Noviembre 22, 2024

Héroes de verdad, no de pacotilla

Arriesgan su vida quienes salen a protestar a la calle, para exigir educación gratuita, fin de las AFP y que la constitución política de 1980 sea lanzada a la cloaca. También la arriesga el pescador artesanal, cuando sale a cumplir su faena, en una frágil embarcación.

 

 

Quien ejerce el periodismo puede morir asesinado, si escribe contra la dictadura, la injusticia social, la corrupción que ahoga y se atreve a denunciar a los sinvergüenzas. Su palabra oportuna y veraz, incomoda al poder político, aliado a la oligarquía. Allende y Balmaceda intuían que iban a morir en forma trágica, si mantenían lealtad a la democracia y a sus convicciones. No se amedrentaron a la hora del sacrificio. Los generales René Schneider y Carlos Prats, ardientes constitucionalistas, soldados de probada integridad moral, sospechaban que los podían asesinar. Arturo Prat y sus hombres, intuían que se iban a enfrentar a la muerte, si se lanzaban al abordaje del Huáscar. La anciana que transita por la calle, apoyada en un bastón, muere si trastabilla y cae al suelo. Puede morir la mujer que habita un sitio inhóspito, lejos de toda ayuda y se complica al momento de parir. O de apendicitis, quien vive en un caserío. Pueden morir los mineros, como lo narra en su libro “Sub Terra” el cuentista Baldomero Lillo. Congelados murieron los integrantes de una patrulla militar, que se extraviaron en la cordillera en medio de una tormenta de nieve, por no vestir ropas adecuadas. Muere el obrero de la construcción que se desploma del andamio, por negligencia de la empresa. Infinidad de chilenos murieron por combatir la dictadura cívico-militar y se convierten en auténticos y anónimos héroes. También murieron en distintas época de la historia de Chile, asesinados por las balas del poder, quienes exigían dignidad en su trabajo.

 

 

A menudo fallece quien, al cruzar una bocacalle, lo atropella un automovilista ebrio. Cualquiera puede morir por la negligencia de un hospital, de una clínica o en un incendio, donde también pueden morir los bomberos voluntarios, cuyo heroísmo no necesita publicidad.

 

 

También falleció la poeta Gabriela Mistral. Su poesía crece y se la venera. ¿Se jactó alguna vez de creerse heroína por ganar el Nobel de Literatura? Lo mismo le sucedió a Pablo Neruda. ¿Se le escuchó decir alguna vez: Sin mi poesía, Chile es un país vacío? Se suicidó el escritor Alfonso Alcalde en 1992, agobiado por la miseria y la ceguera y su obra perdura. Jamás creyó ser mesías, por el hecho de escribir contra la dictadura. Claudio Arrau brillaba por su talento de pianista, sin embargo, nunca anunció ser el hijo predilecto de Chile.

 

 

En América se calcula que murieron alrededor de 55 millones de indígenas, porque los conquistadores, horda de aves carroñeras, esclavistas y asesinos, necesitaban de las tierras y recursos de esos salvajes idólatras. Ahora, la tierra pertenece al invasor. A menudo, mueren en las calles de nuestras ciudades, mendigos y personas sin oficio, que viven a la intemperie. Su hogar se reduce a una casucha de tablas y cartón, cubierta de gangocho, donde duermen en un destripado y maloliente colchón y se cubren con una frazada roída, que comparten con un perrito. Los mendigos nada saben de familia, de fiestas de navidad, vacaciones, homenajes estridentes, jubilaciones jugosas, cumpleaños, viajes en avión costeados por el fisco; del amor de una pareja y de las caricias del hijo. Claro, porque tienen por pareja la soledad y viven aferrados a ella. Alguien dijo: “No hay peor soledad que vivir acompañado y sentirse solo”. Representan el desecho de nuestra sociedad de borregos idiotizados, que consumen y se deslumbran con el crédito desenfrenado. Tener una docena de tarjetas de crédito, les da jerarquía. Los borregos son los verdaderos héroes de la imbecilidad, el entreguismo, pues piensan que gracias a su pasividad, Chile progresa. Sin embargo, el mayor heroísmo se manifiesta en niños y niñas que deben recorrer quilómetros a pie, en medio del desierto o bajo la inclemente lluvia, para llegar a sus escuelitas. Nadie los conduce a destino en automóviles, en buses escolares o viajan en el metro. 

 

Mueren ancianos y ancianas en los hospicios y nadie reclama sus cadáveres. Cualquiera diría que no tienen parientes. Como la sociedad los condenó al injusto olvido, los borra de la memoria, porque constituyen un estorbo. Terminan sepultados en sitios anónimos o lanzados a la fosa común del cementerio. El ser humano que posee un grado de dignidad y valentía, por la única circunstancia de querer seguir viviendo, no se vanagloria de ser personaje de nada. Ni siquiera lo publica entre quejas, amenazas, pucheros y llantos de veterano gagá.      

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