Durante la recta final de la campaña presidencial de 2016 en Estados Unidos, la señora Clinton preguntaba insistentemente al público que acudía a escucharla: ¿A poco no están mejor ahora que hace ocho años cuando Barack Obama acababa de ser elegido?
Hillary quería hacer pensar a la gente que gracias a las políticas de Obama la economía se había recuperado de la crisis.
Pero para muchos de los asistentes a los rally de campaña de la candidata demócrata la respuesta era claramente negativa: el desempleo seguía siendo considerable, muchos habían perdido sus casas, las deudas con los bancos seguían asfixiándolos, los salarios se mantenían bajos y hasta su pensión mensual se contraía. La forma de contestar en una manifestación, ya sea a mano alzada o con griterío, nunca es una buena opción, así que el público optó por llevar la respuesta al día de las elecciones. Muchos prefirieron no votar, otros de plano favorecieron a Trump. Gracias al Partido Demócrata y su complicidad con el neoliberalismo, triunfó quien con gran instinto oportunista había entendido el resentimiento de la gente.
El domingo pasado triunfó en Brasil el candidato del protofascismo Jair Bolsonaro. La prensa internacional se ha apresurado a llamarle el Trump tropical porque esa victoria electoral tiene varios paralelismos importantes con el ascenso del Donald a la Casa Blanca. En ambos políticos se anida un instinto perverso y sádico frente a minorías, mujeres, extranjeros y migrantes, así como un claro desprecio por el medio ambiente y la negación del cambio climático (al igual que Trump, Bolsonaro ya ha anunciado que abandonará el Acuerdo de París). Sus inclinaciones estuvieron escondidas durante los 27 años que estuvo en el Congreso, pero en la campaña se desplegaron sin frenos. Mucho se ha escrito sobre estas características de personalidad en ambos personajes, pero más allá de esto hay otro rasgo en común que tiene que ver con la evolución de la vida política en Estados Unidos y en Brasil.
Es un hecho que el éxito de Trump fue resultado del fracaso del Partido Demócrata para ofrecer alternativas al neoliberalismo. De hecho, los Clinton consolidaron el viraje del partido demócrata hacia el neoliberalismo y de esa forma le dieron la espalda a la base política de dicho instituto político. Obama fielmente siguió la misma trayectoria y frente a la crisis nombró a Timothy Geithner como secretario del Tesoro. Este personaje había sido funcionario en el Tesoro bajo la dirección de Rubin (que a su vez venía de Goldman Sachs) y también había sido presidente del banco de la Reserva Federal de Nueva York. A la hora de escoger, Obama siguió los consejos de Geithner y se inclinó por rescatar a los bancos en lugar de pensar en la gente. Así, en lo más álgido de la crisis, el Partido Demócrata optó por salvar al mundo financiero y abrirle las puertas a Trump.
Quizás a muchos les parezca una exageración decir que el triunfo de Bolsonaro en Brasil es la consecuencia de los errores estratégicos que cometió el Partido de los Trabajadores (PT). Después de todo, los golpes en contra de Dilma y Lula fueron descaradas maniobras de manipulación que carecieron de bases legales para fundamentar la destitución de la primera y el encarcelamiento del segundo. Pero si bien se cometieron varios errores serios, lo más importante es que mientras el PT estuvo en el poder nunca se planteó buscar opciones estratégicas alternas al neoliberalismo. Su programa puede describirse como un intento por administrar el neoliberalismo y darle rostro humano a las fuerzas del capitalismo salvaje. Eso lo hizo por medio de invertir en varios programas sociales que sacaron a varios millones de la pobreza. Y durante un tiempo parecía que la misión de ponerle cara humana al neoliberalismo podría cumplirse. No era necesario tocar ninguno de los pilares del modelo económico neoliberal, ni en materia de política fiscal o monetaria, ni en el renglón de la regulación para el sector financiero.
Mientras la economía brasileña pudo apoyarse en los altos precios de los productos básicos, la restricción fiscal del aumento en el gasto social pudo manejarse. Pero con los efectos de la crisis financiera global y la terminación del súper ciclo de los precios de commodities, la economía brasileña entró en recesión, los ingresos fiscales cayeron y ya no fue posible continuar con el maquillaje del modelo económico. Las fuerzas del neoliberalismo actuaron muy rápido para consolidarse: desde 2016, cuatro meses después del golpe que destituyó a Dilma, se aprobó una reforma constitucional que pasará a ser recordada como una de las más grandes locuras económicas de la historia: se impuso una reducción en el gasto primario equivalente a 5 por ciento del PIB cada año durante los siguientes 10. ¡Adiós al gasto social!
Las lecciones son claras. El neoliberalismo no perdona a quien quiera maquillar sus contradicciones, aunque se comprometa a no tocar las piezas clave del modelo económico. El odio ideológico va de la mano con la intolerancia económica.
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