Desde hace mucho, al conversar con cercanos que adhieren a pensamientos políticos de corte global humanista (normalmente de lo que se conoce como izquierda), he escuchado que tanto el movimiento ecologista como el que da preeminencia a lo local (regionalismo, localismo) tendrían en ciertas circunstancias un sesgo de corte ultraderechista o de plano fascista. Esto, porque no estarían pensando prioritariamente en el ser humano en el primer caso y que, en el segundo, su principal motor de acción sería el individualismo/no colectivismo.
Que principios basados en la importancia universal de los derechos humanos y la igualdad entre todas las personas colisionan, muchas veces, con el interés de estos movimientos de respetar la naturaleza, los primeros, y con la idea de la mayor legitimidad de las comunidades locales de decidir sobre lo que ocurre en sus territorios, los segundos.
Algo de fundamento hay en ello.
En el caso de la protección de los ecosistemas, no es extraño ver personas que haciéndose cargo de los impactos que como especie hemos generado en el planeta consideran que la mejor solución es que comencemos de a poco una eugenesia general. O que por proteger a un animal o mascota claman la aniquilación de seres humanos insensibles con los otros seres vivos.
Y, en el último tiempo, hemos presenciado también cómo en pos del apoyo a la industria chilena se han apropiado del mensaje por el desarrollo económico local entidades de corte nacionalista, como el Movimiento Social Patriota(MSP) a propósito de la controversia Colún vs. Soprole y Nestlé. Donde mi espacio, mi metro cuadrado, los míos, son los mejores, superiores, más allá de los derechos de los demás.
Todo esto he recordado producto de la elección de Jair Bolsonaro en Brasil. Un proceso político que se ve lejano, pero que está muy claro nos afectará como país y como sociedad, dado que los mensajes que tanto Trump como otros han relevado con fuerza calan profundamente en una mayoría que no tiene mucho interés en lo colectivo general. Apelan, en alguna forma, a un sentido común previamente instalado.
Es en el ecologismo, aunque más estrictamente en cierto conservacionismo, donde aparece la figura de la protección de ecosistemas más allá de las necesidades de las comunidades locales. La democracia no es tema y son algunos los que decidirán lo que es mejor para el resto, más allá del legítimo debate público que debe darse cuando se adoptan decisiones colectivas.
Nosotros primero. America First, es el leit motiv del Presidente de Estados Unidos. Donde los otros, aquellos de allá afuera, han inventado una serie de mitos para ponernos trabas en nuestro derecho a estar bien: cambio climático, derechos humanos, protección del planeta.
En un artículo en Ciper daba cuenta de la colisión de derechos que se da entre las consecuencias extremadas de ambos necesarios postulados. Porque proteger la naturaleza es fundamental así como lo es el localismo o regionalismo, por el legítimo derecho de las comunidades a participar vinculantemente en las decisiones que les afectan. “Tener espacios completamente democráticos no asegura responsabilidad socioambiental, al ser posible contar con un sistema altamente participativo y, entre todos, decidir destruir los ecosistemas y sus especies. Y, al contrario, la protección de la naturaleza desde una mirada autoritaria y sin participación puede derivar en el ecofascismo. Esto, el choque entre dos principios aspirables, es lo que se llama en jerga legal colisión de derechos y es un debate aún abierto” decía hace poco más de un año en “El mundo no tan verde de las multinacionales del medioambiente”.
El límite entre ser consciente de la propia responsabilidad ambiental basada en la ética para la vida y su disociación con el hecho que la vida de los seres humanos también es eso, vida que hay que cuidar, es a veces difuso. Así como lo es considerar fundamental que en la toma de decisiones participen las comunidades locales (como una extensión de la democracia) y que se privilegie su desarrollo, con el individuo instalado en un bunker aprovisionado hasta el cuello y defendiendo a punta de escopeta “sus recursos” y los de los suyos.
Y es así como hoy por hoy, principalmente en el localismo, vemos en muchas comunidades atisbos de quienes en pos de sus intereses particulares están disponibles a sacrificar el patrimonio colectivo.
Brasil en el Amazonas, Estados Unidos en el Ártico son un solo ejemplo de la extremación del “yo primero”, que es muy bien utilizado por intereses económicos nacionales y trasnacionales que hacen que las comunidades sacrifiquen sus vidas y patrimonio ambiental para abultar sus utilidades. Esto, con la contradicción inherente en quienes dicen proteger lo propio pero que a la primera de cambio dan soporte a los que con intereses externos llegan a sus territorios a intervenir ecosistemas, movidos –todos- por una noción extrema de crecimiento material. A costa del patrimonio común actual y futuro.
De ahí que el populismo de Bolsonaro sea tan popular y que no necesariamente esté lejos allá en Brasil.
Por eso, es preciso hacerle frente en todas partes, incluso acá en nuestro hogar. Sin claudicar ni confundirse, que tener otra mirada sobre la naturaleza y las otras especies, junto con la importancia de la comunidad local sigue muy vigente, más allá de las desviaciones que encontremos en el camino y que, lamentablemente, no se sustentan en ese concepto que tan bien relevara el destacado biólogo chileno Humberto Maturana: el amor hacia ese otro ser vivo (humano y no humano) que es y será siempre, un legítimo otro.