Septiembre 20, 2024

TELESCOPIO: El juego de identidades

En uno de los anuncios que promueven la diversidad cultural, y de paso el fenómeno migratorio, y que emite la señal internacional de TVN, se escucha a niños inmigrantes mencionar sus propias experiencias. Uno de esos pequeños dice: “Me siento más chileno que ecuatoriano…”  

 

 

Seguramente en Ecuador, algún hijo de chileno que haya emigrado a ese país dirá lo mismo, pero en reverso: “Me siento más ecuatoriano que chileno…”  Por cierto, se trata del proceso de formación de identidad y que en ningún momento de la vida tiene tanta fuerza como es en la niñez y juventud. Es el momento en que se forma la personalidad, nos dice la psicología, y con ello la identidad o más precisamente, el proceso de identificación con un entorno determinado: el barrio en que se vive, la escuela a la que se asiste, la ciudad y por cierto, el país. No se trata del país que a uno lo ha visto nacer, el nacimiento –después de todo– es una situación accidental, que puede ocurrir en cualquier parte del mundo, y  –de todas maneras– uno obviamente, no tiene memorias de ese episodio. Es entonces el lugar en que nos criamos, en que crecemos y tomamos conciencia de nuestro entorno el que nos hace nacionales de un determinado estado o país.

 

Esto es un condicionante social que ha perseguido a las comunidades chilenas del exterior, especialmente a la generación que salió al exilio: ¿qué hacer para atraer a los jóvenes a las actividades y a las organizaciones de chilenos del exterior? La pregunta se lanzó muchas veces, no solamente aquí en Montreal y otros puntos de Canadá, sino seguramente a través de todo el mundo donde hay comunidades chilenas relativamente numerosas. El tema reflotó cuando después de largos años de movilizaciones, se consiguió que los chilenos del exterior pudieran votar, derecho que por primera vez ejercieron en las dos vueltas de la reciente elección presidencial. El acceso al sufragio requería eso sí, que los residentes en el exterior, que por el proceso de inscripción automática aparecían registrados en las comunas donde tenían su domicilio al momento de nacer o sacar su cédula de identidad, hicieran el cambio al domicilio actual en el exterior.

 

Como se sabe, el total de chilenos del exterior que hicimos el trámite de cambio de domicilio al final fue un tanto decepcionante, aunque experiencias de otros países indican que al comienzo suele ser así, eventualmente el número porcentual crece. Donde el número de votantes es abismalmente bajo es entre los chilenos jóvenes (nacidos en Chile pero emigrados cuando eran bebés o niños pequeños). Mucho menor es esa cantidad entre los hijos de chilenos nacidos en el exterior y que para acceder al derecho a voto, la ley les exige un año de avecindamiento en Chile. Estos segmentos de segundas generaciones eran precisamente los que tradicionalmente consumían mucho tiempo en las reuniones de las organizaciones de chilenos tratando de resolver la pregunta de cómo atraerlos a las actividades de la comunidad. Pues bien, excepto contados casos,  los jóvenes nunca llegaron. No es de sorprender entonces que aquellos entre 18 y 35 años sean los menos interesados en inscribirse para votar en las elecciones. De hecho eran ya los que menos identificación guardaban con el país que los vio nacer, pero no crecer.  Nótese, en todo caso, que “menos identificación” no significa una absoluta negación de su origen, sino más bien una escala de múltiples fuentes identitarias entre las cuales el origen chileno es una de ellas, pero no la principal.

 

Lo que sucede en este mundo globalizado de hoy (la globalización también tiene un elemento cultural, no es sólo un fenómeno económico) que de manera creciente uno puede sentirse identificado con muchos entornos nacionales. Los jóvenes migrantes, tanto aquí en Canadá como en el Chile que yo viví de joven, están sujetos a una presión por parte de sus pares nacidos en el país, para que se identifiquen con la nación en la que ahora viven. Recuerdo que en el liceo en que estudié a otros muchachos que eran de otros orígenes, españoles, judíos, palestinos, siempre se les recordaba que ahora eran chilenos y que debían identificarse como tales. En otros países, con una mayor tradición inmigratoria como Canadá o Australia, sin duda esa presión puede ser menor y más sutil, pero aun existente.  Por lo demás, es una movida que también se juega del otro lado: los jóvenes que se han adaptado más rápidamente que sus padres y que en el caso de tener que aprender otro idioma, lo van a llegar a hablar sin el acento que pueden arrastrar los mayores, también sienten un cierta gratificación personal en identificarse con el país al que han migrado. Para muchos jóvenes, se trata de pertenecer a un club más prestigioso: ser ciudadano de Canadá, de Estados Unidos o de alguno de los países importantes de la Unión Europea, tiene más glamour que ser un simple ciudadano de un país tercermundista, por más que a algunos chilenos les guste dárselas de jaguares de América del Sur. Por cierto, esto puede considerarse como una reacción superficial propia de adolescentes inmaduros, pero no puede negarse que, en el trasfondo de la mentalidad de muchos de los jóvenes de las segundas y terceras generaciones, esto está presente a veces como herramienta de potencial éxito profesional o de ascenso social.

