Respecto del significado político que tuvo el plebiscito del 5 de octubre de 1988 para nuestro país se han construido muchos mitos. O para ser más precisos, respecto del proceso que se dio a partir de esa fecha. No hay duda que el triunfo del No en ese plebiscito fue muy trascendente, desde el momento en que imposibilitó la permanencia de Pinochet como Presidente de la República durante la fase de inicio del período de la vigencia plena de la Constitución de 1980.
Por mucho que estuviese limitado por un Congreso y por la imposibilidad de recurrir nuevamente a estados de excepción “permanentes”, la continuación de un presidente acostumbrado a violar grave y sistemáticamente los derechos humanos habría sido muy negativa para Chile. Y la polarización se hubiese acentuado aún más en el país.
Sin embargo, la Concertación de Partidos por la Democracia dilapidó su triunfo en cuanto a las posibilidades que aquel le abría para llevar al país a una auténtica democracia y a la sustitución del modelo económico, social y cultural impuesto por la dictadura. De partida, su liderazgo ¡concordó con Pinochet -a mediados de 1989- reformas constitucionales que le quitaban poder para el futuro, regalando la mayoría parlamentaria simple que le aseguraba el texto original de la Constitución de 1980!
En efecto, la Carta Fundamental -pensando obviamente en el triunfo plebiscitario de Pinochet- le aseguraba a éste ilegítimamente una mayoría parlamentaria en el futuro Congreso, al estipular que las mayorías simples se obtenían (en virtud de los Artículos 65 y 68) con la mayoría absoluta en una cámara y sólo un tercio de la otra. Entendiendo que la derecha no lograría ni lejos mayoría electoral, Pinochet habría tenido de todas formas mayoría en el Senado, como resultado de los 9 senadores designados que se sumaban a los 26 senadores electos (en las trece regiones) por el sistema electoral binominal. Y en la Cámara de Diputados, gracias a ese mismo sistema (en 60 distritos), habría obtenido fácilmente más de un tercio de los asientos.
No obstante, el inminente presidente de la Concertación habría dispuesto también de esa mayoría sin cambiar una coma de la Constitución. Su mayoría electoral habría quedado perfectamente reflejada en la composición de la Cámara de Diputados. ¡Y habría tenido también con seguridad un tercio del Senado!, ya que al menos habría elegido uno por región, es decir 13. Y el tercio de los 35 senadores contemplados inicialmente era 12…
Y en el acuerdo concordado entre el liderazgo de la Concertación y Pinochet, se cambiaron ambos artículos, estipulándose un alza de los quórums a mayoría absoluta en ambas cámaras, lo que era teóricamente más democrático, pero que en el contexto de la mantención de los nueve senadores designados ¡significaba que la Concertación aceptaba perder su inminente mayoría, regalándosela a la futura oposición de derecha! Esta modificación fundamental se ocultó tan bien que ¡todavía! es desconocida por la generalidad de los chilenos. Además, que se efectuó junto a otras reformas de signo liberalizador, pero que no afectaban los principales dispositivos autoritarios y neoliberales de la Constitución del 80.
Obviamente que dicho regalo no fue hecho por desconocimiento o torpeza. La explicación la ha dado crudamente el máximo ideólogo de la “transición”, Edgardo Boeninger, en un libro que escribió en 1997: Democracia en Chile. Lecciones para la gobernabilidad (Edit. Andrés Bello). Ella radica en que a fines de los 80 el liderazgo de la Concertación experimentó un giro copernicano en sus concepciones ideológicas, llegando a una “convergencia” con el pensamiento económico de la derecha, “convergencia que políticamente el conglomerado opositor no estaba en condiciones de reconocer” (p. 369). De allí que no le convenía disponer de una mayoría parlamentaria, puesto que con ella quedaría sin argumentos para oponerse a las demandas de su base política y social de que cumpliera con su programa de reformas de 1989. En cambio, sin mayoría parlamentaria podría achacarle a esto el no cumplirlo, como de hecho ocurrió a partir de marzo de 1990.
