Noviembre 23, 2024

La cruzada moral del neofascista Bolsonaro contra los derechos de las mujeres y LGTBI

En Brasil –más de 200 millones de habitantes– acaba de ganar Jair Bolsonaro, un neofascista peligroso para la democracia y los derechos humanos. Ha sido un mazazo. Un paso más –dramático– en lo que constituye este fin de ciclo de los gobiernos progresistas latinoamericanos.

 

 

La campaña del exmilitar Bolsonaro –con su acuchillamiento incluido– ha sido durísima y violenta. El estilo del candidato y sus apoyos así lo han querido y estimulado. Las agresiones y los crímenes de odio se dispararon esos días contra opositoras, habitantes de las favelas, afrodescendientes y aquellos que condensan la inquina del nuevo presidente: una mujer transexual fue asesinada durante la campaña al grito de “¡Bolsonaro presidente!” Grupos de hombres blancos, de clase media con camisetas de su líder exhibían sus ganas de defender a golpes los valores “cristianos” del candidato. El odio es el aceite que ha engrasado esta victoria en unas elecciones que Bolsonaro ha reducido a tres ejes: corrupción política, valores morales –“defensa de la familia”, en sus propios términos– y seguridad o lucha contra el crimen. Bolsonaro ha conseguido aunar estos tres elementos en una suerte de cruzada donde la izquierda –y sobre todo el PT– es la culpable de la decadencia moral de Brasil, el enemigo a batir, incluso de forma violenta si hace falta: “los rojos marginales serán eliminados de la patria”, dijo en un mitin.

 

Para Bolsonaro, los subsidios para los pobres, las leyes de discriminación positiva para los negros, la protección de las áreas indígenas en la Amazonía y las tierras para los campesinos que las reclaman son las políticas del PT que han generado un clima de “ruptura social” que hay que contrarrestar con valores cristianos y mano dura.

 

Esos valores son compartidos y funcionales a las iglesias evangelistas más ultras, los militares, los fabricantes de armas, los terratenientes y algunos sectores empresariales y financieros que están detrás del apoyo a Bolsonaro –cuyo programa económico es extremadamente neoliberal–. En esta amalgama discursiva, recuperar la grandeza de Brasil pasa por oponerse firmemente a la “ideología de género”, ese fantasma creado por la jerarquía católica hace poco más de una década que tan grato es a las poderosas iglesias evangélicas pentecostales y que sirve para aglutinar a las derechas más extremas del continente en torno a un frente común. Luchar contra la “ideología de género” –y el “marxismo cultural” no olvidemos que va en un mismo pack– implica la oposición radical a los derechos sexuales reproductivos –sobre todo al aborto–, a los derechos LGTBI –leyes de identidad de género, matrimonio igualitario y adopción de parejas del mismo sexo– y a la educación igualitaria en las escuelas a la que acusan de querer “sexualizar a los niños”. De hecho, Bolsonaro se apuntaba como victoria propia el conseguir parar un proyecto que pretendía luchar contra la homofobia en las escuelas promovido por el actual candidato del PT, Fernando Haddad, mientras fue ministro de educación. “Si un chico tiene un desvío de conducta cuando es joven, hay que volverlo a poner en el buen camino, aunque sea con unos bofetones”, dijo Bolsonaro en 2010 refiriéndose a la homosexualidad.

 

 

Iglesias pentecostales en el frente de batalla

 

Se ha resaltado la importancia de las distintas confesiones evangélicas –fundamentalmente las iglesias pentecostales– en estas elecciones por su apoyo incondicional a Bolsonaro. Se estima que estas iglesias tienen 42,3 millones de fieles en Brasil –un 22% de la población– y su importancia continúa creciendo. Organizan el voto, pero también son capaces de estructurar socialmente a los más pobres y están vinculadas con las movilizaciones sociales que se oponen al avance del derecho al aborto en Brasil –ahora solo es legal si corre peligro la vida la madre o si es fruto de una violación–; al matrimonio igualitario –instituido a partir de una decisión del Supremo Tribunal Federal en 2013– y a otros muchos derechos. Así como son capaces de organizar protestas tan chocantes como las que acompañaron a la filósofa feminista Judith Butler en su visita al país donde se llegaron a quemar muñecos con su imagen.

 

Estas iglesias tienen un enorme poder social y mediático. La Iglesia Universal del Reino de Deus, por ejemplo, controla más de 20 canales de televisión, 40 radios, además de varias discográficas y editoriales y tiene beneficios multimillonarios. Pero no se confirman con las mentes –y el dinero– de sus fieles, también van avanzando en lo institucional. En Brasil existe una “bancada evangélica” que aglutina a 91 congresistas y posiciones estratégicas como la alcaldía de Río de Janeiro. Ese avance institucional se constata además en toda América Latina. Guatemala tiene un mandatario evangélico, Jimmy Morales. En Colombia, la derrota del referéndum sobre el acuerdo de paz con las FARC, estuvo muy vinculada a la campaña en contra que hicieron estas iglesias precisamente con el argumento de que promovía la “ideología de género”.

 

Para compensar el apoyo a Bolsonaro de estas Iglesias, durante la campaña, Haddad se reunió con la jerarquía católica, supuestamente para prometerles que no habría avances en el derecho al aborto, una componenda que ya se le había recriminado a Dilma Rousseff. En realidad, esta cuestión es el talón de Aquiles de los que fueron los gobiernos progresistas latinoamericanos, donde en general se prefirió pactar con católicos y protestantes y no concitar su oposición, antes que garantizar un derecho que impediría las miles de muertes por abortos clandestinos mal realizados que suceden en toda latinoamérica –más de 4 diarias en Brasil–. 

 

De hecho en este país, en el 2015, se produjeron una serie de protestas masivas contra el proyecto de ley evangélico que pretendía endurecer todavía más la ley del aborto. En Brasil se produce un fenómeno que se repite en toda la región donde se producen movilizaciones masivas de la sociedad civil para expandir derechos, en contraste con poderes legislativos cada vez más conservadores. El feminismo ha ido cobrando presencia pública en la calle y relevancia política. De hecho, las mujeres han liderado las manifestaciones más masivas contra Bolsonaro durante la campaña –las de #EleNão (Él No)–. Se repite de país en país: el feminismo constituye uno de los mayores frentes contra el avance del neofascismo tanto en el voto, como en la calle. Un 10% menos de mujeres votó al exmilitar y el grupo social en el que menos apoyo tuvo de todos fue entre las mujeres pobres –solo le votaron un 14%–. Aunque no fue suficiente, esperemos que esta fuerza feminista consiga articularse en un frente de lucha más amplio capaz quizás de frenar la involución de derechos –y el clima de violencia– que sin duda va a implicar la elección de Bolsonaro.

 

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