 

A lo que finalmente hay que llegar es a reformular la noción de identidad. Es enteramente posible, quizás deseable, que uno considere tener varias identidades. Para quienes salimos como exiliados por ejemplo, hubo muchas expresiones de apoyo de parte de quienes nos recibieron. Esas expresiones venían principalmente de organizaciones solidarias, partidos políticos afines, sindicatos y a veces simples individuos. Según los casos, esa solidaridad también vino de gobiernos que solidarizaban políticamente con el proceso que había sido derrotado en Chile, pero también de países cuyos gobiernos no necesariamente comulgaban con el proyecto político de la UP. Lo central era este proceso de bienvenida y solidaridad, cualquiera fuera su motivación, y mientras más amable haya sido esto, mayor también ha sido el grado de gratitud y eventualmente, de identificación, con el país y la sociedad que nos recibieron. Es enteramente razonable esperar tal cosa, del mismo modo como los españoles republicanos que llegaron como refugiados a Chile, llegarían a sentir un genuino cariño por el país que los acogió. Ese mismo sentimiento se desarrolla también entre los chilenos que se exiliaron en países como Canadá, Australia, Francia, etc. En verdad sería de muy mala clase o de muy poco valor humano, no tener ese sentimiento de gratitud hacia quienes nos ayudaron en un momento que lo necesitábamos.

 

A partir de ese sentimiento entonces se desarrolla naturalmente un proceso de sentirse identificado con el nuevo país. Entre los jóvenes ese proceso es más rápido porque a esa edad es posible que las memorias del país lejano sean inexistentes o pocas; son el nuevo país y su sociedad, los que llenan sus espacios emocionales. Para los que salieron un poco más mayores, el proceso puede ser menos pronunciado o al menos amortiguado por las memorias (y la nostalgia) del país dejado atrás, agravado además por las circunstancias de exilio, diferente a una salida voluntaria. Sin embargo, esa multiplicidad de identidades también se manifiesta y lo importante en este caso es no ver un problema en ello, sino por el contrario, hacerse a la idea que uno puede legítimamente identificarse con más de una adhesión nacional: la del país al que llegamos exiliados y en el que en muchos casos hemos vivido la mayor parte de nuestra vida (y en el que muchas veces pudimos hacer una vida profesional gratificante y/o encontrar a nuestra pareja), la de nuestro subcontinente latinoamericano (porque fuera de él, se nos identifica así, y a mucha honra), la del país en que nos criamos y crecimos (porque ahí uno aprendió las primeras letras, jugó con sus amigos y también se enamoró por primera vez, con la pasión total de la adolescencia), y en muchos casos también, una identificación con la particular región del país en que uno se instaló, como antes en Chile, hubo alemanes que se identificaron con la región de Los Lagos, o croatas con Antofagasta o el extremo sur.

 

Todo eso es posible y aun más, es deseable, incluso porque coincide de un modo práctico con un precepto que –por lo menos los que tuvimos una experiencia de formación marxista– siempre tenemos presente: el internacionalismo. No importa pues mayormente, que los hijos de nuestra comunidad no se sintieran mayormente motivados por ir a marchar frente al consulado local cuando algún suceso en Chile lo ameritaba. Lo importante es que esos jóvenes, en el nuevo país en que crecían, fueran personas dignas, éticamente correctas, e idealmente –y eso dependería en gran medida de la formación recibida en sus propias familias– que identificándose con esa nueva sociedad y país, desarrollaran la sensibilidad y el compromiso para hacer de ese nuevo entorno nacional con el cual se identificaban, un lugar mejor, más justo y más humano para vivir. En cualquier latitud, en cualquier idioma, bajo no importa qué bandera.

 

 

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