Noviembre 14, 2024

La dictadura sigue aquí. ¿Dónde está la izquierda? III

Mucha gente de izquierda, bienintencionada, consecuente, aguerrida y sufrida, tiene por las elecciones una ojeriza merecida para el peor de los enemigos.

 

Pero si se ven de cerca, las elecciones no son un mecanismo que debamos considerar como execrable del mismo modo que se lapida al enemigo, al traidor o al criminal.

 

 

¿Herramienta de la burguesía? Claro que no.

 

Las votaciones universales, secretas e informadas, no han sido una benéfica dádiva de los poderosos. Al contrario. A los prepotentes de todas las épocas jamás les ha parecido bien que los pobres tengan la posibilidad dar su opinión. De ser por ellos, votaran solo los ricos y poderosos. O nadie.

 

El voto popular y universal fue una conquista democrática ganada en años de peleas.

Antes de eso votaban los ricos. Luego, los hombres mayores de veintiún años que supieran leer. Solo el año 1952 lo hicieron las mujeres en una votación presidencial. Y recién en 1970 votaron los mayores de 18 años y los analfabetos.

 

Si las elecciones se transformaron en una herramienta de los  prepotentes ha sido por la debilidad de una izquierda que no ha sabido generar un horizonte capaz de seducir al pueblo mediante el uso de esa arma democrática. Cierto dogmatismo infantil ha hecho creer que las elecciones son un recurso burgués.

 

Según un estudio del PNUD, si en las elecciones municipales del año 1992 votó el 79% de los ciudadanos, en las del año 2016, solo lo hizo el 36%.

 

No hay que recorrer mucho para llegar a las razones por las cuales la gente ya no se interesa por votar.  La más importante, como resulta de toda lógica, es que con el voto no ha cambiado nada. En las innumerables votaciones que ha habido desde que comenzó la posdictadura, los ganadores han sido exactamente los mismos.

 

Y los mismos han sido los perdedores.

 

¿Culpa de las elecciones? No. Culpa de una izquierda que no sabe bien donde está parada.

 

Tanto es así que algunos compañeros creen estar en Petrogrado en 1917, en Santiago de Cuba el 1953 o en Monimbó el 1978. Peor aún. Alguna de esta gente toma en serio la posibilidad de llevar las marchas a estadios en que el levantamiento resulta inminente e inevitable y que la insurrección es cosa de tiempo.

 

La realidad nos muestra que un sector de la izquierda  emigró a las zonas confortables del poder en vivo, directo, contante y sonante y asumió que ya no es posible la causa por la justicia y cambio social. Y que este modelo es inmodificable, eterno e inexpugnable.

 

Otra fracción de la izquierda se ha quedado en medio de un sonambulismo que despabilan de vez en cuando marchando en el centro de las ciudades o agregando puños en alto y/o likes, en las redes sociales.

 

Y hay otra parte de la izquierda. La que aún espera.

 

La historia de Chile registra que el más alto nivel de lucha de clases fue durante el gobierno de Salvador Allende. No ha habido otro momento en que el poder haya estado en disputa a tales niveles.

 

Que el enemigo entendió el peligro en que vivió lo demuestra el odio con que buscó aplastar con sentido estratégico el avance del pueblo movilizado. Por eso el bombardeo a La Moneda, por eso la crueldad en la matanza, por eso la aparente demencia en la tortura, por eso la desaparición. Ellos también se propusieron un nunca más.

 

Y en esa izquierda que aún espera hay una porfía que busca extenderse por caminos fecundos, así sea que aun no esté bien claro qué es eso.

 

Las grandes movilizaciones que culminaron el año 2011, tocaron un techo inexpugnable a partir del cual comenzó su declinación. El sistema aprovechó esa fatiga y amansó a los disconformes por medio de las instituciones disponibles para escuchar y discutir soluciones falsas.  Cansados de dar vueltas a la plaza, los estudiantes no fueron ni escuchados ni vieron soluciones.

 

Tiempo después, sería el admirable esfuerzo de alto valor movilizador y democrático, que ha calado en lo más hondo de la gente destinada a una vejez de mierda: el Movimiento No Más AFP, el que ha tocado un peligroso techo.

