Diciembre 27, 2024

Piñera, Trump y Venezuela

Sebastián Piñera debe ser de los políticos y empresarios que más le debe a Augusto Pinochet y a la dictadura que se prolongó en Chile por diecisiete años. El no llegó a 1973 con una holgada situación: muchos recordamos que su madre atendía un kiosco en el Campus Oriente de la Universidad Católica donde vendía sándwiches, refrescos, dulces y otros a los estudiantes, profesores y funcionarios del recinto. Lo hacía, sin duda, para financiar los gastos de sus hijos, puesto que los ingresos de su marido, un excéntrico diplomático, simplemente no alcanzaban para “mantener la casa”, como ella misma lo comentaba.

 

 

Fue bajo el Régimen Militar que en pocos años Sebastián se hizo multimillonario mediante negocios u oportunidades que siempre lindaron con el fraude y la apropiación indebida. Un buen tiempo estuvo, incluso, prófugo de la justicia. Y por largos años sus movidas abochornaron a muchos empresarios, como a buena parte de la clase política, especialmente cuando decidió ser candidato a senador, sobornando para lograr su nominación a muchos dirigentes del que sería su partido: Renovación Nacional: A pesar de que su padre y él mismo eran de los típicos exponentes de la familia demócrata cristiana; del sector, por cierto, más recalcitrante como para convertirse en un entusiasta partidario del Golpe Militar. Justamente son las ideas adolescentes de Piñera, las que hasta hoy le merecen más reparos y sospechas a la derecha que gobierna con él. Aunque ahora con más entusiasmo que durante su primera administración.

 

Piñera, hay que recordarlo, formó parte de aquellas caravanas de incondicionales que viajaron a Londres para exigir a viva voz la libertad del Dictador, a quien reconocieron hasta el final como su líder y el refundador de nuestra República. Haciendo caso omiso, por supuesto, de la larga interdicción democrática que vivimos los chilenos y las espeluznantes violaciones de los Derechos Humanos que los tribunales de justicia siguen acreditando hasta hoy. Cuando acaba de reconocerse por un juez el magnicidio del ex presidente Frei, a quien Tatán (como entonces se le apodaba) conoció muy bien por la amistad que el estadista mantuvo con sus progenitores.

 

El dinero, bien o mal habido, suele ser un ingrediente muy importante en el éxito político. Especialmente en nuestro país en que los candidatos a La Moneda, el Parlamento y los municipios suelen gastar (o invertir) más de lo que percibirán como remuneraciones por el desempeño de sus cargos. Cuestión que está en la base de la corrupción que hoy el país ya no puede soslayar, así como en las espurias relaciones del gran empresariado nacional y extranjero con las autoridades de turno. De esta forma, llegar a sentarse en el “sillón de “O’Higgins u ocupar un curul en las cámaras legislativas se deriva en un pago incesante de favores para quienes sustentaron sus campañas electorales. El cobre, como ahora el litio, y todo lo que atesora nuestro suelo, subsuelo, la propia Cordillera de los Andes y nuestro ancho acceso al Océano ya no son parte de nuestra soberanía nacional gracias a las decisiones e Pinochet y de cada uno de sus sucesores o, más bien, continuadores.

 

En su primer gobierno, Piñera continuó haciendo negocios desde el Palacio Presidencial, pese a aquel “fideicomiso ciego” que dispusiera respecto de sus bienes, al menos de los que no alcanzó a traspasar a sus familiares. Una maniobra más bien tuerta que ciega, como se le ha imputado, y que esta vez los opositores no exijan con tanto ahínco, seguramente porque en esto de la corrupción ya son muy pocos los miembros de la clase política que se atreven a lanzar piedras o escupir al cielo.

