“No es fácil ser un hombre estos días” me comentaba en un tono un tanto quejoso un amigo más o menos coetáneo. Aclaro esto de la edad, porque para los más jóvenes probablemente los límites a las expresiones de machismo deberían estar ahora un poco más claros. Para quienes vivimos nuestra juventud en otros tiempos, esos límites –si bien estaban presentes, más por convención que por normas escritas– eran bastante flexibles y no era extraño traspasarlos, porque las consecuencias eran inexistentes o sin importancia. La cosificación del cuerpo femenino, por ejemplo, era una práctica avalada por la normatividad social: chistes, canciones y publicaciones las reforzaban.
La recordada revista picaresca El Pingüino publicaba por allá en los años 60, además de su habitual serie de fotografías de chicas semidesnudas en sus ediciones regulares, un suplemento anual que llamaba Ricuritas de El Pingüino. Y hay que recordar que en todo caso las fotografías de esa revista eran bastante más recatadas que lo que hoy puede verse en los medios pornográficos, ahora circunscritos principalmente a circulación online. (Y señalo sólo esa publicación por ser chilena, pero los que tenían acceso a publicaciones pornográficas extranjeras como Playboy o Penthouse podían ver material mucho más explícito también). “Me gustan de quince a veinte” decía una famosa canción chilena, cantada por varones adultos, sin poner mayor atención a que entre sus posibles “amores” se incluía a chicas que en los hechos eran menores de edad. Y así, se reproducía en el espacio público la idea que las mujeres estaban allí, para ser de algún modo “tomadas”, como una “pera madura”.
Volviendo a la queja de mi amigo, sin duda apuntando a que habiendo crecido en un medio ambiente social en que ciertas prácticas en el trato hacia la mujer eran consideradas como normales, más aun, muchas veces celebradas como divertidas o dejadas pasar como resultado de la provocación causada por las propias mujeres; no es del todo inesperado que muchos hombres se sientan hoy descolocados ante el nuevo contexto en la relación con el otro sexo.
Por cierto, esa posición política y social que denuncia el acoso y agresión a las mujeres aunque aparece ahora con renovada fuerza, no es completamente nueva y se inserta en demandas feministas muy amplias que circulan en el mundo desde hace un par de siglos.
Todo esto además en Chile, cuando al menos dos municipalidades con signos políticos muy diferentes, Recoleta y Las Condes, hace ya algún tiempo aprobaron ordenanzas que castigan actos considerados ofensivos para las mujeres, incluyendo los piropos. Eso mientras aun se debate en Chile una ley que sancionará toda forma de acoso sexual, sea en el lugar de trabajo, la escuela o en sitios públicos, incluyendo la calle y medios de transporte. Una vez aprobada, la normativa tendría estrictas sanciones para quienes la trasgredan.
Por cierto, esa posición política y social que denuncia el acoso y agresión a las mujeres aunque aparece ahora con renovada fuerza, no es completamente nueva y se inserta en demandas feministas muy amplias que circulan en el mundo desde hace un par de siglos. En el caso más reciente y como fenómeno mundial, se ha visto reforzada por el movimiento Me Too, surgido a partir de las denuncias hechas en Hollywood por actrices que sufrieron desde acosos a violaciones, por parte del ahora tristemente célebre productor Harvey Weinstein.
El tema de los piropos sin embargo ha sido uno de los que más ha causado debate en Chile, aunque otros países, incluido Canadá donde resido, también tienen establecidas normas sobre estas prácticas. El hecho que haya un debate en torno al piropo es porque en general se percibe su naturaleza como más bien inocua, especialmente si se lo compara con actos que implican intrusiones más agresivas contra una mujer: toqueteos y otras formas de contacto físico no deseado, por ejemplo. Pero de todas maneras, el mensaje aquí es que la palabra, después de todo, tiene un cierto poder y si alguien la usa para referirse a una mujer en términos que aunque puedan ser admirativos, puede causar molestia, pues entonces más vale que se la guarde para sí mismo. Para qué recordar esos piropos llenos de vulgaridad y primitivismo, como los que se iniciaban con el famoso “¡M’ijita rica…!”