Además, como reconoció el mismo Boeninger, “la incorporación de concepciones económicas más liberales a las propuestas de la Concertación se vio facilitada por la naturaleza del proceso político en dicho período, de carácter notoriamente cupular, limitado a núcleos pequeños de dirigentes que actuaban con considerable libertad en un entorno de fuerte respaldo de adherentes y simpatizantes” (pp. 369-70).
Este giro ideológico copernicano del liderazgo de la Concertación permite comprender, también, el cambio en la concepción de democracia experimentado por dicho liderazgo. Así, los requisitos de cambio constitucional para obtener una democracia que se plantearon como Alianza Democrática en julio de 1984 (la eliminación de sus dispositivos más autoritarios) se olvidaron completamente en agosto de 1991 cuando el presidente Aylwin señaló que “la transición ya está hecha. En Chile vivimos en democracia” (El Mercurio; 8-8-1991). De este modo, lo que en 1984 se consideraron requisitos ineludibles para la existencia de una democracia; en 1991 comenzaron a percibirse como simples factores de perfeccionamiento de ella. En palabras de Aylwin: “Esta democracia es susceptible de perfeccionarse, sí, y una de las tareas que tenemos por delante es perfeccionar la democracia y eso exige algunas reformas constitucionales, tarea que mi gobierno ha abordado y que probablemente no va a dejar completada y será tarea del próximo gobierno” (Ibid.).
Posteriormente, en 2005, luego de haberse obtenido reformas constitucionales de importancia, pero que no cubrían tampoco los requisitos mínimos planteados en 1984, ¡se llegó al extremo de cambiar la firma de Pinochet de la Constitución y de sustituirla por la de Ricardo Lagos y todos sus ministros, pretendiéndose la ridiculez de hablar de la Constitución de 2005!, lo que por cierto no resistió el paso del tiempo. Este cambio del concepto de democracia fue funcional al vuelco del pensamiento económico de dicho liderazgo. Si ya no se pretendía hacer una transformación sustancial del modelo económico, social y cultural impuesto por la dictadura, ¿para qué continuar exigiéndose transformaciones políticas muy controvertidas y que ya “no eran necesarias”?…
El giro ideológico copernicano solapado del liderazgo de la Concertación explica también otra política aparentemente absurda llevada a cabo por los gobiernos de la Concertación durante los 90. Esta fue la de provocar, a través de un paquete de medidas, la desaparición de todos los medios de comunicación escritos afines a la Concertación. Así, como lo han denunciado los directores de esos medios -y particularmente el Premio Nacional de Periodismo, Juan Pablo Cárdenas-, con el bloqueo de grandes ayudas ofrecidas por el gobierno holandés; con la discriminación del avisaje estatal; y con la compra de algunos de esos medios por personeros concertacionistas para luego cerrarlos, los gobiernos de Aylwin y de Frei Ruiz-Tagle terminaron con todos los diarios y revistas que laboriosamente -y sufriendo censuras y persecuciones- había generado el ámbito concertacionista en la década de los 70 y 80: La Epoca, Fortín Mapocho, Análisis, Apsi y Hoy, entre otros. Los directores y periodistas de esos medios no experimentaron el vuelco ideológico neoliberal de los líderes de la Concertación por lo que, en definitiva, se habrían convertido en los reales opositores de sus políticas. De allí la lógica de destruirlos, aunque -como en el caso del regalo de la mayoría parlamentaria- solapadamente.
Con esta misma lógica, los gobiernos de Frei, Lagos y Bachelet se negaron sistemáticamente a llegar a un acuerdo con Víctor Pey, para indemnizarlo por la confiscación que la dictadura le hizo del diario Clarín; y que habría permitido, en definitiva, la existencia de al menos un diario de centro-izquierda de circulación nacional, luego de la destrucción de La Epoca y de Fortín Mapocho. Y, con el mismo sentido, la Concertación “se deshizo” de los dos canales de televisión que podrían haber acompañado, de modo pluralista, los esfuerzos de democratización del país: TVN y el Canal 9 de la Universidad de Chile. En el caso del primero, a través de una ley aprobada en 1992, lo “neutralizó” con un directorio que le confirió a la oposición de derecha un virtual poder de veto; impidiendo que TVN -dejando por cierto de ser un órgano propagandístico- pudiese haber servido para un descarnado y plural debate de lo que había sido la dictadura. ¡Si ni siquiera por muchos años a la dictadura se le denominó retrospectivamente como tal en “el canal de todos los chilenos”! En el caso del canal de la Universidad de Chile, dado que su rectoría pasó a tener una orientación democrática a partir de marzo de 1990 pudo también acompañar un debate de este carácter sobre lo que había sido la dictadura. En lugar de ello se procedió a privatizarlo en favor, naturalmente, de grandes grupos económicos de carácter conservador.
