El triunfo de Jair Bolsonaro en Brasil es evidente e indiscutible: 55 millones de brasileros optaron por la ultraderecha y, lo que es más grave en esta votación, es el odio al socialismo, al Partido de los Trabajadores, especialmente a su líder, Luiz Inàcio Lula da Silva. Es inútil recurrir a la búsqueda de consuelo ante derrota tan categórica, y los 45 millones de votantes que eligieron la democracia sirven muy poco ante una diferencia de 10 millones de votos entre los ultraderechistas y los progresistas.
El flagelarse ante tan rotunda paliza es ahora una insensatez, sobre todo cuando la izquierda no ha entendido que la esperanza es una militante activa: “una humanidad sin esperanza es una humanidad sin motor, condenada a ser embaucada por los pragmáticos de turno que invocan la forma fetichista y la inamovilidad de las cuestiones de hecho, que en definitiva pretenden que la humanidad se pliegue a la desesperanza, a la opacidad de la realidad vigente…” (Ernst Bloch, Principio de esperanza, Cit. por José A. Gimbernat, 1959:64).
La esperanza siempre ha sido revolucionaria, es decir, en términos de Bloch, se abre a las posibilidades del futuro, lo que equivale a no caer en manos de una izquierda que hace uso del marxismo vulgar, que es mecanicista, personalista, autoritaria y llena de mequetrefes, buenos alumnos de Stalin, cuya única meta se centra en el poder.
Nada ganamos con ceremoniales de autocrítica que llevan a golpearse el pecho durante algún tiempo, para luego volver a las andadas y repetir derrotas. No por el hecho de almacenar slogans y de gritar “el pueblo unido jamás será vencido” vamos a superar el marasmo en que la izquierda ha caído; nada más parecido a los marxistas de palabra que los predicadores canutos – repiten los pasajes de la biblia que más les conviene -, y están convencidos de que por haber leído muy mal alguna obra de los clásicos marxistas los convierte en revolucionarios.
En Los endemoniados de F. Dostoievski el personaje principal está inspirado en Nacheyev, autor del Catecismo revolucionario, que supone que hay una moral distinta para “los revolucionarios” que para el común de los mortales. Si el socialismo está relacionado con la democracia no tiene ningún sentido alabar a autócratas sólo porque se autodenominan “izquierdistas” y, tal vez, algunas veces estuvieron en las luchas revolucionarias.
Desgraciadamente, la izquierda llamada del “siglo XXI” se fue acercando, cada vez más, a modalidades burguesas y los dirigentes se dejaron dominar por el burocratismo y, consecuentemente, se fueron alejando del pueblo: se transformaron en la Whisky-izquierda” y el “la izquierda-caviar”. Sólo los ignorantes, dogmáticos y sectarios confunden el origen de clase con la calidad de revolucionario, es decir, la clase “en sí y para sí”.
Los revolucionarios más radicales y consecuentes príncipes – Kroposkin -, aristócratas – Bakunin – o de familias acomodadas – Marx, Engels, Lenin y Trotski -, (incluso Luis Emilio Recabarren era un joven que distribuía panfletos contra José Manuel Balmaceda). El obrerismo junto al marxismo-leninismo son subproductos del criminal J. Stalin.
Hoy los partidos de izquierda latinoamericanos se han convertido en “vejestorios”: ya no vibran con el pueblo, más bien comienzan a formar una nueva clase, al igual como ocurrió con los países que conformaron el socialismo realmente existente.
El juicio sobre la derrota del Partido de los Trabajadores, en Brasil, no debe limitarse a la lamentación, mucho menos caer en el pesimismo: si logran cambiar su actuar político y burocrático e insertarse en la ciudadanía que lo vio nacer y surgir, y entender que la forma de combatir el arribismo de las capas medias, que deben su existencia a los dos gobiernos consecutivos de Lula da Silva, no se puede superar sino con ideales profundos y educación en general y ciudadana en particular.
Las capas medias consumistas siempre tenderán a apoyar a los poderosos, pues están dominados por el síndrome de tremendo terror de volver a la pobreza: son como equilibristas inseguros, aterrados de caer al vacío, y están convencidos de que el servilismo hacia los ricos se convierte en una malla que los protege del quebradero de huesos; por consiguiente, a la izquierda le corresponde recomenzar una batalla de barricadas a fin de “conquistar la hegemonía cultural”, tal cual lo planteaba Antonio Gramsci.
Gran parte de la responsabilidad en la reciente derrota del Partido de los Trabajadores es achacable a Lula: en primer lugar, no fue capaz de formar un grupo de dirigentes de probada calidad –la diferencia entre Fernando Haddad y Lula es demasiado grande -; en segundo lugar, el haber postergado en exceso su renuncia a la candidatura y el traspaso de los votos a Haddad; en tercer lugar, por el hecho de haber sido un Presidente exitoso la justicia no lo iba a tocar; en cuarto lugar, haber despreciado el golpe mediático-judicial por parte de la derecha; el quinto lugar, el haber creído que el haber sacado de la pobreza a 40 millones de personas bastaría para comprometer su eterna gratitud; en sexto lugar, la arrogancia y personalismo del Partido de los Trabajadores al haberse negado a una alianza con el Partido de Ciro Gomes.
En el mundo de hoy los ritos de los partidos de izquierda son inútiles ante una ciudadanía cada día más dependiente de las redes sociales. Jair Bolsonaro realizó toda su campaña sin moverse de su casa, mediante el uso del facebook, twitter y whatsupp; por cierto que ante la carencia de programa de gobierno de Bolsonaro, la izquierda sí contaba con un proyecto de país, sin embargo, los electores se mueven en torno a propuestas simples y del diario vivir: el miedo a la delincuencia y la reiterada consigna de patriotismo a los militares y a la religión.
En la misma noche del triunfo Bolsonaro mostró cuáles fueron las claves del éxito: en su propia casa se armó un círculo de oración – propia de los evangélicos – para agradecer a Dios el triunfo, “primero Brasil y por encima Dios”, captando muy bien la simplicidad del elector, y sólo le faltó realizar un milagro, por ejemplo, cómo hacer ver a un ciego. En todo caso, asegura multiplicar los panes y los peces privatizando las empresas públicas, leyendo “El ladrillo”, de los Chicago Boys, que le regaló el pastor de pastores chileno, José Antonio Kast.
El miedo – para volver a Bloch en su confrontación con Freud – es una pulsión fundamental para el ser humano: Bolsonaro y los militares, muy prestigiados en Brasil, lograron convencer a los ingenuos que con represión y muerte de algunos delincuentes bastará para erradicar el delito, pero es sabido que la represión y la pena de muerte, en vez de terminar con el delito lo multiplica. En Río de Janeiro las favelas están ocupadas por los militares y, no por ello, ha dejado de ser una ciudad de alta peligrosidad, donde los asesinatos se suceden a diario.
El primer Presidente en felicitar a Bolsonaro por su triunfo fue, precisamente, Sebastián Piñera Echeñique, y su primera visita antes de asumir el mando será Chile, pues Piñera lo invitó expresamente. Aquí aprenderá mucho de los Chicago Boys, de las AFPs, de las privatizaciones y del encanto de Patricia Maldonado y de Raquel Argandoña, por ejemplo, que saben encantar a los “señores televisores” – como diría un viejo alérgico a las modernas tecnologías -.
Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)
29/10/2018
Bibliografía
José A Gimbernat
Ernst Boch Utopía y Esperanza
Madrid 1983
Bloch E
El principio de la esperanza
Aguilar Madrid 1977
Bloch E
Thomas Muenzer como teólogo de la revolución
Madrid 1968