Por otro lado, tampoco hay que creer que súbitamente haya un amplio consenso en cuanto a la justeza de las demandas feministas por erradicar prácticas como el acoso sexual. El renombrado profesor Harvey Mansfield, especializado en las ideas filosóficas de Maquiavelo, Edmund Burke y Alexis de Tocqueville, profesor de la Universidad Harvard, pero también un activo crítico del feminismo actual, escribió en su libro “Manliness” (“Hombría”) de 2006, que “el acoso sexual ha existido siempre, desde los tiempos en que machos depredadores han estado en los alrededores, y hasta ahora sólo ha sido contenido por el código de la caballerosidad”. Por cierto una noción muy criticable, ya que supondría que las conductas machistas sólo serían reguladas por códigos que los propios hombres fijarían. Un enfoque que además contrasta con visiones de otros pensadores que si bien coinciden en que efectivamente en tiempos prehistóricos prevaleció una práctica de dominación machista extrema, el estadio de barbarie al que hacen alusión muchos estudiosos de esos tiempos, el inicio de la civilización en cambio, presupondría un proceso en que poco a poco esas conductas depredadoras de parte de los machos respecto de las hembras, va siendo socialmente desterrado. Más aun, para que se afiance esa civilización, la noción de igualdad de derechos entre los sexos se convierte en un principio esencial. Y aun estamos en eso, podemos decir.
Pero entonces ¿cómo el hombre va a abordar (cortejar) a la mujer? se preguntan con cierto tono de lamentación algunos. ¿Cuáles son los códigos ahora? Por de pronto, algunas feministas objetarán de inmediato, ¿por qué ‘el hombre abordar a la mujer’, acaso el ‘abordaje’ no puede ser desde el otro sexo también? Probablemente ya es así en muchos casos, aunque me atrevo a decir que mayoritariamente aun no se está mucho en ese plano de la cultura sexual: al menos por un tiempo más creo que mayoritariamente el cortejar (primer paso), todavía vendrá de parte del varón. Pero no hay que descartar la otra posibilidad por cierto. Aunque eso a lo mejor descoloque a muchos hombres.
Por cierto hay que considerar también que la relación hombre-mujer no implica necesariamente la búsqueda de un encuentro romántico o sexual en todas las ocasiones, en los hechos estas son minoritarias. A veces, puede ser la búsqueda de un simple placer estético. La mayor parte de las veces nos estamos relacionando con el otro sexo en contextos de tipo laboral, estudiantil, en el entorno del vecindario o del medio en que realizamos alguna actividad social, deportiva, sindical, política, etc., o por último en la calle, en el carro del metro o en el bus en que nos movilizamos. Y ahí está presente nuevamente el tema de qué es lo socialmente aceptable. Creo que ni las más dedicadas feministas intentan convertir nuestras sociedades en ambientes donde reine la auto-represión y la mojigatería en materia de sexualidad, ambientes en que por lo demás al final se impone la hipocresía. Freud siempre estuvo en lo cierto al constatar que somos seres sexuales incluso desde los primeros comienzos de nuestra vida, el tema es cómo canalizamos esa sexualidad, de modo que nos permita convivir en un clima de respeto mutuo y civilizado, admitiendo los límites a nuestros propios deseos y libertades, mientras por otro lado seguir siendo capaces de admirar a aquellas mujeres que nos puedan agradar por cualesquiera sean sus atributos, incluyendo su belleza física, que es justamente el aspecto que principalmente produce todo el debate en torno al acoso sexual. (Y del lado de las mujeres, el tema de admirar los atributos de los individuos del otro sexo es también legítimo, aunque por siglos su difusión se considerara quizás menos aceptable).
Y no se piense siquiera por un instante que la belleza es algo superficial, ya hace más de dos milenios el tema era objeto de debate filosófico. Platón transcribió el diálogo entre Sócrates y el sofista Hippias en el cual ambos discuten el tema de la belleza: “Para estar seguros, Sócrates, si debo decir la verdad, una hermosa doncella es bella." Por cierto una débil respuesta a la que Sócrates replica muy acertadamente y con su habitual ironía que tal definición no servía mucho para discernir la belleza en otras cosas: “Pero, ¿no puede decirse que una lira, un caballo o incluso una olla son bellos? Claro que la más bella de las ollas no tiene comparación con una hermosa mujer, pero, a su vez, ¿qué es la belleza de una dama en comparación con la de una diosa?” Claro está, Sócrates no buscaba un ejemplo de algo bello, ni una enumeración de cosas bellas, sino la cualidad que hacía que uno pudiera llamar a alguien o algo, bello.
¿Podemos aun buscar y admirar la belleza en las mujeres que encontramos en nuestra vida cotidiana sin infringir en sus derechos y libertades? Por cierto que sí, y creo que a ninguna de mis amigas feministas ese juego humano les sea molesto, en la medida que se hace dentro de cánones de respeto. La clave está ciertamente en que ello debe hacerse sin imposición, y para ello basta el intercambio visual –mientras no sea impertinentemente persistente– pero sin el innecesario y a menudo desubicado agregado verbal, en buenas cuentas, sin abrir la boca para decir alguna barbaridad, como bien dice la frase: “La mirada es inocente, la palabra es insolente”.