En poco tiempo de gobierno, Donald Trump y Jair Bolsonaro han demostrado que son realmente lo que prometieron ser en sus campañas electorales. No es cuestión que en el poder se hayan sacado la máscara, como ocurre con tantos otros políticos triunfantes que acostumbran a defraudar las expectativas de quienes los eligieron.
Quizás si el matiz de diferencia entre uno y otro sea que Trump cree que el mundo es de él o de los Estados Unidos, mientras Bolsonaro piensa que Brasil le pertenece, por lo que puede hacer lo que realmente se le antoje con su país.
Ambos líderes (porque lo son) son tan ignorantes como atrevidos. Son la consecuencia de las democracias en estado de corrupción que heredaron de su antecesores, a los cuales el pueblo en algún momento les ofrendó sólidas victorias y cifró en ellos tantas esperanzas. Administraciones como las de Barack Obama, que se desdijo raídamente de sus promesas de paz, o las del Partido de los Trabajadores, que terminó de corromperse a escala nacional e internacional.
Dos nuevos gobernantes que llegan al poder para “poner orden”, “erradicar el socialismo” recurriendo, cuando sea preciso, al ejercicio de la fuerza y la intimidación de sus adversarios en todos los planos de la vida de un pueblo: la política, la cultura, la economía, la educación y las relaciones exteriores. Presidentes, por lo mismo, que ya tienen intranquilos a todo el mundo y a sus países vecinos, capaces como parecen de emular a los más bestiales regímenes del siglo XX. Aquellos que causaron las guerras mundiales y la violación masiva de los derechos humanos en todos los continentes.
El jefe de la más poderosa economía del mundo le importa un bledo que el capitalismo salvaje pueda afectar a todo el orbe y destruir sus ecosistemas. Mientras que el mandamás de Brasil anuncia también desahuciar todos los tratados y convenios que digan relación con el medio ambiente, ponerle freno al calentamiento global y evitar las catástrofes ampliamente advertidas por la comunidad científica. No lo saben, o tienen la peregrina idea, que el consumismo desenfrenado y la expoliación de la Amazonía podrían afectar a los demás y no solo a sus propias poblaciones. Creen posiblemente que su superioridad mundial o regional en materia de armas y ejércitos puedan resguardarlos sin arriesgarse a la reacción de otros gobernantes y militares, lo que en una tercera conflagración solo se derivaría en la destrucción de todo el planeta.
Acaso en su delirio, Trump crea que puede poner bajo su pié a China, Rusia y la Comunidad Europea. Así como Bolsonaro piense que podría desafiar a países como Cuba, Venezuela y México, verdaderos expertos en encarar al imperialismo norteamericano.
Lo cierto es que los aliados de los gobiernos estadounidenses y brasileños son cada vez menos y tienen muy baja probabilidad de acompañar a ambos mandatarios en sus aventuras. No creerá Trump que de los rastreros halagos de uno o dos gobernantes caribeños podrá conseguir un apoyo sustantivo. No creerá Bolsonaro que de los abrazos de la presidenta de la UDI y de José Antonio Kast podrá comprometer el apoyo de Chile. Y de Argentina, mejor que ni hablemos en su actual estado de sofocamiento interno y división política.
En su misma medianía intelectual, ambos gobernantes neofascistas quizás supongan que el apoyo electoral vaya a retenerlos por mucho tiempo en el poder, cuando ya en Estados Unidos ha surgido una ola de descontento social contra el último gobierno republicano. Y en Brasil, los movimientos sociales empiezan rápidamente a sacudirse de su complicidad con los partidos izquierdistas y prometen su unidad de clase para hacer frente al nuevo régimen. El que se propone emular a nuestro país en la implementación de las más perniciosas políticas salariales y previsionales.
Quizás en su soberbia, ambos se confíen demasiado en poder aplastar al pueblo y declararlo definitivamente interdicto. Un pésimo error de cálculo en un mandatario que debiera haber sacado lecciones en su país en cuanto a las derrotas propinadas al apartheid y los promotores de la guerra de Vietnam y el desastre de cada una de sus incursiones criminales. Una apuesta muy arriesgada, también, de alguien que fue partidario de las dictaduras militares en nuestros países y debió haber asumido su pésimo desenlace. Tal como terminaron la inmensa mayoría de los regímenes y tiranos de nuestra historia universal.
Ojalá que los partidos y movimientos de izquierda o de centro, más que proponerse solo fustigar a ambos gobernantes, se empeñen en construir una alternativa política. Al tiempo de corregir sus malos hábitos y consolidar la unidad que se hará necesaria para inhibir los intentos desquiciados de un Trump y Bolsonaro. Recuperar la confianza del pueblo y de los ciudadanos es todavía más difícil que lograr su decepción y llevarlo a apoyar sin una adecuada convicción a caudillos francamente peligrosos. Incluso en Chile los constantes trastabillones del gobierno de Piñera y su fatal encantamiento con la ultraderecha no han logrado que la oposición se anime a recuperar la ideología de los partidos, consumidos en sus querellas internas y los devaneos electoralistas.