 

Cada uno de los reventones populares ha seguido la misma rutina.

 

Ya sea el reclamo angustiado de los pueblos envenenados por la desidia de los políticos y la ambición de empresarios inhumanos o el resplandor del movimiento de las mujeres que exigen respeto.

 

La energía de cada una de esas movilizaciones finalmente se disipó o se disipará, dejando un reguero de consignas, carteles, desazón, desanimo y unos cuantos diputados, otrora avispados dirigentes de esas mismas movilizaciones.

 

Cuando muere una movilización, ¿a qué cielo va su espíritu?

 

De todas las posibles variantes de herramientas de lucha política, el disperso mundo de la izquierda más coherente le ha hecho el quite de manera sostenida a la lucha electoral. La izquierda del movimiento social parece tenerle miedo a votar.  A pesar que en federaciones, sindicatos y gremios se usa profusamente eso de elegir a sus dirigentes mediante el voto.

 

 

Con todo y su enorme poder, a pesar de la legitimidad  y prestigio de sus dirigentes y lo justo de sus luchas, la izquierda del mundo social no ha considerado las elecciones como campo en el que se exprese también la movilización social. Como el ejercicio de un derecho del que reclama. Como el uso de un arma letal del disconforme.

 

Y ha dejado buenamente el terreno disponible para que las máquinas corruptas de muchos partidos políticos, hagan lo que les dé la gana.

 

La última tentación fallida de cierta izquierda se llama Frente Amplio. Y en breve ya se puede advertir como una increíble pérdida de tiempo, si se mira con ojos genuinamente de izquierda.  Se ha dicho hasta el hartazgo: solo los hoyos se comienzan por arriba.

 

La experiencia  frenteamplista ha pecado de ser, tal como el resto del sistema político, una construcción que muy poco consideró a la gente llana. A la simpatía inicial, traducida en importantes cifras de apoyo a su abanderada presidencial, vino su vertical caída luego de que se sinceraran las cosas y su desapego del mundo de la gente común diera paso a las prácticas habituales de la política pos dictadura.   

 

¿Y luego qué?

 

Más allá de las marchas, los paros y las protestas, hay un espacio para disputar al duopolio en el escenario electoral. La realidad demuestra que es posible ir por sus poltronas y desalojarlos. Aunque no parezca, es a lo único que le temen.

 

El voto universal, conquista del pueblo que se logró mediante mucha pelea, persecución, represión y muertos, es una herramienta legítima y propia para enfrentar al sistema. Pero a condición de que el pueblo juegue el rol protagónico, movilizado por sus reivindicaciones, politizado en sus discursos e intransigente en sus propósitos.

 

Y lo que sea necesario, se construya desde abajo. 

 

Centenares y quizás miles de dirigentes gremiales, sindicales, estudiantiles, poblaciones culturales, personas del mundo intelectual, artistas de varia especialidad, cada uno con el corazón latiendo a la izquierda y que no reconocen trincheras en lo escaso, malo y ralo que hay, resultan un punto de partida para decidir enfrentar al enemigo en el escenario que más le preocupa: el electoral.

 

El pueblo movilizado por sus innumerables exigencias y reivindicaciones que se proponga elegir sus propios candidatos a cualquier cosa; que gane la voluntad de los trabajadores,  estudiantes, pobladores e intelectuales más lúcidos de este tiempo y que tras esas movilizaciones disputen la simpatía y el voto de la gente, que seduzca al pueblo que tanto ha esperado y le dé un motivo para vencer la inercia y el desgano, que conmueva a los desesperados y les ofrezca una vía para ganar algo alguna vez e invite al que no cree para reverdecer la fe perdida entre tanta derrota.

 

Una movilización de tal envergadura, que nadie quede indiferente, que estimule el nervio secreto que hace que la vida valga la pena, que convenza a nuestros valientes y brillantes artistas para apuntalar la mística, que resuene en canciones, se pinte en murales y se mueva al ritmo de la música y las palabras.

 

Que se convoque al pueblo.

 

Y que no se le tenga miedo de sus decisiones. Cuando la gente transforma su bronca en creatividad y su decisión en una fe lúcida, no hay mentiroso que la amañe, traidor que la venda ni  prepotente que la venza.

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