Si alguien enfrenta en la calle a un mendigo y lo trata de basura, a lo sumo, el afectado le lanzará una mirada de desprecio. Si una cuadra más adelante, nuestro personaje encuentra a una pareja de carabineros y la injuria, será detenido y trasladado a la comisaría. Después de lograr su libertad condicional, retornará a sus paseos diarios. Ahora, si se le ocurre increpar a una persona rubia de tez blanca y ojos azules, a quien le grita: “Sal de mi presencia, blanco repugnante, olor a letrina”, ¿debe ser acusado de racista? El ofendido le puede devolver el insulto y el tema se zanja ahí. Ahora, si el paseante enfrenta a un negro y lo humilla, diciéndole: “Regresa a tu país negro asqueroso”, el ofendido va a acusarlo de racista, y su demanda será acogida.
De incluir este tema en un cuento o en una novela, nada debería suceder. A mis recuerdos regresa, la tenebrosa dictadura de Pinochet, el empleado de la oligarquía, época donde si se deseaba publicar un libro, una revista o presentar una obra de teatro, se debía concurrir a una oficina, a entregar los originales al censor. Si usted asistía a una obra de teatro de Radrigán, le exigían mostrar el carnet. Había publicaciones clandestinas, mientras la prensa de derecha, cuya lealtad emociona, le rendía tributos al tirano. Me refiero al tema, al enterarme que se quiere impulsar una ley, donde se prohíbe justificar o negar las violaciones a los DDHH, ocurridos durante la dictadura militar en Chile. Lo juzgo una necesidad, sin embargo, existen complejidades que se deben analizar. Después de aprobarse esta ley, ¿se obliga al periodista, al escritor de una novela, un cuento, un poema o una obra de teatro, a someterse a la censura? Pienso que no, entonces, las instituciones defensoras de los DDHH, pueden acusar al autor de ser homofóbico, si en su creación literaria, incorpora a un homosexual que asesina y justifica su proceder, alegando sentir desprecio por la sociedad. Esa sociedad que lo ha marginado por su orientación sexual. De ahí, surge una peligrosa variante, que se extiende a los negros, a las personas que sufren síndrome de Down, al minusválido, quienes no pueden ser mencionados ni incluidos en una obra de arte, pues se atenta contra su dignidad. De hilar fino, deberían retirarse de los museos, las obras donde se ven vaginas y pechos en gloria y majestad. Al francés Coubert, lo censuraron por pintar la intimidad de una mujer. Caen dentro de esta categoría las obras de Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y nuestro Valenzuela Puelma, cuya “Perla del mercader” y otro de sus desnudos, enfurecieron a la sociedad chilena de su época. Hitler habló en su oportunidad de “arte degenerado”, al calificar la pintura de ese tiempo. También se podría censurar la música de Igor Stravinski, quien en forma esporádica, tuvo de amante a Maurice Ravel, autor de El Bolero. En estos días se expulsó del colegio al profesor que recomendó leer a Pedro Lemebel, acusado de perversidad, debido a su condición de homosexual.
El tema posee complejidades, bemoles, vericuetos, donde nos enfrentamos a callejones sin salida. Nos preguntamos si las medidas o leyes que se piensan impulsar, atentan o no en contra de la libertad de expresión. Imaginar o hablar sobre lo que se piensa y se siente, por la cual se ha luchado desde antiguo, se convierte en un derecho irrenunciable. Hace dos siglos, nadie se sorprendía de la existencia de la esclavitud —aunque ahora se practica bajo otras formas y se tolera— donde los imperios la apoyaban, al constituir un próspero negocio. Ni hablar de la antropofagia, aceptada por la cultura. Al vencedor de la guerra le asistía el derecho de engullir al derrotado, crudo o cocido en una caldera, y de añadidura, violaba a sus mujeres.
¿Cómo enfocar el tema sin producir un cortocircuito, respetando la libertad de expresión y la dignidad de las personas? Si hoy es legítimo sacrificar reses, aves de corral y peces para comerlos, mañana constituirá un delito. Mientras tragamos un trozo de carne, ¿sentimos congoja por el animal que estamos engullendo? ¿De dónde nos asiste el derecho de disponer de sus vidas, si a cambio podemos alimentarnos de plantas, algas, cereales y frutos? La libertad de expresión, como cualquier otra manifestación humana, tiene límites, aunque nos contraríe. Si alguien escribe con faltas de ortografía, ¿se le puede impedir hacerlo? No se trata de morigerar el proyecto de ley, endulzarlo o convertirlo en oropel. Se puede transforme en mordaza y de una plumada, transitamos a la censura. Bien podría ser la hipótesis personal de quien no consigue olvidar los días negros de la dictadura. Vivimos en una sociedad donde se cierran puertas y ventanas, evitando la pestilencia, pero ésta se filtra por las rendijas. No sería solución utilizar un pebetero, para perfumar el escenario.