Este título ha surgido del proverbio árabe: “Casa sin niños no es casa”. Así es, porque sus risas, picardías y jugarretas, endulzan la vida de la familia. Si uno es abuelo, el beso del nieto es el más conmovedor, dulce y cuya ternura, no puede compararse a nada. Quizá, con el primer beso que damos a quien vamos a amar.
Desde que el hombre empezó a vivir en las cuevas, luego de deambular desde una a otra región y continente sin nombre, buscando donde asentarse, apareció el borrego, lo cual no nos debe servir de alivio. Se convertía en necesidad en los comienzos de nuestra civilización, siempre a disposición del amo. Quien se ungía jefe o rey, tenía flechas, lanzas, adargas, brujos y sacerdotes a su servicio y un séquito de concubinas. Si hubo brevísimas épocas durante la civilización que la influencia del borrego es menor, apenas un guiño, por desdicha existe durante largos períodos, donde su figura sobrepasa su importancia. No habrían sido posibles las guerras de exterminio, de dominación, donde el colonialismo disfrazado de impulsor de la civilización, se hubiese enseñoreado en las regiones y continentes, para imponer la esclavitud. Depredar, abusar y robar ha sido la consigna de las hordas de conquistadores, surgidas en las latitudes de ultramar, que se llamaban asimismo, labriegos y pastores del bienestar e impulsores del progreso. En realidad, borregos al servicio del monarca, dispuestos a ejercer la labor de sumisos.
En diciembre de 2017, en las elecciones presidenciales de nuestro país, vencieron los borregos. Lo hicieron de modo inapelable, cuya contundencia, sorprendió incluso a los vencedores. No debe jamás mirarse en menos la colaboración del borrego. A su haber tiene infinidad de elecciones ganadas, donde ha apoyado a sus enemigos de clase, quienes los utilizan y hacen de él, muñecos en manos de hábiles titiriteros. ¿De dónde surgió esta embriaguez olor a estafa, sempiterno engaño? Al borrego se le hizo creer que la derecha, olor a bandolina y jabón perfumado, amiga del trabajador, dispuesta a sacrificarse por su bienestar, abriría el cuerno de la abundancia. Entonces, de una plumada, empezaría a repartir prosperidad, a derramar riqueza a raudales. Incontenibles ríos de holgura, distintos a los de Chile, que se empiezan a secar. La ansiada felicidad, llámese bonanza, trabajo, días mejores, entre serpentina y confeti. Por arte de birlibirloque, inundaría de amor solidario, las avenidas, calles y caminos de los pueblos y ciudades de Chile. Un torrente inagotable de bienestar, jamás presenciado en nuestro país, y en meses, nadie andaría a pie. Menos aún, exhibiendo andrajos. Tanto desmadre se ha convertido en mentira. Si fuese humo, algo de interés se quema. Bien podrían ser las hojas de papel, donde la derecha plasmó cínicas promesas. Otra vez, por enésima oportunidad, el borrego ha sido timado. Le metieron el dedo en la boca hasta la epiglotis, en una seguidilla de ocasiones y pareciera ser rosario, provisto de más cuentas del que utiliza el beaterío, mientras le pide a Dios acrecentar su fortuna.
La democracia, cuya mención empieza a hastiar por lo manoseada, como escudo de protección contra las dictaduras, le otorga al borrego el derecho a elegir. O la democracia como se conoce, ¿se ha convertido en un mecanismo, dedicado a engañar una y otra vez? Duele pensar sobre el tema, cuando se sabe que el actual sistema destinado a elegir a las autoridades del país, no constituye sino una falacia. La engañifa de siempre. Mañana, bien podría presentarse en una elección presidencial, quien es rostro de la televisión y a diario se le ve en pantalla. El país lo ama e idolatra. Su rival bien puede ser una destacada profesional, reconocida en el ámbito académico de infinidad de países, debido a su labor de investigadora. Alguien dotada de honestidad, inteligencia e infinidad de atributos para gobernar. ¿Quién cree usted que ganaría? Otra vez, los borregos van a imponer su voluntad y en esta disyuntiva, se nos va a pasar la vida. La democracia, como la entendemos ahora, se ha convertido en trampolín, destinado a impulsar la mediocridad. Cualquiera, al analizar el asunto, termina por hastiarse del proceso.