 

Pero en nuestra interminable transición a la democracia, en que todavía sigue vigente la Constitución de Pinochet y una larga serie de leyes e instituciones heredadas del Tirano, lo que más puede sorprendernos es el empeño de Sebastián Piñera en acometer toda suerte de declaraciones y acciones para denunciar al régimen de Nicolás Maduro, sumarse a la voluntad de la Casa Blanca por desestabilizarlo e, incluso, alentar la intervención militar en el país. Para quienes conocimos su fervor pinochetista, sin embargo, esto no nos resulta tan extraño si observamos que el acoso que hoy sufre Maduro es el mismo que afectó a Salvador Allende. Si pensamos que también entonces desde Washington se alentó la insurrección militar de 1973, se compraron a varios políticos de centro y derecha y posteriormente se definieron las primeras directrices del mandato castrense.

 

También en el caso nuestro, se dijo que la Unidad Popular amenazaba la institucionalidad democrática y el Estado de Derecho, disponiendo, además, las patronales del comercio y la industria el desabastecimiento de los productos más esenciales… especies que curiosamente reaparecieron a las pocas horas de que Pinochet tomó el mando supremo de la nación y estableciera los primeros campos de concentración, exterminio y tortura.

 

El Presidente Trump quizás comprenda, o le hayan soplado, lo importante que es el apoyo que ha obtenido de Piñera desde el momento mismo que éste le ofrendara, para bochorno universal, la única estrella de nuestra bandera al pabellón norteamericano, donde se representan, como se sabe, los múltiples estados anexados con la guerra de secesión o arrebatados a México y a otras naciones. En esa criminal secuencia de invasiones y conspiraciones emprendidas por la superpotencia en su “patio trasero”, como en todo el mundo. Especialmente allí donde haya petróleo y otras reservas estratégicas.

 

Al lado del poder militar del Pentágono, sin duda, el respaldo de Piñera es apenas simbólico. Sin embargo, es la experiencia de los golpistas chilenos como de nuestro actual Presidente y otros políticos chilenos lo que los constituye en aliados ideológicos muy necesarios para encarar al régimen chavista y lograr el apoyo de los gobernantes más incautos o repugnantes del Continente, como el mandamás de Colombia y el neo nazi instalado recién en Brasilia. Todos tienen en curioso mérito de haber tomado hipócritamente las banderas de la democracia y la libertad para haber consentido y colaborado con los regímenes castrenses más sanguinarios y autoritarios de América Latina.

 

Creemos que es la inconmensurable codicia de nuestro jefe de estado la que lo lleva a ponerse a la vanguardia de esta cruzada que hoy observamos contra el régimen venezolano. Dentro de nuestras fronteras ya queda poco por privatizar y desnacionalizar, de allí que la apuesta ahora para Trump y sus secuaces sea la posibilidad de asaltar las reservas petroleras y ese sinfín de riquezas que guarda uno de los países más extensos y bien dotados de América del Sur. No se trata, ciertamente, de la democracia y la paz que proclaman; tampoco de su estirpe humanitaria. De ser así, Estados Unidos acogería a los inmigrantes que se agolpan en sus fronteras, acudiría con ayuda alimenticia y farmacéutica a Haití y a otras múltiples naciones más pobres y desamparadas que Venezuela. Le exigiría a Arabia Saudita juicio y castigo a los criminales que hace poco ultimaron en su embajada turca, junto con exigir elecciones libres en los países asiáticos y africanos que tiene como incondicionales aliados.

 

Pero Piñera y otros voraces políticos y empresarios lo que quieren realmente es ponerse al acecho. Esperar que Estados Unidos les haga el trabajo sucio que antes les hizo en Chile y otras naciones del Cono Sur a las empresas transnacionales. Porque también estos personajes pueden colaborarle mucho, enseguida, en la apropiación de las industrias y los recursos naturales, aunque cobrándole esa tajada que, como en el caso de Piñera lo hizo multimillonario. Como que también pudieran serles útiles a Trump para corromper a los militares y policías (como hoy lo están en Chile), a fin de ponerlos al servicio de los poderosos y convertirlos en verdugos de los más pobres y discriminados. Tal como actualmente se evidencia en la represión que hoy ejercen nuestros agentes del Estado en la Araucanía, las poblaciones marginales, cuanto en contra de los jóvenes y trabajadores inconformes con nuestro estado de desigualdad.

 

Por Juan Pablo Cárdenas

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