Otra política funcional a los objetivos de consolidar la obra refundacional de la dictadura fue la búsqueda sistemática de impunidad de las peores violaciones de derechos humanos que caracterizó a los gobiernos de la Concertación. ¿Para qué tensionar la sociedad chilena con políticas que podrían haber afectado, en definitiva, la consolidación “democrática” de dicha obra? Se buscó entonces calmar las obvias inquietudes de las víctimas con el exclusivo establecimiento de la verdad respecto de las identidades de las personas detenidas-desaparecidas y ejecutadas, para luego concederles reparaciones. Pero hubo un completo abandono de la búsqueda de justicia en dichos casos. No solo “olvidando” la derogación del Decreto-Ley de “autoamnistía” de 1978 (Ver Boeninger; p. 400); sino además buscando concordar con la derecha la legitimación de dicha autoamnistía o, al menos, una sustancial disminución de penas. Fueron los casos del “Acuerdo Marco” en 1990; de las propuestas de los presidentes del Senado y la Cámara, Gabriel Valdés (PDC) y José Antonio Viera Gallo (PS), en 1991; del proyecto de ley Aylwin en 1993; del proyecto de ley Frei y del Acuerdo Figueroa-Otero en 1995; de un proyecto de la Comisión de Derechos Humanos del Senado en 1998; del proyecto de ley de inmunidad de Lagos en 2003; de un proyecto de ley conjunto de senadores concertacionistas y opositores en 2005; y de su reflotamiento por el gobierno de Bachelet en 2007. Afortunadamente, todos estos proyectos fueron derrotados por la fuerza moral de las ONG de Derechos Humanos y, especialmente, de las agrupaciones de familiares de víctimas.
Respecto de la tortura, los comportamientos de los gobiernos de la Concertación fueron aun más mezquinos. Solo después de una sostenida presión de años de las ONG de DD. HH. -¡y frente a reclamos adicionales de dirigentes de la UDI en favor de las víctimas!- el gobierno de Lagos accedió en 2003 a crear una Comisión que registrara las víctimas de tortura, pero con restricciones de diversa índole que hicieron necesaria una nueva reapertura de registros durante el primer gobierno de Bachelet. Peor aún, se estableció por ley -aprobada en 48 horas por el Congreso- ¡la prohibición para que el Poder Judicial pudiese tener acceso a las denuncias de las personas registradas!, afectando con ello sensiblemente la posibilidad de que los tribunales pudiesen impartir justicias en los casos de torturas.
Para culminar todo lo anterior, los gobiernos de Frei Ruiz-Tagle y de Lagos se emplearon con todo -y exitosamente- para lograr salvar a Pinochet de la Justicia europea y luego para que los tribunales chilenos lo dejaran impune por falsas razones de salud mental. Y quien desarrolló un papel clave en ambos gobiernos en esta dirección, primero como canciller y luego como ministro del Interior, fue José Miguel Insulza (PS). Este último, hizo incluso reiteradas presiones públicas a los tribunales chilenos en diversas entrevistas a medios de comunicación.
