicho que los cambios que exigen, más allá de las medidas inmediatas y las reducciones absurdas de las autoridades, no serán posible sin la participación de éstos.
Las movilizaciones de los estudiantes dejan al descubierto la necesidad de recuperar las organizaciones de los trabajadores para la causa que ellos han develado. No es posible intentar la democratización del país, entendida en su sentido más amplio, si no se cuenta con el esfuerzo de los trabajadores organizados.
Habrá que reconocer que todavía falta para que las cosas tomen un curso de cambio real mediante una alternativa que supere a los administradores, sostenedores y comparsas de este tiempo gris y amargo.