A su vez, quien con mayor propiedad reconoció el vínculo entre el reconocimiento de la obra refundacional de Pinochet y la menor importancia concreta que adquiría el juicio a sus violaciones de derechos humanos fue el ministro de Hacienda de Aylwin, presidente del PDC y canciller de Bachelet, Alejandro Foxley; quien en mayo de 2000, junto con insinuar que los tribunales chilenos debiesen dejar sin juicio a Pinochet por razones de salud, efectuó una apología de la obra de Pinochet: “El realizó una transformación, sobre todo en la economía chilena, la más importante que ha habido en este siglo. Tuvo el mérito de anticiparse al proceso de globalización que ocurrió una década después, al cual están tratando de encaramarse todos los países del mundo. Hay que reconocer su capacidad visionaria y la del equipo de economistas que entró a ese gobierno el año 73, con Sergio de Castro a la cabeza, en forma modesta y en cargos secundarios, pero que fueron capaces de persuadir a un gobierno militar -que creía en la planificación, en el control estatal y en la verticalidad de las decisiones- de que había que abrir la economía al mundo, descentralizar, desregular, etcétera. Esa es una contribución histórica que va perdurar por muchas décadas en Chile y que, quienes fuimos críticos de algunos aspectos de ese proceso en su momento, hoy lo reconocemos como un proceso de importancia histórica para Chile, que ha terminado siendo aceptado prácticamente por todos los sectores. Además, ha pasado el test de lo que significa hacer historia, pues terminó cambiando el modo de vida de todos los chilenos, para bien, no para mal. Eso es lo que yo creo, y eso sitúa a Pinochet en la historia de Chile en un alto lugar. Su drama personal es que, por las crueldades que se cometieron en materia de derechos humanos en ese período, esa contribución a la historia ha estado permanentemente ensombrecida” (Cosas; 5-5-2000).
También, desde el mundo PPD-PS y en el momento en que el liderazgo concertacionista efectuaba los mayores esfuerzos para salvar a Pinochet de su segura condena en Europa; su destacado intelectual, Eugenio Tironi, señaló: “La sociedad de individuos, donde las personas entienden que el interés colectivo no es más que la resultante de la maximización de los intereses individuales, ya ha tomado cuerpo en las conductas cotidianas de los chilenos de todas las clases sociales y de todas las ideologías. Nada de esto lo va a revertir en el corto plazo ningún gobierno, líder o partido (…) Las transformaciones que han tenido lugar en la sociedad chilena de los 90 no podrían explicarse sin las reformas de corte liberalizador de los años 70 y 80 (…) Chile aprendió hace pocas décadas que no podía seguir intentando remedar un modelo económico que lo dejaba al margen de las tendencias mundiales. El cambio fue doloroso, pero era inevitable. Quienes lo diseñaron y emprendieron mostraron visión y liderazgo” (La irrupción de las masas y el malestar de las elites. Chile en el cambio de siglo; Grijalbo, Santiago, 1999; pp. 36,60 y 162).
A su vez, la derecha nacional e internacional ha reconocido muy positivamente la obra de la Concertación. Así por ejemplo, el economista César Barros calificó a Lagos al finalizar su período como “el mejor Presidente de derecha de todos los tiempos” (La Tercera; 11-3-2006). Por su parte, el cientista político Oscar Godoy, al ser consultado si observaba un desconcierto en la derecha por “la capacidad que tuvo la Concertación de apropiarse del modelo económico”, respondió: “Sí. Y creo que eso debería ser un motivo de gran alegría, porque es la satisfacción que le produce a un creyente la conversión del otro. Por eso tengo tantos amigos en la Concertación; en mi tiempo éramos antagonistas y verlos ahora pensar como liberales, comprometidos en un proyecto de desarrollo de una construcción económica liberal, a mí me satisface mucho” (La Nación; 16-4-2006).
Por otro lado, el entonces presidente de la Confederación de la Producción y del Comercio, Hernán Somerville, señaló a fines de 2005 que a Lagos “mis empresarios todos lo aman, tanto en APEC (Foro de Cooperación de Asia-Pacífico) como acá (en Chile) (…) porque realmente le tienen una tremenda admiración por su nivel intelectual superior y porque además se ve ampliamente favorecido por un país al que todo el mundo percibe como modelo” (La Segunda; 14-10-2005). Y el segundo artífice de la Escuela de Chicago, Arnold Harberger, señaló en 2007, “que estuve en Colombia el verano pasado participando en una conferencia, y quien habló inmediatamente antes de mí fue el ex presidente Ricardo Lagos. Su discurso podría haber sido presentado por un profesor de economía del gran período de la Universidad de Chicago. El es economista y explicó las cosas con nuestras mismas palabras. El hecho de que partidos políticos de izquierda finalmente hayan abrazado las lecciones de la buena ciencia económica es una bendición para el mundo” (El País, España; 14-3-2007).